El ‘efecto Marion Cotillard’ galvaniza al Teatro Real
La presencia de la actriz francesa como Juana de Arco sirve de espoleta para los aplausos finales del público en el estreno de un espectáculo manifiestamente mejorable
Aunque ya no acapare portadas ni despierte angustias como antes, la guerra de Ucrania sigue tristemente viva. El ángel de fuego de Prokófiev remitía a ella de muchas maneras y por muchos motivos, del mismo modo que ahora es inevitable recordar que fue Ida Rubinstein, la bailarina nacida en Járkov, la segunda ciudad de Ucrania, quien encargó a Paul Claudel y Arthur Honegger esta Jeanne d’Arc au bûcher, que ella misma estrenó en 1938, en traducción alemana, en una iglesia de Basilea. Las primeras representaciones escénicas no llegaron hasta 1942 en Zúrich (de nuevo en alemán), mientras que la Ópera de París no la acogió en el idioma original hasta 1951. La que propone ahora el Teatro Real es una coproducción con la Ópera de Fráncfort, donde se dio a conocer en 2017. Su protagonista, que vivió también en una época de invasiones y disputas territoriales, nació en Domrémy, una de las localidades de Alsacia-Lorena que no pasó a manos de Prusia tras la derrota francesa en 1871. Cuando se produjo la invasión alemana en 1940, una Juana de Arco que empuñaba la cruz de Lorena se convirtió en Francia en el emblema de la Resistencia y la lucha contra los nazis y el régimen colaboracionista de Vichy: la historia se repetía, mutatis mutandis, cinco siglos después.
Pero ha habido otras apropiaciones, aparentemente incompatibles entre sí, de aquella muchacha virgen y aguerrida a quien los soldados llamaban Jeanne la Pucelle. El Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen, que llegó incluso a calificar a Juana de Arco de “mi hermana pequeña”, la tenía por su patrona e instituyó un gran desfile el 1 de mayo que pasa siempre junto a su estatua dorada en la Place des Pyramides de París, coincidiendo significativamente no solo con una jornada simbólica para el movimiento sindical, sino también con el primer día del mes en que su compatriota fue quemada en la hoguera en Ruan. En el santoral católico es conmemorada el 30 de mayo y Francia celebra desde 1920 la Fiesta Nacional de Juana de Arco y del Patriotismo el segundo domingo de mayo. “C’est le mai, mois de mai, c’est le joli mois de mai”, canta el coro infantil en la novena escena del oratorio.
Pero, en cuanto mujer fuerte y decidida a hacer oír su voz en un mundo de hombres, la heroína francesa ha sido asimismo un icono esgrimido históricamente por las sufragistas, mientras que, por su aspecto andrógino y su determinación de vestirse con ropas masculinas (si bien no con la intención de ocultar su verdadero sexo, bien conocido por todos), ha sido igualmente objeto de veneración por parte de los activistas del movimiento LGTBI: en 2010, una de las numerosas estatuas de Juana de Arco que hay repartidas por toda la geografía francesa, la de Lille, apareció recubierta de una tela rosa en lo que la prensa calificó de “un cambio de look queer”. La St. Joan’s International Alliance, que lucha por la igualdad de derechos de las mujeres desde un ideario abiertamente católico, toma asimismo su nombre de la santa francesa. Ideologías absolutamente incompatibles entre sí, por tanto, pugnan por esgrimirla como su estandarte.
Artísticamente, aparece representada en miniaturas de época o retratos imaginarios de los más grandes pintores, además de haber sido objeto de reinvenciones legendarias de sus gestas o incluso de parodias, como la de Voltaire, y protagonizar obras de teatro y películas que han recreado también su figura y sus hazañas. Entre estas últimas hay obras mayores del arte cinematográfico, como La Pasión de Juana de Arco, de Carl Theodor Dreyer, un prodigio sin palabras cuya proyección se vio acompañada hace unos años en el Teatro de la Zarzuela por música de la compositora Marisa Manchado; o El proceso de Juana de Arco, uno de los soberbios ejercicios de estilo de Robert Bresson, basado en los documentos históricos de su juicio, publicados ya entre 1841 y 1849 y admirablemente estudiados por Georges y Andrée Duby. Sus respectivas protagonistas, Renée Falconetti y Florence Carrez (el nombre artístico que decidió utilizar la futura escritora Florence Delay), son las Juanas de Arco por antonomasia del siglo XX, aunque eclipsadas en el imaginario popular por el rostro de Ingrid Bergman que filmó en tecnicolor Victor Fleming, por la irresistible androginia de Jean Seberg captada por la cámara de Otto Preminger y, entre los más modernos, por la Juana de Arco violenta y belicosa de Luc Besson protagonizada por su pareja de entonces, Milla Jovovich. Antes de todas ellas, Cecil B. de Mille había hecho quemar en 1916 a la soprano Geraldine Farrar en una pira desmesurada. Ha habido Juanas de Arco, por tanto, para todos los gustos, pero tan solo la potencia visual de Dreyer, que ya desde el título de su película establece un claro paralelismo entre las muertes de Cristo en la cruz y de Juana de Arco en la hoguera, y el ascetismo descarnado y esencial de Bresson (con erre) hacen probablemente justicia, evitando desfiguraciones y excentricidades, al personaje real que oía hablar a San Miguel en “el lenguaje de los ángeles” porque tenía “la voluntad de creer que lo era”.
La música también la ha hecho suya con frecuencia, como en la juvenil ópera de Verdi, en la que compuso Chaikovski a partir del drama de Schiller (La doncella de Orleans), en el romance dramatique de Liszt inspirado en un poema de Alexandre Dumas padre o en la música incidental de Gounod para el drama de Jules Barbier, que protagonizaría Sarah Bernhardt en 1890. Probablemente, sin embargo, el tratamiento musical más original sea este oratorio dramatique que compuso Arthur Honegger sobre un texto del muy prolífico (y no menos católico) Paul Claudel, que cuenta a su vez con su propia historia interpretativa en los teatros de todo el mundo. De entre sus numerosas puestas en escena, la más difundida es sin duda la de Roberto Rossellini, Giovanna d’Arco al rogo, de nuevo con Ingrid Bergman como protagonista, y que pudo verse en varias ciudades europeas: estrenada en 1953 el Teatro San Carlo de Nápoles, quedó inmortalizada en una versión filmada el año siguiente. No es Juana de Arco, por tanto, un personaje fosilizado o en blanco y negro que requiera de experimentos iniciáticos o actualizaciones novedosas, porque ya cuenta con una larga jurisprudencia de reencarnaciones más o menos fantasiosas, cuyo último y brillante capítulo es quizá la propuesta escénica del oratorio de Honegger del iconoclasta Romeo Castellucci, estrenada en la Ópera de Lyon en 2017 y que luego viajó a Bruselas y Perm, donde escribió sobre ella para EL PAIS Pablo L. Rodríguez.
Audrey Bonnet encarnó en ella a Juana de Arco y la imagen de la gran actriz francesa, completamente desnuda, empuñando una enorme espada, no es fácil de olvidar. Rehuía entonces el director italiano, como suele propugnar, la tentación de establecer paralelismos con la actualidad, declarando que “para ser contemporáneo es necesario ser inactual”. Los montajes de Àlex Ollé, en cambio, gustan de recrearse en referencias concretas a nuestro tiempo, como hizo en 2016 en el Teatro Real en su desenfocado montaje bangladesí de El holandés errante. En el credo y el modus operandi ya muy consolidados de La Fura dels Baus, lo visual prima sobre lo conceptual y el abigarramiento desplaza casi por completo al despojamiento. Admitiendo que no es fácil escenificar el oratorio de Claudel y Honegger, resulta difícil empatizar un solo momento con el sufrimiento de la futura santa. Hay demasiados elementos postizos (no solo los penes y las vaginas) y, sobre todo, innecesarios, amén del característico barroquismo high-tech (ese suelo de metacrilato sostenido por largos cables metálicos que acoge a los personajes celestiales), con esos toques de teatro callejero tan habituales en sus montajes.
Para completar la velada, y a modo de prólogo, se ha optado por interpretar La damoiselle élue, un juvenil poème lyrique de Claude Debussy compuesto a partir de la traducción francesa de un poema de Dante Gabriel Rossetti, que pintó a Juana de Arco en 1864 y 1882 en el más puro estilo prerrafaelita. Las concomitancias —estilísticas y argumentales— entre ambas obras, más allá de lo que pueda indicar el título, son escasas y quizás hubiera sido mucho mejor apostar por la “cantata sacra” La Danse des morts, la segunda colaboración entre Claudel y Honegger a partir de otro tema intrínsecamente medieval y cuyo estreno fue dirigido asimismo por Paul Sacher. Ollé sitúa a la doncella de Rossetti/Debussy en lo alto, mientras que la narradora acaricia abajo a una Marion Cotillard yacente en el centro del escenario. La capa dorada y la melena rubísima de la muchacha reaparecerán luego en la Virgen, Margarita y Catalina durante sus intervenciones postreras en el oratorio, pero por muchos puentes visuales que intenten trazarse entre ambas obras, están metidos con calzador, porque habitan en mundos estéticos, poéticos y musicales completamente diferentes, como queda simbolizado en el tránsito del Do mayor final en Debussy a ese perturbador Sol sostenido en varios instrumentos con el que se inicia el Prólogo del oratorio de Honegger, un añadido de Claudel y el compositor en noviembre de 1944, tres meses después de la liberación de París, donde se interpretó en 1945 para celebrar el fin de la guerra y de la ocupación alemana.
Marion Cotillard parecía llamada a ser Juana de Arco, ya que en 1992, con tan solo 17 años, vio a su madre, la actriz Niseema Theillaud, interpretar el oratorio de Honegger en la catedral de Orleans en un montaje escénico dirigido por su propio padre, Jean-Claude Cotillard. Y en 2005, el año en que se conmemoraba el cincuentenario de las muertes de Claudel y Honegger, fue ella quien dio vida a Juana de Arco en la misma iglesia y con idéntico director musical, Jean-Marc Cochereau. Luego la ha interpretado en numerosas ocasiones por todo el mundo, grabándola incluso en versión de concierto en Barcelona, incorporándose así a una larga e ilustre lista de compatriotas (Claude Nollier, Marie-Christine Barrault, Marthe Keller, Isabelle Huppert, Dominique Sanda, Sylvie Testud, Fanny Ardant, Romane Bohringer, Marianne Denicourt o la ya citada Audrey Bonnet) que han querido hacer suyo el texto de Paul Claudel.
Al igual que se ha hecho con el otro gran personaje del oratorio, el hermano Dominique, y con la mayoría de los personajes hablados, la voz de la actriz francesa suena amplificada, un peaje quizás inevitable, pero que introduce también inesquivablemente un dejo de artificialidad en todo lo que dice: frente al sonido real de los cantantes y los instrumentos, estas intervenciones habladas rechinan frente al resto. Cotillard domina el papel por completo y extrema el uso de un timbre vocal casi aniñado, muy pertinente, aunque sorprende que en la décima escena no cante Trimazô, una canción popular que Honegger confía a su protagonista (acompañada en parte por las ondas Martenot), sino que más bien la semicanturree muy entrecortadamente, no es posible saber si por decisión propia o del director de escena. En su papel, además de intervenciones recitadas libremente, hay otras en las que Honegger escribe una notación rítmica muy precisa, por lo que aquí debe ajustarse a las indicaciones del director para sonar perfectamente coordinada con la orquesta. El “Pute” que parece leerse pintarrajeado en su camiseta blanca sustituye en Madrid al “Hexe” (bruja) que se leía en el estreno en Fráncfort (y que se reproduce en la portada del programa de mano), mucho más acorde con lo que se sustanció en el proceso que condenó a Juana de Arco a morir en la hoguera.
Juanjo Mena, muy serio (en su doble acepción) desde el foso, introduce orden y concierto en ambas obras, pero tiende a quedarse en ese punto, sin llegar más allá. En Debussy, por ejemplo, hay una tendencia casi constante a que la orquesta toque demasiado fuerte, con excesivas costuras a la vista en lo que debería ser un tejido instrumental casi inconsútil. En Honegger, en cambio, se añora un mayor relieve de las extraordinarias combinaciones tímbricas que plantea el compositor franco-suizo, no solo gracias al sonido visionario, no siempre claramente audible, y los glissandi interminables de las ondas Martenot (fue el propio Maurice Martenot quien tocó el instrumento en el estreno del oratorio en 1938), sino también en el empleo de los tres saxofones, en la escritura de los dos pianos (mudados en falsos claves al cubrir sus cuerdas con piezas metálicas para tocar la música barroquizante de la sexta escena) o en algunos solos y combinaciones muy afortunadas de la madera. La música de Honegger está llena de sorpresas armónicas, irradia oficio y capacidad de mímesis y es, sobre todo, un crisol de estilos de diferentes épocas, del canto llano al jazz, y Mena, antiguo contratenor, se siente especialmente cómodo y elocuente en el primero, muy presente en la octava escena.
Camilla Tilling, aunque la voz ha perdido parte de la tersura que exhibió al cantar el personaje del Ángel en el San Francisco de Asís de Messiaen en el Madrid Arena, fue una Damoiselle élue admirable: cuesta entender que, aprovechando su presencia, no cantara ella misma el personaje de la Virgen en la última escena del oratorio (con idénticos vestuario y ubicación), porque la prestación de Sylvia Schwartz fue muy inferior, con agudos tensos (tiene que llegar al Si bemol y al Si natural) y a ratos inaudible. Enkelejda Shkosa, a la que escuchamos recientemente en el Teatro Real en la versión de concierto de Lakmé, sonó demasiado operística en Debussy y mucho más entonada en Honegger. Muy bien Elena Copons en su doble cometido e irreprochables todos los cantantes de los pequeños papeles, con mención especial, por su importancia, para el Porcus de Charles Workman. Sébastien Dutrieux, vestido de coadjutor, da la impresión de estar siempre un tanto perdido o desubicado en el escenario.
Como en cualquier oratorio que se precie, el coro tiene un papel muy relevante, de principio a fin, y el Coro Titular del Teatro Real supera este exigentísimo desafío con sobresaliente. Canta mucho (lo que exige un gran esfuerzo de memorización) y lo hace siempre bien, a un nivel incluso superior al de la orquesta, con solo contados momentos en los que texto suena algo embarullado: pero la precisión rítmica y la claridad de las texturas son irreprochables. El cajón más alto del podio habría que reservarlo, quizá, para los Pequeños Cantores de la JORCAM, a los que no se les recuerda una sola actuación deficiente en el Teatro Real. Aquí rizan el rizo, porque tienen también un cometido muy sustancial, y, a pesar de que Ollé les obliga a hacer cosas un tanto inconsecuentes, cantar, lo que es cantar, lo hacen admirablemente. Andrés Máspero, por su meticuloso trabajo con los adultos, y Ana González, por la perfecta preparación de los niños y niñas, son acreedores de los mayores aplausos. Al final, estos fueron muy generosos para todos, con especial intensidad, claro, como estaba escrito, para Marion Cotillard, cuya presencia, además de atraer a numerosos rostros famosos al estreno, sirvió para calentar un espectáculo que, a pesar de la hoguera final, no logra subir en ningún momento la temperatura emocional ni hacer justicia a los muchos e infrecuentes valores que atesora el oratorio de Honegger. Tan solo el equipo escénico recibió silbidos y aplausos en proporciones casi idénticas. A pesar de sus carencias y de los innecesarios caprichos de la propuesta un tanto banal de Àlex Ollé, es muy recomendable acercarse al Teatro Real a conocer una obra de programación tan infrecuente entre nosotros: y no solo por ver, y admirar, a Marion Cotillard.
'La doncella elegida' y 'Juana de Arco en la hoguera'
Música de Claude Debussy y Arthur Honegger. Marion Cotillard, Sébastien Dutrieux, Elena Copons, Charles Workman, Camilla Tilling y Enkelejda Shkosa, entre otros. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Pequeños Cantores de la JORCAM. Dirección musical: Juanjo Mena. Dirección de escena: Àlex Ollé. Teatro Real, 7 de junio. Hasta el 17 de junio.
Babelia
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