Cuando vienen a por ti los troles de Mordor
Bastonazos en la Tierra Media por opinar que Tolkien discriminaba a las mujeres
Pensaba que lo peor que podía enviarnos Sauron, el villano de El señor de los anillos, eran los Nazgûl, el Balrog de Khazad-dûm o tropas especiales de orcos, tipo los Uruk-hai del capitán Uglúk. Pues, no. Lo peor son los troles de Mordor, el fandom radical de Tolkien. Madre mía, cómo se han ensañado en las redes con un servidor esas emanaciones del país oscuro por un quítame allá unas consideraciones sobre el escritor, expresadas al paso de la nueva serie televisiva sobre su conspicua obra literaria. Hay que ver cómo está la Tierra Media, terreno minado; muy vivo y sensible, sin duda.
En casi cuarenta años de periodismo nunca había sido más vapuleado que por opinar sobre El señor de los anillos: los anillos de poder, la serie de Amazon Prime Video. He quedado estupefacto al ver la vehemencia, virulencia y hasta violencia (verbal, de momento: cualquiera se acerca por Minas Morgul) con que algunos se han visto en la necesidad de rebatir a bastonazos lo que escribí sobre el creador de la Tierra Media. Atrincherado en el Abismo de Helm me tienen.
No se crea que dudé ni lo más mínimo de la calidad del autor (del que soy un ferviente admirador desde que leí apasionadamente El señor de los anillos, en 1978, 79 y 80, pues los tres tomos fueron apareciendo aquí a razón de uno al año), o que me metí con su buena madre, la señora Mabel Suffield, o que sugerí que los Inklings, su grupo literario de Oxford, eran una red de pederastia. ¡Pero si hasta tiro al arco como Legolas! Simplemente, apunté que Tolkien era misógino, que la elfa Galadriel original (la de la serie es más matérica y mundana, y una consumada guerrera) era como una Virgen María de orejas puntiagudas; que El Silmarillion, el equivalente al Antiguo Testamento para la Tierra Media (“en el principio estaba Eru, el Único, que en Arda es llamado Ilúvatar, y primero hizo a los Ainur, los Sagrados, que eran vástagos de su pensamiento”), me parecía un mamotreto (va, haré el esfuerzo de releerlo, he encontrado mi ejemplar de 1984 al fondo de la sección de fantasía en mi biblioteca, junto a las letras de las canciones de Water Bearer, de Sally Oldfield), y que a Tolkien le habría sorprendido ver cómo la serie de Amazon llevaba el empoderamiento femenino a su mundo.
También calificaba a El señor de los anillos de trilogía (pese a que, ¡anatema!, su autor siempre dijo que era un solo libro dividido en tres por los editores); y, tratando de evitar hacer spoiler por si acaso me caía un coscorrón por ello, no mencionaba, pues la serie al principio no lo hace, que los pelosos son hobbits (de hecho, su rama más corriente y numerosa), aunque Tolkien lo explica en el arranque de El señor de los anillos, ese comienzo en falso que muchos tuvimos que hacer un esfuerzo para superar y disfrutar de lo inmensamente bueno que seguía…
Pues bien, por todos esos pecados he sido masacrado a manos de una tropa de furiosos tolkinianos (perdón, tolkineanos) de Barad-Dûr, que han calificado el artículo de “bochornoso” y a su autor (menda) de, y cito solo algunos epítetos, ni siquiera los peores, imbécil, pseudoperiodista, infame, cenutrio, ignorante, giliprogre, retrasado, lerdo, notable deficiente mental que busca un minuto de gloria (aportación del Señor Mandril), niñato (cuando tengo casi la edad de Elrond), mugroso, y subespecie de erudito de Tolkien. Incluso han manipulado una foto mía (un saludo, Evaristo) y me han puesto nariz de payaso. Imagino que la voluntad de los que se han explayado así no era entablar un debate sereno, pero para los que se hayan molestado con buena intención déjenme tratar de justificar lo de misógino.
Aunque Tolkien tiene algunos notables personajes femeninos, concretamente en El señor de los anillos las dos elfas Galadriel y Arwen —Estrella de la Tarde, la morena prometida y después esposa de Aragorn y reina de Gondor—, y la humana de Rohan Éowin, que se carga al Señor de los Nazgûl disfrazada de guerrero rohirrim y luego vuelve a sus labores y se casa con Faramir (me estoy dejando a propósito a Baya de Oro, que me parece un pegote, como todo lo de Tom Bombadil), en realidad la gran novela del escritor es una historia de seres masculinos. Lo son la inmensa mayoría de los personajes y sobre todo los nueve miembros de la Compañía del Anillo, protagonistas principales de la trama (los hobbits Frodo, Sam, Pippin y Merry, los hombres Aragorn y Boromir, el elfo Legolas, el enano Gimli y el mago Gandalf). Entre los malos lo único femenino (imaginamos, pues a ver quién se atreve a sexarla) es la araña Ella-Laraña. En El hobbit, por cierto, no sale ninguna mujer.
El propio Tolkien (1892-1973) se movía en un mundo de hombres (lo cuenta su biógrafo Humphrey Carter, J. R. R. Tolkien, una biografía, Minotauro, 1990). Para él —hijo de su época—, lo natural era que el universo masculino y el femenino estuvieran separados, ellas en el ámbito doméstico o como mucho en el de “los misterios de la Bona Dea”, como decía C. S. Lewis. Los Inklings eran todos varones y en ese tipo de grupos las mujeres estaban excluidas. Tolkien había vivido además la intensa experiencia del frente en la Primera Guerra Mundial, en el Somme, caracterizada por la camaradería masculina (uno de los leitmotiv de El señor de los anillos). Es cierto que una de las historias más recordadas del escritor es la del mortal Beren y su amor por la bella elfa inmortal Lúthien (en la lápida en la tumba de Tolkien y su esposa Edith figuran los nombres de los dos personajes, identificados con ellos), pero eso apunta a una idea romántica e idealizada de la mujer y del amor que no está reñida con una discriminación en la práctica. En sus cartas, recogidas por el propio Carter, Tolkien señala que no cree en la amistad entre hombres y mujeres.
Hay otras cosas criticables de Tolkien, además de su visión de las mujeres como seres esencialmente desiguales de los hombres y que juegan en otra liga (algo que también le ha reprochado la novelista Marion Zimmer Bradley): no creía en la democracia y defendía las “virtudes” de la antigua sociedad feudal. A sus libros, y especialmente a esa obra magna que es El señor de los anillos puede reprochárseles asimismo carecer de sentido del humor y ser asexuados. Desde luego es muy difícil que alguien se ponga cachondo con algún pasaje de La comunidad del anillo, Las dos torres, o El retorno del rey. Tolkien, que exaltaba la castidad, no es Houellebecq. Se le ha afeado, por otro lado, su forma de despreciar la vida de los orcos, exterminados con una profusión genocida (véase la ingeniosa El último anillo, de Kirill Yeskov, Bibliópolis, 2004).
Otra característica del escritor que se suele pasar por alto es que tenía un compromiso total con el cristianismo y con la Iglesia Católica: su sentimiento religioso, teñido de angustia o dicha según las circunstancias, empapa su obra (véanse los reveladores textos al respecto en J.R.R. Tolkien, Señor de la Tierra Media, Minotauro, 2001, i.e. El señor de los anillos, una perspectiva católica, de Charles A. Coulombe, o La pasión según Tolkien, de Sean McGrath). Y muchos de sus temas como el Mal, la luz espiritual, la caída, la tentación, la carga o la vida eterna, por no hablar de la resurrección de Gandalf, emanan de una profunda conciencia religiosa. Tolkien era de comunión diaria (siempre previa confesión) y partidario de la misa en latín (es lo que tiene conocer lenguas), aunque probablemente la habría preferido en quenya o sindarin.
Dicho todo esto, que no tiene por qué afectar a la lectura de algo tan magnífico como El señor de los anillos, hay que recordar que Tolkien es un tipo que deslumbró a Auden (escuchándole en directo declamar su traducción del Beowulf: la ha publicado Minotauro), que dijo cosas tan hermosas como que “un dragón no es una fantasía ociosa” (algo en lo que estará de acuerdo George R. R. Martin, que tanto le debe) y que nos ha llevado a alturas excelsas de emoción y sentimiento.
Me han reprochado los troles de Mordor no haber leído a Tolkien. No me importa que me llamen gilipollas, pero sí que traten de arrebatarme la inmensa aventura lectora, vital y hasta espiritual que comenzó (lo tengo apuntado) el 27 de enero de 1979, sábado, al abrir la primera página del primer tomo de El señor de los anillos, comprado en El Corte Inglés de Plaza Cataluña (los dos siguientes los adquirí en el drugstore de Tuset). Esos días leía a Bukowski, hacíamos un taller en el Institut del Teatre con Lluís Pasqual sobre En la zona de O’Neill, vi Fat City, Solaris y la segunda parte de Novecento, jugué a rugby contra el Cornellà (perdiendo), conocí personalmente a Lindsay Kemp y quedé varias veces con Ada en el Friends.
Pero lo que ha permanecido imborrable en mi memoria de aquel tiempo es la sensación de sentarme en sofá chester de mi abuelo cuando en casa dormían, poner en el tocadiscos la Quinta de Mahler, abrir El señor de los anillos y sumergirme en ese arrebatador mundo de épica melancolía y de esplendorosa oscuridad, donde la aventura y hasta la victoria sobre el Mal se tiñen del sino irremediable de que todo, el heroísmo, las espadas, los anillos, los elfos, la amistad, el amor y la juventud, está inexorablemente condenado a desaparecer. “¿Dónde están el yelmo y la coraza, y los luminosos cabellos flotantes?, / ¿dónde están la primavera y la cosecha y la espiga alta que crece? / Han pasado como una lluvia en la montaña, como un viento en el prado; / los días han descendido en el oeste en la sombra de detrás de las colinas. / ¿Quién recogerá el humo de la ardiente madera muerta, o verá los años fugitivos que vuelven del Mar?”. Ah, Tolkien, Tolkien...
Babelia
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