_
_
_
_

Contra la destrucción

Llega al Teatro Real el impactante y perturbador 'War Requiem', una profunda reflexión sobre la guerra y un grito clamoroso en favor de la paz

Luis Gago
Imagen captada el 16 de noviembre de 1940 de un hombre entre las ruinas de la catedral de Coventry.
Imagen captada el 16 de noviembre de 1940 de un hombre entre las ruinas de la catedral de Coventry.George W. Hales (Getty)

Benjamin Britten jamás empuñó un arma ni participó en ninguna contienda bélica. Nacido en 1913, vivió la Gran Guerra —que acabó diezmando casi una generación entera de varones británicos— con la inconsciencia de la niñez y, siendo ya un adulto, decidió firmemente no combatir ni participar en modo alguno en la Segunda Guerra Mundial, por lo que solicitó ser declarado formalmente objetor de conciencia. Pero previamente, pocos meses antes del estallido del conflicto, y cuando ya se adivinaba inevitable, había hecho algo que sería muy criticado por sus compatriotas: abandonar Europa e instalarse en Estados Unidos, a resguardo de las hostilidades.

Poco podía imaginar entonces el músico que hasta su propio apellido acabaría por jugarle una mala pasada. Cuando el famoso crítico Ernest Newman, con motivo del estreno en Inglaterra de su Concierto para violín en 1941, ensalzó al brillante y joven compositor y lo calificó proféticamente de un “purasangre”, surgieron muchas voces que, sabedoras de su autoexilio americano, le reprocharon “haber salvado su arte y su piel a costa de dejar de cumplir con su obligación”. Newman confesó entonces sentirse un combatiente solitario en “la batalla de Britten”, poniendo así en bandeja que las voces más críticas replicaran a su vez afirmando que lo que tenía que haber hecho el compositor era no vivir plácidamente en Estados Unidos, sino luchar en su país durante lo que se conoció entonces como “la batalla de Gran Bretaña”, la brutal campaña de ataques aéreos alemanes sobre numerosas ciudades británicas en el verano y el otoño de 1940. Cuando se pronuncian en inglés, The Battle of Britten y The Battle of Britain son indistinguibles.

Britten denunciaba el horror de la Segunda Guerra Mundial con textos de un compatriota muerto en la Primera:  Wilfred Owen

Las heridas de las dos guerras mundiales tardarían en cicatrizar en el compositor, que vio la oportunidad de saldar cuentas con el pasado muchos años después, en 1958, cuando recibió el encargo de componer una obra de gran envergadura para la solemne ceremonia de consagración de la nueva catedral de Coventry. La antigua, un extraordinario edificio gótico del siglo XIV, había sido destruida por las bombas alemanas el 14 de noviembre de 1940. El arquitecto ganador del concurso, Basil Spence, decidió levantar su proyecto no sobre sino junto a las ruinas de la vieja catedral, que seguirían así en pie como testimonio imperecedero de la barbarie. Y quizá fue esta circunstancia la que animó a Britten a tomar la decisión conceptual y musicalmente trascendente de hacer convivir también en su obra dos textos muy diferentes, antiquísimo uno y muy reciente el otro: el latino de la missa pro defunctis, con una larga raigambre de siglos, y varios poemas ingleses del entonces aún muy poco conocido Wilfred Owen, uno de esos grandiosos talentos en ciernes cortados de raíz por la Primera Guerra Mundial.

Owen tuvo, además, la desdicha de morir tan solo siete días antes de la firma del armisticio que ponía fin a la interminable y devastadora contienda. Falleció en acción de guerra el 4 de noviembre de 1918 en el canal de Sambre, en el noreste de Francia. Tenía 25 años y dejaba un puñado de poemas escritos en su mayoría en las trincheras. A diferencia de Britten, Owen decidió ir a combatir voluntariamente y las cartas que envió a su familia revelan actitudes cambiantes: “No quiero el aburrimiento de la formación militar, no quiero vestir de caqui; ni tampoco salvar mi honor ante nietos inquisitivos dentro de cincuenta años. Lo que quiero ahora más ardientemente es luchar”. Pocas semanas antes de morir, tras arrebatar una ametralladora al enemigo, acabó con la vida de varios alemanes, por lo que fue condecorado militarmente: “Luché como un ángel”, confesaba días después a sus padres.

Pero este ardor guerrero convivió con sentimientos contrarios, especialmente tras conocer a Siegfried Sassoon durante su convalecencia en el hospital psiquiátrico de Craiglockhart, cerca de Edimburgo. Sassoon, también poeta, animó a su joven amigo a seguir escribiendo poemas y le contagió en parte sus sentimientos con respecto a la gestión política del conflicto bélico: “Esta guerra, en la que entré como una guerra de defensa y liberación, se ha convertido ahora en una guerra de agresión y conquista”, denunció. Idénticas dudas acabaron impregnando los poemas de Owen, como en el titulado Dulce et decorum est, que termina con la cita latina de una oda de Horacio —“Dulce et decorum est / Pro patria mori” (“Es dulce y decoroso morir por la patria”)—, si bien tildada justo antes de lo que un cada vez más descreído Owen califica de “the old Lie” (“la vieja Mentira”).

Toda mi vida ha estado dedicada a actos de creación (mi profesión es la de compositor) y no puedo participar en actos de destrucción” Benjamin Britten

Con la introducción de nueve poemas de Owen en su War Requiemque se interpreta los días 12 y 14 en el Teatro Real—, Benjamin Britten denunciaba los horrores de la Segunda Guerra Mundial, con textos de un compatriota que había muerto en la Primera. Musicalmente, reservó el texto latino de la misa para la soprano solista y un coro y una orquesta de grandes dimensiones, con ocasionales comentarios antifonales —también en latín— confiados a un coro de niños y órgano, mientras que los poemas de Owen —temáticamente emparentados con los anteriores— quedan reservados para el tenor y el barítono solistas junto a una pequeña orquesta de cámara. Tres planos tímbricos y espaciales diferentes que escuchamos unidos en el Libera me final, donde el texto del responsorio latino se entremezcla con uno de los poemas más turbadores de Owen, Strange Meeting (Extraño encuentro), en el que un combatiente británico se encuentra con un soldado alemán a quien él mismo ha dado muerte: “Soy el enemigo que mataste, amigo mío”. Ahora ambos están muertos, bajo tierra, en “un túnel hondo y gris”, y se lamentan de “el horror de la guerra, el horror que destilaba la guerra”. Al final, los dos se disponen a ir a dormir en paz al tiempo que Britten hace cantar a los coros y la soprano la consoladora antífona In Paradisum, cuyo texto pide que los ángeles conduzcan al difunto al paraíso.

Concluido el largo y laborioso proceso de composición de la obra, Britten quiso contar en el estreno con tres solistas de los países que más habían sufrido probablemente en la guerra: Gran Bretaña (el tenor Peter Pears, su pareja), Alemania (el barítono Dietrich Fischer-Dieskau, que había sido obligado a combatir siendo poco más que un adolescente en la Wehrmacht) y la Unión Soviética (la soprano Galina Vishnévskaia, casada con Mstislav Rostropóvich, un gran amigo de Britten). Sin embargo, las autoridades soviéticas no permitieron que esta última cantase en una “obra política” al lado de un alemán, por lo que hubo de ser reemplazada en el último momento por Heather Harper. Más tarde, en enero de 1963, gracias a la paciencia y el buen hacer de Britten, sí que se le autorizó a participar en la histórica primera grabación de la obra, bajo la dirección del propio compositor, que se convirtió en un éxito de ventas sin precedentes: la gente quería escuchar el War Requiem para recordar tranquilamente en casa a sus muertos y, de paso, para ahuyentar el fantasma de la Guerra Fría, aquellos días en pleno apogeo tras la crisis de los misiles de Cuba. Desde entonces, la obra se ha interpretado en todos los aniversarios posibles de la Primera Guerra Mundial, incluido, claro, el centenario del pasado año. Y en 1988, en el septuagésimo aniversario del armisticio, Derek Jarman utilizó la grabación de Britten como banda sonora de su película War Requiem, en la que, en su última aparición ante una cámara, un sir Laurence Olivier de mirada vidriosa encarna a un veterano de la Gran Guerra en silla de ruedas cargado de medallas. Cuando se editó su partitura, Britten quiso colocar a modo de proemio unas frases que Owen había escrito en un esbozo de prólogo para una posible edición de sus poemas, que nunca llegaría a ver la luz en vida del autor. “Este libro no trata de héroes. La poesía inglesa no está aún preparada para hablar de ellos. Tampoco trata de hechos, ni de países, ni de nada que tenga que ver con la gloria, el honor, la fuerza, la majestuosidad, el dominio o el poder, sino de la guerra”. Y cita Britten: “Mi tema es la guerra, y el sufrimiento que causa la guerra. La poesía está en el sufrimiento. Todo lo que puede hacer hoy un poeta es advertir”. Y concluía Owen: “Este es el motivo por el que los verdaderos poetas deben ser veraces”. Él había querido contar la verdad de los horrores de la guerra, lejos de la visión que otros pretendían dar de ella como un noble sacrificio patriótico.

El compositor vio la oportunidad de saldar cuentas en 1958, cuando recibió el encargo de componer una obra para la ceremonia de consagración de la nueva catedral de Coventry

En su valiente Sobre la historia natural de la destrucción, W. G. Sebald, nacido un año antes del final de la Segunda Guerra Mundial, pero cuya sombra lo persiguió toda su vida, se refirió a ese “programa de destrucción impulsado sin piedad” por los aliados que arrasó decenas de ciudades alemanas. Pocos días después de que regresara a su país el 17 de abril de 1942, Britten preparó su declaración para el tribunal que habría de declararlo oficialmente objetor de conciencia. Y en ella encontramos ya, in nuce, los sentimientos que lo llevarían a componer muchos años después su War Requiem: “Dado que creo que en toda persona alienta el espíritu de Dios, no puedo destruir, y siento que mi obligación consiste en evitar ayudar a destruir vidas humanas en la medida de mis capacidades, por fuerte que pueda ser mi desacuerdo con las acciones o las ideas de una persona. Toda mi vida ha estado dedicada a actos de creación (mi profesión es la de compositor) y no puedo participar en actos de destrucción”. Y desde esta premisa debe escucharse, en esencia, este Réquiem de guerra: como un acto íntimo y doloroso de creación, y como un hondo, lírico y trágico alegato contra la destrucción.

War Requiem. De Benjamin Britten. Susan Gritton, John Mark Ainsley y Jacques Imbrailo. Coro y Orquesta titulares del Teatro Real. Dirección: Pablo Heras-Casado. Teatro Real, Madrid, 12 y 14 de marzo.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_