Una ‘Salome’ descafeinada y descolorida enfría Aix-en-Provence
Una elección errada de la cantante protagonista y una dirección desenfocada de Andrea Breth lastran el primer gran estreno operístico del festival provenzal
Mélisande, Salome, Elektra o la monologuista sin nombre de Erwartung, de Arnold Schönberg, fueron, en el arranque mismo del siglo XX, algunas de las hijas putativas de Isolde, la obra que abrió el camino a mujeres que asumen por fin un protagonismo indubitado y son personajes con una entidad y con perfiles propios, inequívocos, independientes de sus contrapartes masculinas. Salome y Elektra son, quizá, las secuelas naturales de Tristan und Isolde, si bien el tema de ambas, escabroso y mucho más físico que metafísico, animó a Strauss a tomar unos derroteros tan transgresores que nunca más volvería a aventurarse por esta senda cuasiexpresionista, sino más bien a remansarse en una estética y un lenguaje mucho más complacientes y acordes con su innato talante burgués. En su Filosofía de la música moderna, Theodor Adorno se refirió a Erwartung —y es una definición para enmarcar— como “el registro sismográfico de un shock traumático” y, escuchada la obra de Schönberg, que confesó haberse propuesto “representar a cámara lenta todo lo que sucede durante un único segundo de máxima agitación espiritual, estirándolo hasta media hora”, parece difícil no mostrarse de acuerdo con ambos. Su protagonista, como habían hecho anteriormente Isolde y Salome, canta —o declama, o exclama— un largo soliloquio con la sola compañía —real o imaginada— de su amado muerto, pero el discurso ideado por Marie Pappenheim, de raigambre freudiana, es entrecortado, confuso e inconsciente, anticipando así el monólogo interior que consagraría la novela del siglo XX.
Salome, sin necesidad de filtro amoroso, es presa de un amor irracional y desbocado por el profeta Jokanaan, encerrado en una cisterna por su padrastro, Herodes, por haber denunciado a su incestuosa madre, Herodias. En la famosa escena en que ambos están frente a frente, Salome lo ensalza para, tras ser rechazada, denostarlo: “Estoy enamorada de tu cuerpo, Jokanaan. Tu cuerpo es blanco como los lirios de un campo que no conoció la hoz. Tu cuerpo es blanco como la nieve de las montañas de Judea. Las rosas del jardín de la Reina de Arabia no son tan blancas como tu cuerpo”. Y al poco: “Tu cuerpo es espantoso como el cuerpo de un leproso. Es como un muro pintado donde han reptado víboras y los escorpiones han hecho su nido”. El proceso, muy ben consonancia con los postulados estéticos de Oscar Wilde, se repite tal cual con los cabellos del profeta: “De tus cabellos estoy enamorada, Jokanaan. Tus cabellos son como uvas. Como racimos de uvas negras en los viñedos de Edom. Tus cabellos son como los grandes cedros del Líbano que dan sombra a leones y ladrones. Las largas noches negras, cuando la luna se oculta y las estrellas están temerosas, no son tan negras como tus cabellos”. Y, tras ser nuevamente imprecada: “Tus cabellos son horribles. Están llenos de polvo e inmundicia. Son como una corona de espinas sobre tu cabeza. Son como un nudo de serpientes enroscadas alrededor de tu cuello”. Por fin, y ello nos prepara para la gloriosa última escena de la ópera, la boca: “Es tu boca lo que deseo, Jokanaan. Tu boca es como una cinta escarlata sobre una torre de marfil. Es como una granada cortada con un cuchillo de plata. Las flores de granado en los jardines de Tiro, que son más ardientes que las rosas, no son tan rojas. Las rojas fanfarrias de trompetas que anuncian la llegada de reyes y amedrentan al enemigo no son tan rojas como tu boca roja. [...] Nada hay en el mundo tan rojo como tu boca”. Narraboth, enamorado de la princesa, incapaz de soportar lo que oye y ve, se clava un puñal y su cuerpo exangüe cae entre Salome y Jokanaan. El suelo se tiñe de rojo con su sangre.
Salome plantea, por tanto, un tema nuevo con relación a Tristan und Isolde: ella quiere poseer a Jokanaan, pero ve frustrado su deseo. Por eso, incluso ante su cabeza muerta, se dirige a él como si estuviera vivo, rebelándose a aceptar la evidencia de que no podrá hacerlo suyo carnalmente. Es solo muy avanzado el monólogo cuando le dice: “Yo sigo viva, pero tú estás muerto, y tu cabeza, tu cabeza me pertenece”. Salome paga su perversión necrofílica con la muerte: “¡Matad a esa mujer!”, ordena Herodes a sus soldados al final mismo de la ópera, y Strauss acompaña todo este complejo muestrario psicológico, todo este amplio catálogo de patologías, que en el caso de su protagonista van de la perversión (o neurosis) a la psicosis (o locura), con su infalible talento teatral, recurriendo a la técnica de los Leitmotive aprendida de Wagner y dejando que la orquesta —que desempeña un papel crucial a lo largo de toda la ópera— toque de manera retrospectiva la música asociada previamente con la protagonista. No en vano el propio Strauss definió su ópera como “un scherzo con una conclusión fatal”.
Pierre Audi, el director del Festival de Aix-en-Provence, ha confiado la dirección de Salome a una figura histórica del teatro alemán, Andrea Breth, que jamás ha ocultado sus propios trastornos psicológicos, sus profundas depresiones, sus ingresos hospitalarios apartada del mundo o sus recurrentes pensamientos suicidas. Es un bagaje completo para comprender el comportamiento de la princesa, una adolescente seductora, caprichosa y obsesiva que logra invertir las tornas de una tradición operística secular y ser por fin ella, una mujer, quien trate a un hombre como un mero objeto de deseo, y no viceversa. La sexualidad y la capacidad de amar de Salome han entrado en erupción y, como afirma la propia Breth, ello le impide comportarse de manera razonable o sensata.
Sin embargo, su montaje es pródigo en incongruencias, algunas demasiado ostensibles, como la cercanía física entre Salome y Jokanaan durante su extenso diálogo o confrontación inicial, lo cual choca de lleno con lo que afirma ella en su monólogo final: “Bien, has visto a tu Dios, Jokanaan, pero a mí, a mí, a mí nunca me has visto. Si me hubieras visto, ¡me habrías amado!”. Breth parece retratar el amor romántico inicial de Narraboth por Salome y el del paje por el capitán de la guardia con un tableau vivant del cuadro Dos hombres contemplando la luna, de Caspar David Friedrich. Ambos aparecen enmarcados en un pequeño rectángulo en un extremo del escenario que va desplazándose lentamente de izquierda a derecha. A partir de ahí, otra luna, mucho más grande, impositiva casi, parece moverse y adquirir vida propia, guiando las acciones de los personajes, en el escenario principal, un suelo negro e irregular en el que se abre la cisterna donde está encerrado Jokanaan.
Las escenas de palacio quedan circunscritas a un comedor angosto, sin apenas fondo, pegado al proscenio, en otro tableau vivant que se diría una recreación de la Última Cena (hay doce personajes vivos, trece si contamos el cadáver de Narraboth, que se ha suicidado poco antes –en un espacio diferente: imposible saber cómo ha llegado hasta allí– y que está tendido bajo la mesa), si bien la muerte inminente que se anuncia aquí como una premonición es la de Jokanaan, cuya cabeza asoma por un agujero de la propia mesa. La escena del encendido debate teológico de los cinco judíos es el momento mejor planteado y más convincentemente escenificado por Andrea Breth, que impone, sin embargo, a Herodias tanto ahora como en la posterior reaparición de esta escenografía (con la mesa ahora desvencijada y las sillas tiradas por el suelo) multitud de poses y movimientos innecesarios, cuando no grotescos. En la Danza de los Siete Velos, mucho más onírica que real, vemos a hasta cuatro bailarinas diferentes como sosias de Salome: una se agarra a los pies de un Narraboth resucitado, otra abraza al Primer Nazareno (que poco antes había estado besándose con su madre), otra es trasladada en lo alto cual cadáver por los judíos y una cuarta, tras intentar ser ahogada por Jokanaan (remedando lo que ya había sucedido en la realidad durante la larga escena de ambos) acaba estrangulándose a sí misma.
Para la escena final, Breth se vale de otro espacio angosto, de nuevo sin apenas fondo, quizás parte de la cisterna o baño subterráneo de azulejos blancos que acogía al profeta, cuya cabeza cortada se encuentra en el interior de un barreño sucio y manchado de sangre (nada de bandeja de plata, por supuesto). Allí, a solas y sin trabas por fin con su objeto de deseo, o con parte de él, Salome se lanza a su monólogo enloquecido hasta que, ya muy avanzado su monólogo, hunde su cabeza en el barreño y besa la ansiada boca de Jokanaan. Tampoco vemos ejecutarse enonces la orden de Herodes (invisible y agapazado en la oscuridad circundante, como Herodias), sino que, antes de que baje el telón, Salome se acurruca en un rincón detrás del barreño, aguardando quizás a que la atraviese la espada.
Ha sorprendido a propios y extraños la elección de Elsa Dreisig para encarnar a la protagonista de la ópera de Strauss. La joven soprano franco-danesa tiene el físico y la edad perfectos para el papel, pero no la voz. En Salzburgo deslumbró a todos en el festival demediado de 2020 encarnando a una sobresaliente Fiordiligi y hace tres meses meses fue aplaudidísima, con todo merecimiento, en la Staatsoper de Berlín en el doble papel de la Condesa en Le nozze di Figaro y Donna Elvira en Don Giovanni, este último estrenado entonces. Es imposible que una soprano lírica como ella, por rebosante que sea su talento, y el suyo lo es, pueda encarnar de manera vocalmente satisfactoria a estos personajes mozartianos y a la princesa imaginada por Oscar Wilde y convertida en personaje operístico por Richard Strauss.
Como técnica e inteligencia no le faltan, Dreisig adecua admirablemente el personaje a su voz, que no viceversa. Aunque no hay frase que no cante con musicalidad y con intención, desde el principio queda claro que está fuera de lugar, lejos de su zona de confort, y que este no es —al menos de momento— su territorio. Gran actriz, la dirección de Andrea Breth tampoco le favorece y teatralmente su Salome, excesivamente contenida y complaciente, se queda también a medio camino. Ojalá que esta arriesgada incursión en territorio hostil no le pase factura, porque Dreisig es, sin duda, una de las mejores sopranos de su generación.
Tan solo con la tardía aparición en escena de Herodias y Herodes la ópera cobra por fin auténtico vuelo dramático. Angela Denoke (gran intérprete ella misma de Salome en el pasado), aun lejos de su esplendor vocal, y, sobre todo, John Daszak sí que poseen voces adecuadas para sus respectivos papeles. La soprano alemana se lleva la peor parte en el aspecto teatral, ya que Breth la obliga a realizar a menudo poses y movimientos innecesarios, o abiertamente ridículos, tanto en la escena de los judíos como en la que comparte con su marido y su hija previa a la Danza de los Siete Velos. El tenor británico, al que hemos admirado en el Teatro Real en papeles exigentísimos en Bomarzo de Ginastera y Death in Venice de Britten, es quien mejor logra elevarse por encima de las adversidades, componiendo un Herodes blando (ante su hijastra) y autoritario (con todos los demás), a la par que abiertamente repulsivo en su lascivia.
El Narraboth de Joel Prieto y el Jokanaan de Gábor Bretz se quedan también a medio camino por falta de empaque vocal. Y, desde el foso, Ingo Metzmacher ofrece una lectura más impresionista que expresionista, más atenta a los colores que a la intensidad, sobre todo cuando está pendiente de mimar y no tapar la voz de su protagonista, lo que en más de un caso consigue solo a medias por pura imposibilidad física. Aunque la Orquesta de París no es la más straussiana de las formaciones, es seguro que puede expresarse con mayor contundencia, como acababa de demostrar el día anterior en el estadio de Vitrolles. El gran mérito de Metzmacher, que es un gran músico y un consumado especialista en el repertorio moderno, es conseguir que la inmensa orquesta straussiana suene con una transparencia inusitada: “Hasta oír Salome, [Paul Dukas] pensaba que sabía de orquestación, pero luego se dio cuenta claramente de que no era así”, escribe Romain Rolland, que también da cuenta de cómo Maurice Ravel “quedó impresionado por la riqueza inigualada de los ritmos y de la orquestación”. Fue quizás en la Danza de los Siete Velos, magníficamente concebida y traducida por Metzmacher, liberado en estos compases de cualquier preocupación relacionada con los cantantes, donde orquesta y director dieron lo mejor de sí.
Aunque el contraste entre un escenario principal nocturno y otro interior acotado, opresivo, poblado de traumas, deseos insatisfechos, patologías varias y bañado por una luz mortecina y cenicienta, es una idea que podría haber producido buenos resultados, el conjunto no funciona, fundamentalmente debido al lastre —una carga muy pesada— de una protagonista vocalmente inadecuada y a una dirección de actores desvaída, algo sorprendente en una experimentadísima directora teatral como lo es Andrea Breth.
Tras la sacudida de conciencias del día anterior con el espectáculo ideado por Romeo Castellucci a partir de la Segunda Sinfonía de Mahler, esta Salome (también admiradísima por Berg, Webern y Schönberg, que incluyó cuatro compases de la partitura como ejemplo de “tonalidad expandida” en su libro Funciones estructurales de la armonía y dos ejemplos más de “melodías vocales progresivas” en sus Fundamentos de composición musical) podría haber ejercido de complemento ideal, pero lo ha hecho únicamente sobre el papel, porque la calurosa Aix-en-Provence de estos días se enfrió irremediablemente durante la representación de un espectáculo con destellos aislados de calidad, pero desprovisto de emociones fuertes y fallido en su conjunto.
Babelia
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