Que 50 años son muchos
El paso del tiempo ha corrido tristemente en contra por lo que hace a la sustancia musical y dramática de la obra
BOMARZO
Música de Alberto Ginastera. John Daszak, Hilary Summers, Milijana Nikolic y Nicola Beller Carbone, entre otros.
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Dirección musical: David Afkham. Dirección de escena: Pierre Audi.
Teatro Real, hasta el 7 de mayo.
La llegada de Bomarzo al Teatro Real medio siglo después de su estreno tiene todos los visos de ser un acto de justicia histórica. En Madrid sí se tocó, en 1964, la Sinfonía de 'Don Rodrigo', un encargo a partir de la primera ópera de Ginastera realizado por el Instituto de Cultura Hispánica. Y el año siguiente, en el festival de la Sociedad Internacional para la Música Contemporánea, celebrado en Madrid, se interpretaría también la cantata Bomarzo, precedente natural en casi todo de la ópera posterior, que ha permanecido, en cambio, silenciada entre nosotros hasta ahora.
En los años sesenta del siglo pasado no era fácil componer óperas llamadas a perpetuar la gloria del género y muy pocos −con Britten, Birtwistle y Henze, tres espíritus libres, a la cabeza− dieron en el clavo. Ginastera hubo de cargar en Bomarzo con el lastre de un libreto fallido de Manuel Mujica Lainez a partir de su propia novela. Todo lo que en esta era fantasía, erudición, barroquismo, desmesura si se quiere, se vuelve en aquel extrañamente raquítico, esquemático, insustancial, artificioso. Sorprende encontrarse, por ejemplo, con esos bloques de rígidos endecasílabos o de heptasílabos romanceados envueltos en una música que no sabe muy bien qué hacer con ellos, luchando sin éxito por verterlos con un lenguaje vocal dramático y eficaz. A pesar de la sobredosis de glissandi y la reiteración de clusters, en lo instrumental sí encontramos aquí y allá fogonazos de genio. En las partes cantadas, sin embargo, una suerte de vago y perenne recitativo, es difícil recordar algún momento memorable, excepción hecha de la canción del niño pastor (situado en el foso, como el coro) que −al igual que sucedía con los monólogos del capitán Vere en la reciente Billy Budd− acordona la ópera en su inicio y en su conclusión. Pero aquí Ginastera se vale nota por nota del Lamento di Tristano, una melodía anónima italiana del siglo XIV. Tampoco cabía esperar milagros de un libretista novato y un operista aún inexperto, “fuertemente subvencionado con dinero de Rockefeller”, como malició el ingenioso Virgil Thomson en una de sus crónicas, y que se valió de la lejana e inimitable Wozzeck como su referente más cercano.
Los boquetes dramatúrgicos de Bomarzo podrían disimularse con una puesta en escena vívida e imaginativa, que nos permita sumergirnos en las reminiscencias teñidas de pesadillas del protagonista, pero Pierre Audi ha optado, en cambio, por huir de todos los asideros visuales y abrazar el esquematismo y la abstracción, ya anunciados en esa inmensa y desnuda caja negra que acoge en su inicio al protagonista, presagio de una propuesta huera que llama la atención por su alarmante pobreza de ideas, ya desde el preludio instrumental, que Ginastera ubica en las catacumbas de la orquesta (contrabajos, bombo, trombones, contrafagot) y que se toca en gran parte a telón bajado. El desolado paisaje lunar que alterna con esas paredes desnudas carece también por completo de referencias barrocas y los personajes deambulan por él como zombis. Apoyadas en el uso frecuente de unos vídeos pedestres y amusicales de Jon Rafman, las escenas van sucediéndose sin más ilación que la presencia reiterada en el escenario de las siete edades de Pier Francesco Orsini, desde su infancia a su vejez, y de tubos de luz fluorescente que, aislados o formando figuras geométricas, van y vienen sin ton ni son. La secuencia de analepsis que integran la ópera apenas da lugar a elementos diferenciadores, lo que acentúa aún más la estructura desgalichada del libreto, sin perfiles ni recorridos psicológicos de interés. El vestuario ecléctico e incongruente (¡pobre Thomas Oliemans, mudado de momia en sin techo como el astrólogo Silvio de Nardi de uno a otro acto!), la pobreza escenográfica y, sobre todo, esos fugaces movimientos espasmódicos de los bailarines presentes en ambos actos recordaron a algunas señas de identidad tristemente habituales en este teatro en tiempos recientes.
En lo que respecta a la pura ejecución musical, en cambio, solo caben los parabienes, desde la meticulosa y concienzuda dirección de David Afkham hasta la prestación del reparto de cantantes al completo, todos con las cualidades vocales idóneas para sus episódicos papeles. El alemán, a pesar de su inexperiencia en el foso, concierta con enorme autoridad y logra disimular incluso las muchas costuras de la partitura; la respuesta de la orquesta es, una vez más, soberbia y asombra la naturalidad con la que ha logrado metamorfosearse en la exigentísima secuencia Britten-Handel-Ginastera. Entre los cantantes hay que destacar, claro, a John Daszak, omnipresente en el escenario de principio a fin y que ha hecho un ingente esfuerzo de memorización de una música nada fácil, incomodísima de cantar, y en un idioma que no es el suyo, pero que logra hacer perfectamente entendible (más que muchos nativos). Fue un Aschenbach modélico en Death in Venice y, aun desamparado teatralmente, logra ser un Pier Francesco Orsini muy superior en lo vocal a cualquiera de sus antecesores en este virtual monodrama. La comparación, partitura en mano, entre lo que aquí se oye y el galimatías musical del estreno en Washington en 1967 arroja un balance infinitamente favorable hacia la modélica traducción madrileña.
Pero si el paso del tiempo ha sido más que benéfico en el aspecto interpretativo, ha corrido tristemente en contra por lo que hace a la sustancia musical y dramática de la obra. La realidad, esta vez, desmiente al tango: medio siglo es −ha sido− mucho tiempo y Bomarzo nos ha llegado tarde, prematuramente avejentada y, superados los avatares políticos que la auparon en Estados Unidos y la aplastaron en Argentina, un tanto desvalida.
Babelia
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