Romeo Castellucci llena de vida el ‘Réquiem’ de Mozart
El Festival de Aix-en-Provence inicia una nueva etapa con Pierre Audi como director artístico
Todo apuntaba en Aix-en-Provence a un tiempo nuevo: diseño gráfico completamente renovado, Pierre Audi como flamante director general y sucesor de Bernard Foccroulle, primera vez que se representa una ópera de Giacomo Puccini en los más de 70 años de historia del festival provenzal y, en lo que parecía un claro guiño lleno de dobles sentidos, presencia en la inauguración de música de Wolfgang Amadeus Mozart (casi el compositor de cabecera en la ciudad de Cézanne), pero no de una de sus óperas, como ha sido siempre lo habitual, sino de su última composición, el Réquiem, escenificado por Romeo Castellucci.
De haber estado en su mano, el director italiano habría desencadenado él mismo la tremenda tormenta que estalló sobre Aix a última hora de la tarde del miércoles y que ponía en serio peligro la inauguración, a las diez de la noche, en el Théâtre de l’Archêveché, un espacio extraordinario al aire libre y al albur, por tanto, de la climatología. Pero se hizo el milagro y, aunque con una hora de retraso, empezó ese tiempo nuevo, con el aire limpio y el ambiente refrescado. El tiempo atmosférico parecía así preludiar lo que Castellucci plantea en su originalísima propuesta: la vida como un ciclo constante de extinción y renovación del que todo y todos somos una parte nimia. La condición de obra inacabada del Réquiem, la multitud de leyendas acumuladas en torno a él, la muerte de Mozart antes de que pudiera concluir su composición, elementos esenciales de Amadeus, la obra de Peter Shaffer que llevaría al cine el director Miloš Forman, no interesan nada a un director esencialmente conceptualista como Romeo Castellucci, que prefiere ver en esta misa de difuntos, paradójicamente, una celebración de la vida.
Su propuesta es a un tiempo sencilla y compleja, una dicotomía habitual en sus montajes. Por un lado, nos recuerda insistentemente que todo es finito, que el mundo ha sido y será mucho más que lo que nos es dado conocer; por otro, inocula un carácter festivo a esta transitoriedad intrínseca de la vida. Casi como una letanía, sobre el fondo del escenario se proyectan nombres de todo aquello que se ha extinguido, de lo que ha desaparecido irremediablemente. Al tiempo que comienza el Kyrie eleison se inicia lo que Castellucci llama el “Atlas de las Grandes Extinciones”: especies animales, plantas, homínidos, espacios naturales, lenguas, religiones, edificios, obras de arte, en un recorrido incesante que arranca en la Prehistoria y alcanza hasta nuestros días. Las últimas extinciones son justamente las de hoy, las que nos acechan, y aquí la lista abandona el tono objetivo y se adentra en otros territorios: la hierba, la amistad, el asombro, la tristeza, el polvo, el agua, la oscuridad, el sueño. Aun la propia música que estamos escuchando en este momento: no quedará nada.
Castellucci hace que todo comience con el ritual cotidiano de irse a dormir. Una mujer mayor, sola, fumando frente al televisor, se acuesta en su cama. Luego los escasos enseres de su dormitorio se cubrirán de negro, pero el escenario será luego a su vez a su vez objeto de constantes metamorfosis: el negro de las paredes se arranca y todo pasará a ser blanco, luego se pintará en parte ante nuestros ojos con los colores primarios, luego se arrancará de nuevo, el suelo se cubrirá de tierra y, al final, todo caerá cuando el suelo se levante, mostrando sobre su superficie los restos, o las heridas, de cuanto ha acontecido hasta entonces. Sobre el escenario quedará tan solo un bebé de tres o cuatro meses junto a su juguete. Si Christof Loy planteaba en su reciente montaje de Capriccio en el Teatro Real una modernización del tema de las Tres Edades, Castellucci hace lo propio con una niña, una joven y la mujer mayor que vemos acostarse al principio del espectáculo. El bebé que despide la obra, solo, al final es la cuarta edad y un poderoso símbolo de que la muerte da paso a la vida, de que, tras la tormenta, el arcoíris marca el comienzo de un tiempo nuevo, la luz tomando el testigo de la oscuridad.
Romeo Castellucci y el director musical, Raphaël Pichon, no entran en las polémicas sobre qué partes del Réquiem compuso realmente Mozart o sobre la mayor o menor calidad de las secciones completadas por Süssmayr. Pero esa condición de obra inacabada les abre la puerta de par en par para incorporar a su secuencia de episodios muchas otras músicas, todas de Mozart, excepto dos fragmentos en canto llano situados en ambos extremos de su propuesta: el gradual Christus factus est y la antífona de la misa de difuntos, In paradisum. El resto de las inserciones son en su mayoría piezas recónditas espigadas del catálogo del salzburgués: la supuesta versión original, con coro masculino, de la Música para un funeral masónico (presumiblemente, en la reconstrucción de Philippe Autexier, aunque nada se indica en el programa); un juvenil Miserere mei, situado inmediatamente antes del Introito del Réquiem: el Mozart terminal y el muchacho de catorce años, codo con codo; un motete en Re menor (la tonalidad principal de la obra) con texto en latín, que es una versión alternativa de uno de los coros de Thamos, rey de Egipto y cuyas referencias a "polvo y ceniza" son explotadas visualmente por Castellucci; un sencillo Solfeggio cantado milagrosamente por un niño de no más de cinco años, Chadi Lazreq, intérprete también en solitario de In paradisum al final de la obra; un Amén supuestamente destinado por Mozart para el Réquiem, del que el coro cantó únicamente los 16 compases que se han conservado, interrumpiéndose con ello bruscamente la fuga; otro motete latino apenas conocido, Quis te comprehendat, antes del Ofertorio; y O Gottes Lamm, una “canción sacra alemana” con bajo continuo, fechada en 1787, que tiene todas las trazas de un coral luterano, cantada magníficamente por Sara Mingardo en solitario.
Todo tiene sentido, y todo encuentra respuesta en la propuesta visual de Castellucci, al que algunos podrían reprochar que deja la música en un segundo plano, pero esa crítica sería una mala interpretación, ya que, por una vez, lo que se ve y lo que se escucha forman una unidad indisoluble: las impactantes imágenes visuales (la niña colgada de espaldas en la pared, los miembros del coro posando en diferentes escorzos delante de un coche negro desfigurado tras haber sufrido un brutal impacto en su parte delantera, los cantantes envueltos en velos negros tirados por el suelo, el simbólico apocalipsis final) van de la mano de la música, aunque su carga simbólica y conceptual es tan fuerte que no nos paramos en las consideraciones habituales sobre la calidad de la interpretación musical. Estamos tan absorbidos por esa fusión de imágenes y sonidos que lo secundario queda, por fin, preterido.
Sin embargo, sería injusto no dejar constancia de las admirables versiones musicales dirigidas por Raphaël Pichon a Pygmalion, su orquesta de instrumentos de época y, sobre todo, al coro homónimo. Los integrantes de este último tienen que hacer prácticamente de todo, desde bailar a desnudarse, y todo lo realizan sin que la calidad musical, cantando en todo momento de memoria, se vea afectada ni un ápice. En varios momentos se baila, pero en ningún caso como un ballet concebido a partir de la composición de Mozart a la manera habitual, sino como parte de la concepción original de Castellucci: para resaltar el aspecto festivo, popular, celebratorio de la vida. Por eso los bailes son sencillos y están interpretados por cantantes y figurantes, no por bailarines profesionales, y por eso no hay una coreografía como tal, sino una emulación de bailes populares tradicionales, como el que acompaña al mayo con cintas blancas y rojas que van entrelazándose durante el Hostias del Ofertorio.
A quien haya visto espectáculos recientes de Romeo Castellucci, como el impactante Moses und Aron que presentó el Teatro Real o el apenas frecuentado oratorio de Alessandro Scarlatti, Il primo omicidio, con que celebró la Ópera de París hace unos meses su tricentenario (también con destacada presencia de niños en el desenlace final, como ha sucedido ahora en Aix), no podrá sorprenderle nada de lo escrito hasta ahora. Él, que ha imaginado multitud de espectáculos teatrales antes de recalar en la ópera, se mueve como nadie en los territorios ambiguos, cargados de referencias históricas, llenos de intersticios por los que poder deslizar interpretaciones, proclives a lecturas filosóficas. Este Réquiem de Mozart, para el que ha concebido la escenografía, el vestuario, la iluminación y la propia puesta en escena, solo podría llevar su firma: empezó a representarse a punto de extinguirse un día y concluyó recién nacido el siguiente, dejando en las mentes de todos que la misa de difuntos de Mozart es, o puede ser, fundamentalmente, una reflexión sobre el paso del tiempo, sobre el sucederse de los días, sobre los procesos de creación y destrucción, sobre nuestra insignificante grandeza, del fin –y estas son sus propias palabras– entendido como origen. Arrinconadas por prescindibles todas las leyendas en torno a la última obra de Mozart y sobre si él era a la postre su verdadero destinatario, Castellucci nos hace ver con claridad que somos todos nosotros quienes estamos escuchando y asistiendo a nuestro propio réquiem.
En la Tosca del cineasta Christophe Honoré sucede, de alguna manera, lo contrario de esa indisoluble fusión de música y teatro, o de teatro y música, que había conseguido el director italiano. Son tantas las cosas que acontecen sobre el escenario, y en la doble pantalla situada encima de ella, que la música de Puccini pasa a quedar prácticamente disociada de la trama y las subtramas paralelas diseñadas por Honoré, hasta el punto de que un hipotético espectador que no hubiera visto nunca o no conociera el argumento de Tosca –si es que puede darse esa posibilidad en un público cultivado como el de Aix, por más que Puccini recale ahora por primera vez en el festival– habrá tenido serios problemas para deslindarlo de todas las capas que lo cubren.
El quid consiste en conceder un protagonismo inusitado a una veterana cantante ya retirada, pero involucrada de repente en una nueva producción de Tosca, una ópera de la que ella misma ha sido en otro tiempo una intérprete de referencia. Se trata de Catherine Malfitano, a la que vemos en su propia casa, escuchando un disco de su famosa interpretación con Plácido Domingo como Cavaradossi y dirección de Zubin Mehta, grabada en Roma en sus tres escenarios reales. Los invitados que llegan a su casa son los propios intérpretes de la obra, cuyo primer acto se disponen a ensayar, con atril y partitura, bajo su atenta mirada y recibiendo sus consejos. De hecho, es ella misma quien comienza a cantar las primeras frases del papel de Tosca hasta que lo hace suyo su compatriota Angel Blue (la cantante anunciada nominalmente para el papel) a partir de “innanzi alla Madonna”. Malfitano parece desdoblarse en la cantante y en la marquesa Attavanti, ya que es ella quien suscita los celos de Blue, sin dejar tampoco de hacer de ella misma cuando, por ejemplo, grita un extemporáneo “Brava!” a la joven soprano para mostrar su aprobación de lo que ha cantado. El intervencionismo de Honoré llega al extremo de modificar incluso el libreto (Cavaradossi canta “davanti alla Prima Donna” en vez de “davanti alla Madonna”), a que Malfitano interrumpa literalmente la representación para hablar en inglés con su pupila o a sustituir el retrato que pinta Cavaradossi por un viejo cartel enmarcado de una representación de Tosca en la Royal Opera House protagonizada por Catherine Malfitano, alabado en procesión durante elTe Deumy besado por Scarpia al final del acto.
Es todo muy alambicado, muy elaborado, muy prendido con alfileres, pero al tiempo enormemente confuso, y el esfuerzo que dedica el espectador a comprender y desentrañar qué está pasando realmente, o a decidir si atiende a la acción principal, a las dos o tres paralelas, o a una de las dos pantallas en que se proyectan tanto primeros planos de lo que está sucediendo en tiempo real (hay dos cámaras sobre el escenario filmando en todo momento) como primeros planos pregrabados, va en detrimento del disfrute de la propia ópera. El director de la recientemente estrenada Vivir deprisa, amar despacio ha querido mostrar demasiada genialidad, retorcer en exceso el argumento original para encajar el suyo e introducir de soslayo referencias cinematográficas (evidentes, claro, las de El crepúsculo de los dioses de Billy Wilder, como él mismo ha admitido), como para que el experimento funcione, ya que son casi tantas las cosas que tienen sentido como las que carecen de él.
Hay algo en su propuesta de la idea motriz que articulaba aquella producción de Robert Carsen en la que toda la acción se representa en un teatro: Tosca es, al fin y al cabo, una cantante de ópera a la que Puccini no nos muestra desempeñando su profesión (sí a Cavaradossi, o a Scarpia, o a sus esbirros), pero la mejor ópera resulta ser su propia vida real. Honoré acaba incurriendo, en cambio, en un defecto parecido al que lastró la Carmen de Dimitri Tcherniakov estrenada aquí en Aix hace dos años, en la que el artificio de representar la ópera de Bizet como una terapia prescrita para curar algún tipo de adicción del paciente/cantante que encarna a Don José marca todo el curso del espectáculo, a pesar de que funciona solo puntual y episódicamente en medio de un cúmulo de distracciones.
El segundo acto de esta nueva Tosca es algo más unitario (aunque seguimos en la cocina y el dormitorio de Malfitano, con un Scarpia desubicado) y, para el tercero, Honoré cierra el foso, sube la orquesta al escenario y hace cantar a Angel Blue y a Joseph Calleja (Tosca y Cavaradossi) de traje dorado y esmoquin en una versión de concierto en toda regla, bajo la atenta mirada, eso sí, de Malfitano (que al principio se ha arrogado la música del niño pastor) y con una pequeña maqueta del Castel Sant’Angelo en un lateral del escenario –la única concesión vagamente realista–, a cuyo lado morirá simbólica y muy poco creíblemente el pintor. Hay referencias visuales a otros famosos papeles cantados por Malfitano (Lucia, Butterfly, Salomé: más puñales, más suicidas, más sangre), pero resumir las múltiples intervenciones de Honoré agota casi tanto como contemplarlas.
Si la esencia dramatúrgica del melodramma de Puccini queda seriamente desdibujada por el intervencionismo a ultranza del director francés, la parte musical se ve también irremediablemente afectada por el incesante trajín escénico. Mientras que la noche anterior resultaba implanteable pararse en ese tipo de consideraciones, absorbidos como estábamos por el genial experimento de Castellucci, ahora sucedía justamente lo contrario y las carencias interpretativas se magnificaban. Ayudó poco desde el foso una dirección funcional y nerviosa, pero poco profunda y escasa densidad sonora, de Daniele Rustioni al frente de la orquesta de la Ópera de Lyon, coproductora de la nueva producción. Joseph Calleja cantó con tanta desenvoltura como desapego, casi espectador antes que protagonista. Sus agudos frágiles, una línea de canto un tanto desgarbada y sus escasas condiciones actorales tampoco ayudaron a hacernos sufrir con su triste sino. Aleksei Markov compone un Scarpia sólido, bien cantado, aunque insuficientemente malvado o lascivo. Angel Blue resulta vocalmente más idónea para el papel de lo que cabría imaginar previamente: su voz ha ensanchado, sus graves han ganado peso y canta con buen criterio, con el lunar muy evidente de un italiano deficiente y poco comprensible. Fue la más aplaudida al final (también tras Vissi d’arte, que hubo de cantar sobre proyecciones mudas de esta misma aria cantada por Maria Callas, Leontyne Price o Renata Tebaldi), también porque fue quien supo conectar mejor con el público y hacer creíble su doble papel: el real y el fingido. Todavía no hay noticias, sin embargo, de esa nueva Leontyne Price que profetizó en su día Plácido Domingo.
Catherine Malfitano plasma muy bien, y con encomiable entrega, todo lo que Honoré le pide hacer, que no es poco, y probablemente nunca soñó con volver a pisar un escenario con las dosis de protagonismo con que aquí lo hace. Su peripecia como prima donna de un tiempo ya pasado, tal como la ha ideado el cineasta francés (aplaudido y abucheado al final en igual medida) interesa poco, o nada, más si la comparamos con la de Gloria Swanson en Sunset Boulevard, donde las piezas sí que encajan y apuntan a un desenlace perturbador. Aquí nada perturba, ni tampoco emociona, y eso, en Puccini, es casi un delito de lesa majestad.
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