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El cine como génesis

Hoy hace un siglo nació Carl Theodor Dreyer

El 3 de febrero de 1889 nació en Copenhague un cineasta sin cuya obra no tendría sentido hablar de cine moderno. Carl Dreyer dirigió algunos de los filmes más graves e importantes de la historia: La pasión de Juana de Arco, Dies irae, Ordet o La palabra, Gertrud. Murió el 20 de marzo de 1968 y dejó detrás de sí una filmografía corta, pero tan esencial que sin ella es inimaginable la existencia de Ingmar Bergman o Andrei Tarkovski, como de todo el cine actual derivado del encuentro del materialismo expresionista noreuropeo con los enigmas universales de la espiritualidad humana. Su cine ha sido definido como un nuevo génesis.

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El rostro

No es exagerada esta consideración. Muchos estudiosos de su obra afirman que la figura de Dreyer es al cine lo que la filosofía y la mística, que conmovieron al pensamiento europeo, de su compatriota Kierkegaard y nuestro Miguel de Unamuno es a la aventura espiritual contemporánea. Su Ordet es un filme fundamental, irrepetible, incluido siempre en las listas de las mejores películas de todos los tiempos. En su escena final, el demente Johannes, que se cree en posesión del Verbo, de la Palabra en sentido genésico, vuelve a su casa después de errar sin rumbo, como Cristo en el desierto galileo, en los laberintos de dunas del norte de Dinamarca. Vuelve para devolver la vida a su hermana muerta, y en una imagen sobrecogedora, casi insostenible, se la devuelve. Nadie, viendo el filme, considera mágica esta desconcertante resolución, pues Dreyer hizo posible que el cine hiciera suya la idea de milagro y es esta la mejor definición de su estilo, uno de los más diferenciados, en realidad milagroso, de que hay noticia.

Obseso del estilo

Fue Dreyer un obseso del estilo y esto da una idea de la gravedad y trascendencia de su paso por una industria de producción masiva de entretenimientos indiferenciados. En un mundo demandante de distracciones, Dreyer sumergió al cine en un compromiso con lo absoluto, con la espiritualidad pura, sin metáfora. De ahí que haya que situar a su obra, un monumento de poesía visual, entre las cumbres de la mística occidental, comparable a lo que en Oriente supuso la obra de Kenji Mizoguchi.Carl Theodor Dreyer padeció una infancia amarga, tras la temprana muerte de sus padres. Su vocación por la literatura le vino de una adolescencia callada y hermética, que desembocó en el periodismo a la edad de 20 años. Dentro del periodismo no tardó en orientarse hacia los terrenos de la cultura y en especial al teatro. A los 21 años era un crítico teatral muy conocido y esto le llevó a un meticuloso estudio del teatro.

No fue en absoluto inutil esta dedicación, sino por el contrario decisiva, pues la casi totalidad de la futura: filmografía del cineasta procede de obras teatrales, lo que le convierte en el primer cineasta que encontró en el teatro puro los caminos de acceso al cine puro.

En 1913 hizo su primera incursión en el cine, al entrar como chico para todo en la Nordisk-Film, la primera empresa productora de películas de Dinamarca, en la que trabajó a lo largo de cinco años de recadero, administrativo, redactor de subtítulos, publicitario, montador y finalmente guionista, hasta que le asignaron la dirección de dos filmes: El presidente en 1918 y Páginas del diario de Satanás en 1919. A partir de este filme, la orientación futura de su carrera quedó, incluso obsesivamente, fijada.

Entre 1919 y 1926, Carl Theodor Dreyer realizó ocho filmes en Dinamarca, Suecia, Noruega y Alemania. Años más tarde, el cineasta renegó de esta parte de su obra, considerándola nada más que un zona, una parcela, de su aprendizaje.

En 1926 Carl Dreyer fue llamado a Francia para dirigir La pasión de Juana de Arco, y ahí es donde, a juicio de Dreyer, comienza realmente su obra propia, que se prolongó en cinco filmes: Vampiro (1932), Dies Irae (1943), Dos seres (1945), Ordet (1955) y Gertrud (1964).

Casi una década para cada filme. Esto da idea certera del denso y exhaustivo periodo de gestación que Carl Dreyer se imponía a sí mismo para realizar cada una de sus obras de plenitud. Su lentitud era consustancial a su pasión por la perfección, que en su caso no tuvo nada que ver con el sucedáneo patológico del perfeccionismo.

Su último proyecto, en el que trabajó los últimos años de su vida fue un guión sobre Jesucristo, que jamás llegó a filmar, pese a que se encontraba en avanzado estado de preproducción. Su última palabra -centrada en el misterio que le obsesionó durante toda su existencia: esa misma palabra, la verdad humana del milagro- se fue con él a la tumba.

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