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crítica | clásica
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Un poeta loco y una ciudad enferma

El Festival de Aix-en-Provence ofrece grandes producciones de ‘Jakob Lenz’ y ‘Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny’

Sus compañeros llevan en alto el cadáver de Jimmy Mahoney en el tercer acto de 'Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny'.
Luis Gago

Quizá la apuesta no haya dado los mejores resultados en la taquilla, pero la muy arriesgada programación planteada por Pierre Audi en su primer año como director artístico del Festival de Aix-en-Provence sí que ha producido unos extraordinarios réditos artísticos. La emocionante y casi metafísica escenificación del Réquiem de Mozart por parte de Romeo Castellucci y la fetichista y un tanto antioperística Tosca propuesta por Christophe Honoré (más pendiente de su propio ombligo que de conectar con el público) han dado paso a dos aciertos rotundos: una intensa y desasosegante puesta en escena de Jakob Lenz, de Wolfgang Rihm, y una reivindicación en toda regla de Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny, de Kurt Weill, como la gran ópera que sin duda es, representada por fin con las proporciones perfectas de fidelidad e imaginación y con una prestación musical sobresaliente, de una calidad también inédita hasta ahora. La apuesta por la creación contemporánea, habitual en los últimos años en Aix, ha tenido un fruto, sin embargo, más que intrascendente en el estreno mundial de Les Mille endormis, de Adam Maor.

Tras la falta de foco y la constante dispersión que dejaron reducida casi a la nada la descarga emocional que debería ser indisociable de cualquier buena puesta en escena de Tosca, con Jakob Lenz asistimos justamente a la experiencia contraria. Andrea Breth nos sumerge desde el primer compás en la mente perturbada del poeta Jakob Lenz y en ella seguiremos acongojados su angustia y el desgarro provocado por su sinrazón hasta que exclama, repetida y paradójicamente al final de la ópera, la palabra “konsequent” (lógico). El compositor Wolfgang Rihm y su libretista Michael Fröhling parten del material literario brindado por el relato Lenz, de Georg Büchner, que quedó incompleto tras su muerte en 1837 (con tan solo veintitrés años) y que parte de un episodio real: el viaje, aconsejado por su amigo Christof Kaufmann, a la localidad montañosa de Waldbach, en los Vosgos, para que Lenz fuera curado de sus trastornos por el pastor protestante Johann Friedrich Oberlin, cuyas notas tomadas durante la estancia de Lenz en su casa fueron la principal inspiración del escritor. El estilo de Büchner es conciso y de una sorprendente modernidad: no en vano su apellido da nombre al mayor premio literario en lengua alemana. Es generoso en repeticiones, elipsis, coloquialismos e insólitas imágenes poéticas, algo que nos resulta familiar por su Woyzeck, influida su vez por Die Soldaten del propio Lenz, fuentes literarias ambas del Wozzeck de Alban Berg y de Die Soldaten de Bernd Alois Zimmermann. Jakob Lenz es el tercer vértice de un triángulo perfecto de sufrimiento, neurosis y desesperanza.

Georg Nigl (Lenz), de espaldas, atendido por John Daszak (Kaufmann) y Wolfgang Bankl (Oberlin) en la última escena de 'Jakob Lenz'.

Compuesta tan solo 26 años y unos medios exiguos (tres solistas, un pequeño coro de seis voces, cuatro niños y un sorprendente grupo instrumental de tan solo once instrumentistas: dos oboes, clarinete, fagot, trompeta, trombón, percusión, clave y tres violonchelos), Rihm plantea una ópera radical, comprimida, esencializada al máximo, trasunto en todo momento de la mente escindida del protagonista. Es imposible hacer justicia con palabras a la recreación que hace del escritor el barítono austríaco Georg Nigl, un Lenz sufriente, desmadejado, que oye voces misteriosas que le hablan, que cree ver y oír a su amada, que –pensándola muerta– intenta devolverla a la vida, que acaba restregándose por el cuerpo sus propias heces. Con la espontaneidad con que se movió en medio de una tesitura inclemente de dos octavas y media, y diversas variedades de Sprechgesang, unida a una actuación escénica portentosa, Nigl dejó a todos sumidos en el desasosiego porque el final de la obra, cuando Kaufmann y Oberlin deciden atar los pies de su amigo y dejarlo inmovilizado sobre una cama con una camisa de fuerza, no deja un solo resquicio al optimismo. Lo que hace Nigl con su voz –pequeña, pero de hermoso timbre y un falsete de ensueño–, su cuerpo y su rostro debe contarse entre las mejores encarnaciones de un personaje que se han visto sobre un escenario operístico en los últimos años.

El bajo Wolfgang Bankl, que sustituía in extremis al indispuesto James Platt como Oberlin, y el tenor John Daszak (bien conocido en Madrid por sus intervenciones en Death in Venice y Bomarzo en el Teatro Real) como Kaufmann cumplen sobradamente como fracasados sanadores del enfermo, aunque el otro gran milagro llega del pequeño grupo de dos sopranos, dos contraltos y dos bajos que dan vida a las misteriosas “voces” que escucha la mente trastornada de Lenz y, sobre todo, de los instrumentistas del Ensemble Modern, dirigidos con un dominio, un conocimiento y una autoridad deslumbrantes por Ingo Metzmacher, un especialista en estos repertorios y un director igualmente extraordinario de Wozzeck y Die Soldaten. Sabe resaltar los elementos clásicos de la partitura, que los hay (una sarabande, un Ländler, un "cuasicoral"), al tiempo que realza su irrenunciable modernidad.

Con muy pocos elementos de atrezo, en un escenario grisáceo, lóbrego, con presencia casi constante de esa agua en la que no deja de sumergirse Lenz en busca de refugio y de unas rocas negras como trasunto de la montaña (esencial en la transformación de la octava escena), Andrea Breth, una gran drama del teatro alemán, hacía con este portentoso Jakob Lenz su presentación en los escenarios franceses. En la décima escena convierte al desdichado poeta en un moderno Cristo camino del Calvario, haciéndole cargar con la cruz de sus padecimientos que, una vez concluido el espectáculo, han pasado a ser también los nuestros.

Un grupo de hombres recién llegados a Mahagonny en el primer acto de la ópera.

Con Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny, Bertolt Brecht y Kurt Weill construyeron una perfecta antiutopía, destinada a remover conciencias, que fue estrenada en Leipzig en 1930 en medio de un gran escándalo, promovido en gran medida por los camisas pardas del Partido Nacionalsocialista: Kurt Weill y Lotte Lenya tuvieron que abrirse camino hasta el teatro entre sus gritos y los carteles que les denigraban. La ópera es, por supuesto, una hija de la República de Weimar, de la inconcebible inflación de aquellos años, del irrepetible frenesí berlinés, de las falsas promesas nazis de la construcción de un nuevo imperio. Por eso aquí no hay protagonistas individuales: “La ciudad misma es el principal personaje de la obra”, escribió Weill. Incluso sus canciones (algunas famosísimas, como la Alabama Song, que hicieron luego suyas The Doors y David Bowie, entre muchos otros) “son una expresión de las masas, aun cuando sean interpretadas por un individuo como el portavoz de la masa”.

Cuando, a poco de comenzada la representación, apareció un joven cámara en mano, no pocos debieron de sufrir un estremecimiento al recordar la sobredosis de vídeos filmados en directo sobre el escenario dos días antes en Tosca. Sin embargo, los temores demostraron ser infundados, ya que todo lo que se ve proyectado en la pantalla suma, y jamás resta, ayuda, y nunca entorpece, a la acción principal. El director belga demuestra comprender la obra desde la primera escena, cuando irrumpen en un escenario casi desnudo los tres fundadores de Mahagonny, tres delincuentes desalmados dispuestos a hacer de la necesidad virtud (la avería del camión en el que huyen de la policía) y fundar allí mismo un nuevo asentamiento humano para atrapar literalmente a cuantos recalen en ella. Una ciudad nueva en medio de la nada, como esa “ciudad plantada en el desierto, rodeada de vertederos y escombreras”, que es como describe María Zambrano al Madrid galdosiano en Senderos. Y, en este caso, una ciudad fallida por caer presa de los peores vicios burgueses. Los  cantantes elegidos para los papeles de la viuda Begbick (Karita Mattila), Fatty (Alan Oke) y Moses (Willard White) se encuentran ya lejos de su esplendor vocal, pero son elecciones perfectas, porque hacen a los tres canallas perfectamente creíbles con su actuación y, en Mahagonny, qué se canta tiene probablemente mucha más relevancia que cómo se canta. Y no hay mejor manera de corroborarlo que escuchar a Lotte Lenya para darse cuenta de la escasa importancia que tenía para Weill un timbre vocal hermoso o en el culmen de su belleza. Por otro lado, tanto él como Brecht pensaban que una ópera épica como esta debía ser antipsicológica: aquí lo importante es el mensaje, no el medio o su transmisor.

Con muy pocos elementos (y las filmaciones en directo contribuyen en gran medida a los excelentes resultados), Ivo van Hove moldea un escenario en metamorfosis casi permanente para ubicar cada una de las diferentes escenas independientes (un alegato antiwagneriano) en su contexto adecuado. Las soluciones del director belga para el tifón del primer acto, la manera de plasmar la secuencia gula-sexo-boxeo-alcohol que sustenta el segundo, o la despedida de Jimmy y Jenny (con el dúo de las grullas que Weill compuso en el último momento a instancias del director del teatro de Leipzig en que se estrenó la ópera) y todo cuanto acontece tras la muerte de Jimmy en el tercero son, una vez tras otra, brillantes ocurrencias fieles al espíritu combativo de la obra, llamada a “tener un impacto más allá de su propia época”, como ya afirmó Weill del Mahagonny original de 1927 para Baden-Baden, precursor y trampolín de la ópera posterior.

Nikolai Schukoff (Jimmy) y Annette Dasch (Jenny) antes de su primer encuentro íntimo. A la izquierda, de negro, Karita Mattila como la viuda Begbick.

Ivo van Hove ha sabido también sacar el máximo rendimiento actoral no sólo de los tres cantantes ya citados, sino de todo el reparto, encabezado por el tenor Nikolai Schukoff y la soprano Annette Dasch. El primero es un Jimmy al que vemos transformarse notoriamente desde su tímida aparición inicial (en ese prodigio del Verfremdung brechtiano que es su primer encuentro sexual con Jenny) hasta su ejecución final, tras la cual su cadáver es izado en alto por los habitantes de la fracasada Mahagonny. Cuesta creer que Dasch no sea la puta desinhibida y desalmada que llega con sus compañeras de oficio a la ciudad recién fundada en busca de dinero y clientes fáciles. Canta siempre en estilo, sin recrearse en la belleza de su timbre, sino buscando en todo momento dar credibilidad a su personaje: verla hacer tan bien de chica mala ha sido una agradabilísima sorpresa. Del resto del cohesionadísimo reparto, es imprescindible citar el buen hacer y la excelente voz del holandés Thomas Oliemans (presente también en su día en Madrid en los repartos de Bomarzo y Billy Budd).

Como en Jakob Lenz, también fue el responsable de que, desde el foso, la música se hermanara a la perfección con la escena, un artífice esencial para que pudiera alcanzarse el extraordinario éxito cosechado en el estreno de esta nueva producción en el Gran Teatro de Provenza. Es difícil resistirse a afirmar que nunca ha debido de dirigirse mejor Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny de como lo hizo Esa-Pekka Salonen el sábado en Aix-en-Provence al frente de la Orquesta Philharmonia. Con un incisivo sentido del ritmo, perfilando con mimo la inmensa riqueza tímbrica de la partitura, haciéndola bascular con naturalidad entre su herencia clásica (los corales, el fugato que describe el tifón, los pasajes escritos en un sencillo contrapunto a dos voces, la impronta bachiana de algunos coros) y sus constantes dejos populares y jazzísticos, el director finlandés deja arrumbadas las anteriores aproximaciones orquestales a esta obra, que él sitúa en otra dimensión de intensidad (¡qué coro final!) y poliestilismo. Weill, a veces tan denostado, necesita de traductores convencidos: Salonen lo es y ha logrado convencer a todos. Fue, en suma, una de esas pocas veladas operísticas en las que todo funciona, todo encaja, nada desentona. Se trata de una coproducción con diversos teatros (Metropolitan de Nueva York, Flandes, Ámsterdam, Luxemburgo), de modo que quien quiera ver representados, de verdad, y con mayúsculas, tanto el Ascenso como la Caída de la ciudad de Mahagonny, no debería perdérselo, porque alegrías tan rotundas como esta son habas contadas en los teatros de ópera.

El primer ministro de Israel (Tomasz Kumięga) rompe airado un periódico en una escena de 'Les mille endormis'.

Se aplaudió mucho más de lo que merecía, sobre todo teniendo en cuenta de dónde veníamos (Jakob Lenz) y adónde nos encaminábamos (Mahagonny) la ópera Les mille endormis del compositor israelí Adam Maor, hay que suponer que un autohomenaje del libanés Pierre Audi a la zona del mundo que lo vio nacer. La obra, estrenada en el teatro del Jeau de Paume, tiene numerosos defectos, pero el principal es quizá que no se sabe bien lo que es, ya que mezcla con poca fortuna elementos cómicos y trágicos, realidad y fantasía, algún destello interesante y mucha convencionalidad. Lo peor es que los recursos musicales del compositor parecen agotados al poco de comenzar la obra, al contrario, por ejemplo, de lo que sucede en Jakob Lenz, tan radical ahora como en 1978, y plagada de soluciones diferentes a los infinitos desafíos que ha planteado siempre, y sigue planteando, la composición de una ópera. El libreto (en hebreo) es pobre, la puesta en escena del propio libretista (Yonatan Levy) es torpe y la interpretación musical tampoco voló a gran altura, ni en el reducido grupo orquestal (ocho instrumentistas) comandado por la directora Elena Schwarz ni en los cuatro solistas vocales. Como sucedió el año pasado con la igualmente fallida Seven Stones, el intento de enriquecer el repertorio con estos encargos a compositores jóvenes y a proyectos vagamente vanguardistas es muy loable, pero así como las óperas de Wolfgang Rihm y Kurt Weill siguen siendo hoy tan disfrutables y pertinentes como el día en que se estrenaron, Les mille endormis parece nacida tristemente con la fecha de caducidad impresa sobre la partitura.

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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.

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