Wozzeck mata y muere en Barcelona y Valencia en plena guerra de Ucrania
Dos montajes muy diferentes de la primera ópera de Alban Berg coinciden en el Liceu y el Palau de les Arts, dirigidos respectivamente por William Kentridge y Andreas Kriegenburg
La noche del pasado domingo al lunes, en plenos ensayos de Wozzeck en Barcelona y Valencia, como si hubiera querido unirse a una coincidencia —o confluencia— tan inusual regalándoles la escenografía perfecta, un eclipse total de luna la tiñó durante varias horas de un color cobrizo, produciendo lo que se conoce popularmente como “luna de sangre”. En la segunda escena del tercer acto de la ópera, Marie y Wozzeck se encuentran solos en medio del bosque, junto a un estanque. Después de intercambiar varias frases breves, se hace un “largo silencio”, que Alban Berg marca en la partitura con un calderón sobre una doble barra. Tras él, con seis notas que siguen un constante curso ascendente y recorren una octava y media (desde un Sol hasta un Re), Marie exclama: “¡Qué roja asciende la luna!”. Wozzeck le responde con otras seis notas (de Fa a Si, también dibujando su perfil de abajo arriba) que replican casi los mismos intervalos anteriores, aunque con una métrica diferente: “¡Como un hierro ensangrentado!”. A continuación, saca su puñal y, seis compases después, Marie está ya muerta.
El eclipse tenía, pues, algo de premonitorio de esta ópera que podrá verse en el Gran Teatre del Liceu a partir de este domingo y en el Palau de les Arts desde el próximo jueves. Cuando se estrenó la producción dirigida por William Kentridge en el Festival de Salzburgo en 2017, el artista sudafricano explicó que Wozzeck trataba originalmente del “militarismo prusiano en la década de 1830, de la crueldad de los oficiales y los médicos con los soldados más jóvenes, de la desesperación fruto de la pobreza, lo cual encaja extremadamente bien con el mismo espíritu militarista que se observa en la I Guerra Mundial”, justamente la época en que él ha decidido ambientarla, sustituyendo el momento histórico en que Büchner escribió la obra teatral (1837, el año de su muerte) por aquel en que Berg decidió transformarla en ópera. Trazando un puente entre ambos períodos, Kentridge ha afirmado que “en la obra teatral hay secciones en las que Wozzeck, el soldado, imagina los sonidos de una explosión en los cielos, o los de la tierra retumbando bajo sus pies. Y esto, que solo eran fantasías en la década de 1830, en la I Guerra Mundial pasó a convertirse en una especie de descripción de los obuses que lanzaba la artillería sobre las trincheras y de las minas que explotaban bajo tierra”. Y concluía: “No es tanto que la obra de Büchner trate de la Primera Guerra Mundial como que acaba convirtiéndose más bien en una premonición de la Primera Guerra Mundial”. La luna roja, las bombas que estallan incansablemente o la tierra sembrada de minas, exactamente igual que vemos ahora en Ucrania: se nos acumulan los presagios.
La producción de Andreas Kriegenburg, estrenada en 2008 en la Ópera Estatal de Baviera, mantiene la acción en su momento histórico original y parte de presupuestos estéticos muy distintos. El abigarramiento de los decorados pintados, proyectados e imaginados por William Kentridge, de tintes casi apocalípticos, como deben de haberlo sido los espacios subterráneos reales de la acería de Azovstal en Mariupol, se contraponen aquí a un gran cubo desnudo, grisáceo, que rezuma humedad, para las escenas interiores y una gran lámina de agua para las exteriores: Wozzeck mata a Marie junto a un estanque, que es donde él mismo se ahogará poco después. La distopía del artista sudafricano, con profusión de dibujos realizados con carboncillo, tiene muy poco que ver con la terrible pesadilla que plantea Kriegenburg, de la que parece imposible despertarse y en la que el propio soñador acaba convirtiéndose en un monstruo, rodeado a su vez de personajes deformes, hostiles y también monstruosos, que son quienes lo empujan realmente a matar a Marie, su último asidero a una vida digna y con sentido.
Alban Berg vio representado por primera vez el drama de Georg Büchner en la Residenzbühne de Viena en mayo de 1914. Cuatro años después confesó en una carta a su amigo y condiscípulo, Anton Webern, que le “había causado una impresión tan formidable” que tomó “de inmediato la decisión (tras verlo una segunda vez) de ponerle música”. Pero la guerra se cruzó en su camino. Ya alistado en el ejército, tras el adiestramiento militar inicial, el frágil y asmático Berg fue destinado a labores de vigilancia, primero, y a un simple trabajo de oficina, después. El compositor, de uniforme y con el segundo rango militar más bajo del ejército austriaco, se convirtió, sin quererlo, en un Doppelgänger del desdichado héroe de su futura ópera: con comidas “abominables”, obligaciones “absurdas” y letrinas “repugnantes”, su superior era, asimismo, como en la obra de Büchner, un Hauptmann, un capitán, “un superior terrible (¡un idiota borracho!)”. También hubo de vérselas con un “médico militar inhumano”, otro personaje esencial del drama, una suerte de Josef Mengele en potencia obsesionado con su inmortalidad. El propio Berg resumió gráficamente su experiencia militar en una carta escrita a su mujer, Helene, cerca del final de la Gran Guerra (7 de agosto de 1918): “Hay una parte de mí en este personaje [Wozzeck], ya que también yo estoy pasando estos años de la guerra dependiendo de gente que detesto, he estado encadenado, enfermo, cautivo, resignado: en una palabra, humillado”.
Sus libretas de los años de la contienda y su copia del ejemplar de la obra de Büchner (publicada póstumamente en 1879 como Wozzeck por un error de transcripción de su primer editor, Karl Emil Franzos, corregido en posteriores ediciones por el de Woyzeck, de ahí la disparidad de títulos que ha seguido manteniéndose hasta hoy) muestran el largo proceso de preparación tanto del libreto, que redactó el propio Berg acortando levemente el ya de por sí muy conciso texto de Büchner, como de decantación de la meticulosa estructura musical y formal de la ópera. En una página se ve, por ejemplo, una comparación a dos columnas entre Pelléas et Mélisande de Debussy, que se adivina como su principal modelo o punto de referencia, y su futuro Wozzeck. Entonces su ópera iba a tener cuatro actos y 19 escenas, que finalmente se verían reducidos a tres actos con cinco escenas cada uno. Dos pequeños tréboles de cuatro hojas cogidos por Berg durante algún paseo, quizá con la esperanza de que su suerte cambiara, siguen aún atrapados entre esta página y la contigua.
Aunque Wozzeck estaba terminada y orquestada en 1922, pasaron tres largos años hasta que se estrenó en la Staatsoper de Berlín bajo la dirección de Erich Kleiber. La Alemania abierta y progresista de la República de Weimar acogió la ópera con los brazos abiertos, pero la conservadora Viena siguió resistiéndose a representarla hasta que por fin se representó en la Staatsoper el 30 de marzo de 1930, a la zaga de decenas de ciudades europeas y el año antes de llegar a Estados Unidos (Filadelfia). Una entrevista radiofónica, recuperada, transcrita y publicada pocos meses después de la muerte de Berg en la revista 23, nos muestra al compositor defendiendo su creación frente a las andanadas constantes de su entrevistador. Este defiende, por ejemplo, que la desaparición de la tónica da lugar “al colapso de todo el edificio de la música”, una acusación que provoca una defensa a ultranza por parte de Berg de su credo compositivo, sobre todo para evitar que el adjetivo “atonal” se utilice “para menospreciar, “casi en sinónimo de un insulto”, al igual que palabras como arrítmico, amelódico o asimétrico, que surgieron al mismo tiempo”.
Justo al comienzo de una conferencia impartida en Viena con motivo del estreno de Wozzeck en su ciudad natal, y de la que se ha conservado su ejemplar mecanografiado, Berg vuelve a referirse a “atonal” como una “falsa denominación”. Pero su objetivo principal aquí fue explicar, ayudándose de varios ejemplos al piano, que su ópera tenía una estructura nítidamente definida, plagada de formas barrocas (giga, gavota, passacaglia, fantasía y fuga) y clásicas (forma sonata, scherzo, rondó), entroncada, por tanto, tal como le había inculcado su maestro Arnold Schönberg, en la gran tradición y no separada de ella por ninguna línea divisoria: en el primer acto, “cinco piezas de carácter, cada una de las cuales describe a un personaje protagonista del drama, siempre en relación, por supuesto, con el que da título a la obra”; “cinco escenas inseparables, conectadas como los movimientos de una sinfonía (dramática)” en el segundo; las “cinco escenas del tercer acto presentan cinco formas musicales cuya congruencia procede de algún principio musical de unidad, ya sea a partir de un tema que se varía, una nota, un acorde, un ritmo o un movimiento constante”, este último en referencia a las corcheas incesantemente repetidas durante la escena de los niños mientras juegan al final de la ópera: la vida continúa como si nada hubiera pasado. Igual que el rey Arkel, justo al final de Pelléas et Mélisande, afirma que “C’est au tour de la pauvre petite”, es ahora otro huérfano el que ha de afrontar su propio destino tras la muerte de sus padres. Aunque hay una diferencia abismal, claro, entre aquella niña del reino de Allemonde, de linaje regio, y este otro niño, criado en la miseria de un cuartucho e infraalimentado, como sabemos ya desde la primera escena de la ópera, cuando Wozzeck se defiende de las acusaciones de inmoralidad del capitán, al que está afeitando, por haber tenido un hijo sin estar casado, y exclama: “¡Nosotros, los pobres! [...] Ser virtuoso debe de ser una cosa estupenda, señor capitán. ¡Pero yo no soy más que un pobre diablo!”.
El barítono Matthias Goerne, que estrenó la producción de William Kentridge en Salzburgo, y Peter Mattei, que participó en su reposición en la Metropolitan Opera de Nueva York, serán los encargados de dar vida a Wozzeck en Barcelona y Valencia, respectivamente. El montaje de Andreas Kriegenburg ha podido verse en distintas temporadas de la Bayerische Staatsoper en Múnich, donde el soldado parricida ha sido encarnado por cantantes de la talla de Michael Volle (en el estreno), Simon Keenlyside y Christian Gerhaher. Este último ha declarado en numerosas ocasiones que Wozzeck es, sin duda, su ópera predilecta y la califica —no caprichosamente— de una partitura perfecta. La Marie del Liceu será Annemarie Kremer, mientras que en Valencia podrá verse a la soprano neerlandesa Eva-Maria Westbroek, que siempre deja huella por sus excepcionales dotes como actriz y su absoluta implicación en escena. Los directores musicales de ambos teatros, Josep Pons y James Gaffigan, han hecho valer sus galones y han querido ser ellos mismos quienes estén en el foso: Wozzeck no es una ópera para delegar.
La obra maestra de Alban Berg dura poco más de hora y media: no hay espacio para el tedio ni, mucho menos, para la distracción. Todo lo que se dice es importante, todo invita a la reflexión, a tal punto que William Kentridge afirma que su montaje aspira a funcionar como “una máquina para pensar”. La violencia de género, la pobreza, la desesperación, la opresión ejercida sobre los miembros más ingenuos o desfavorecidos de la sociedad y, por supuesto, la guerra, el militarismo, la cadena de mando: el drama de Georg Büchner y la ópera de Alban Berg se elevan sobre sus respectivas coyunturas históricas y siguen desestabilizándonos, quizás incluso más ahora que entonces o, con seguridad, de forma diferente. El dramaturgo y el compositor no juzgan a Wozzeck: se apiadan de él. Tras su muerte, Berg incluso entona un breve réquiem en el interludio orquestal previo a la escena final, escrito en un inequívoco Re menor de resultas del empleo de un material juvenil destinado en su día a formar parte de una sonata para piano. Después de tantas vejaciones, de tanta miseria, de tanta crueldad, esta música introduce por fin, sin palabras, un elemento de humanidad.
Es una lástima que Barcelona o Valencia no hayan pospuesto o adelantado sus estrenos al próximo lunes, porque Alban Berg estaba convencido de que el número 23, su “número fatídico”, regía por completo su vida, hasta el punto de que lo representa en muchas de sus obras. Unido al 10 que simbolizaba la perfección que encarnaba para él su amada secreta, Hanna Fuchs-Robettin, el 23 es omnipresente —tal cual o en varios de sus múltiplos— en obras como la Suite Lírica para cuarteto de cuerda o el Concierto para violín, su última obra completada antes de morir hacia las 23 horas del 23 de diciembre de 1935: el segundo movimiento contiene, no casualmente, 230 compases. Berg conoció a su musa —la hermana de Franz Werfel— pocos meses antes del estreno de Wozzeck en Berlín y ambos acontecimientos cambiarían para siempre su suerte: como compositor y como amante.
“El ser humano” (“Todo ser humano”, había escrito originalmente Büchner) “es un abismo y uno siente vértigo al mirar hacia abajo”, canta Wozzeck mientras mira fijamente a Marie en la tercera escena del segundo acto de la ópera, cuando está ya fraguándose sin remedio su trágico desenlace. Barcelona y Valencia nos brindan ahora una doble oportunidad para asomarnos a nuestro propio precipicio.
'Wozzeck'
Ópera en tres actos. Libreto del compositor Alban Berg, basado en el drama Woyzeck de Georg Büchner.
Gran Teatre del Liceu, Barcelona. Dirección de escena: William Kentridge. Dirección musical: Josep Pons. Reparto: Matthias Goerne, Annemarie Kremer, Mikeldi Atxalandabaso, Peter Rose y Torsten Kerl, entre otros. Fechas: 22, 25, 28 y 30 de mayo; 2 y 4 de junio.
Palau de les Arts, Valencia. Dirección de escena: Andreas Kriegenburg. Dirección musical: James Gaffigan. Reparto: Peter Mattei, Eva-Maria Westbroek, Franz Hawlata, Andreas Conrad y Christopher Ventris, entre otros. Fechas: 26, 29 y 31 de mayo; 3 y 5 de junio.
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