‘Wozzeck’ en la trinchera del caos
William Kentridge triunfa en Salzburgo ambientando la obra de Berg en la I Guerra Mundial
Alban Berg (1885-1935) estaba entre los espectadores que asistieron al estreno vienés de Woyzeck en 1914. Georg Büchner había escrito la obra muchos años antes (1837) y nunca alcanzó a verla representada, pero resultó providencial exhumarla en aquella primavera. Porque Berg decidió convertirla en una ópera fundamental del siglo XX. Y porque la fecha misma, el origen de la I Guerra Mundial, incorporaba el pavoroso sentido premonitorio que le había concedido el malogrado Büchner.
Es la razón por la que William Kentridge ha ubicado su propia versión de Wozzeck en el contexto de la Gran Guerra. Y el motivo que explica el desgarro expresionista del montaje, un ejercicio de "ecumenismo" dramatúrgico -títeres, animación, proyecciones, coreografía, teatro puro, magia- que redunda en la ferocidad de la música y de la palabra, exponiendo al espectador a la claustrofobia de una experiencia implacable.
Se diría incluso que el poder del arte en su connotación estética o en su aspiración conceptual consigue estimular recovecos de la sensibilidad y de la estupefacción como ya no pueden hacerlo donde los hechos, las imágenes, los documentos.
La sobrexposición a la historia nos ha engendrado un sistema de anticuerpos. Y la rutina con que asistimos a los avatares "reales" de la I Guerra Mundial -o del Holocausto, o del conflicto sirio- establece una distancia emocional, defensiva, que arriesga a degenerar en el sinsentido de la frivolidad o en amnesia.
William Kentridge, realizador sudafricano, artista plástico, performer, nos sustrae de toda confortabilidad. Y nos conduce a bordo del tren de terror. No abusa de la sangre ni del sensacionalismo, pero extrapola al lenguaje teatral y audiovisual el dolor, el caos y los regates grotescos que se alojan en la obra mayúscula de Alban Berg.
El arte conmueve, conmociona mucho más de cuanto lo haría un documental explícito. Y Kentridge recrea una atmósfera de pintura negra y de akelarre, no ya entroncando alevosamente con la estética expresionista de entreguerras, sino componiendo un gran collage en movimiento, una película de animación dolorosa en la que terminan sumergidos los protagonistas, como los cadáveres de los caídos en una ciénaga.
Transcurre la escena en la escombrera de un bombardeo. Y se desenvuelven los personajes con un movimiento cómico-espectral. No se olvida Kentridge de las intenciones de Berg ni de Büchner en la alegoría intemporal del opresor y del oprimido, en el primitivismo de las relaciones humanas, ni en el prosaísmo de la burocracia desquiciada, pero el contexto de la I Guerra Mundial extrema la percusión de las emociones, abruma al espectador en su asiento de 450 euros.
Sería el motivo por el que se retrasaron los aplausos en el desenlace del acontecimiento. Producía rubor manifestarse, aunque la aparición de Kentridge precipitó los clamores en una suerte de ritual liberatorio. De la angustia a la euforia, los espectadores recuperábamos nuestras vidas. Y nos ocultábamos el programa de mano. Donde ya bastante nos había impresionado esa imagen de Alban Berg vestido de militar. Dispuesto a combatir en la I Guerra Mundial, aunque luego resignado a un papel de oficinista. O de espectador vienés en el estreno visionario de Woyzeck.
Impresiona la actualidad y la vigencia de la música en toda su intención vanguardista y desgarradora. Lo demostró la lectura escrupulosa de Vladimir Jurowski en comunión con los filarmónicos vieneses. Una versión camerísitica y en cierto sentido contenida. Le faltó cierta densidad, como le faltó a la voz de Matthias Goerne mayor corpulencia. Sí la tuvo el timbre penetrante de Asmik Grigorian en el papel de Marie, pero la complejidad del personaje quedó bastante desdibujada en el brutal fresco escénico que había creado Kentrige a semejanza de una cámara del terror, de un Guernica, o de un pavoroso cenagal del subconsciente europeo.
Babelia
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