Walter Firmo, el fotógrafo que exalta la belleza del Brasil negro
El Instituto Moreira Salles de São Paulo recorre en una exposición la carrera del artista octogenario
Estados Unidos estaba en plena efervescencia por el movimiento en defensa de los derechos civiles cuando Walter Firmo (84 años, Río de Janeiro) aterrizó en Nueva York como corresponsal gráfico de una revista brasileña. Fue una estancia breve, pero aquellos meses de 1968 —un año que revolucionó el mundo— cambiaron para siempre la mirada del carioca hacia sí mismo y hacia su país. Descubrió el movimiento Black is Beautiful. Se dejó crecer los rizos, orgulloso de su pelo, y dedicó el resto de su carrera a exaltar con imágenes de vivísimos colores la belleza de los brasileños negros y de su cultura. El Instituto Moreira Salles (IMS) de São Paulo repasa la carrera de este grande de la fotografía brasileña en la exposición Walter Firmo, en el verbo del silencio la síntesis del grito, recién inaugurada y que se puede visitar hasta el 11 de septiembre.
La muestra reúne más de 260 obras del artista octogenario, que inició su carrera en el fotoperiodismo a los 15 años, se transformó en artista y sigue activo. Entre las obras, una poética imagen tomada en 2021, en plena pandemia, con un móvil en la cola de un banco. La mayoría son imágenes a color —su seña de identidad—, pero también incluye algunas en blanco y negro.
Descubrir el poder del color fue también trascendental. En sus fotografías, los tonos intensos, deslumbrantes, comparten protagonismo con los retratados. Explica el artista que la elección de colores calientes es fruto de la ubicación geográfica de Brasil, atravesado por la línea del Ecuador. “Aquí está la máxima exaltación solar. Si yo viviera en Islandia, no fotografiaría en color, sería un fotógrafo en blanco y negro”, sentencia en una entrevista en el IMS.
Aquella especie de epifanía neoyorquina cambió su perspectiva. A partir de entonces, empezó “a practicar la fotografía de una manera política”, recuerda, enfatizando la palabra política. Colocó a los brasileños descendientes de esclavos, como él, en el centro de su obra. Ante su lente, fueron posando músicos, los sambistas más renombrados, obreros, el Carnaval, fiestas folclóricas, religiosas… Un universo al que nadie había mirado con esos ojos: los carnavalescos en un autobús camino del desfile, la dignidad de una vendedora de verduras o de una anciana en una favela, la pose majestuosa de la cantante de samba Clementina de Jesus, el compositor Pixinguinha con su saxofón en la intimidad de su jardín o las espectaculares fiestas populares de origen africano.
Quería ensalzar la existencia de los brasileños negros, mostrarlos como personas de honor, trabajadoras, lindas, hermosas, tótems sociales… “Este país llamado Brasil fue construido con el trabajo de los negros, los blancos que vinieron de Europa los esclavizaron”. Para los conquistadores, “los indígenas eran indolentes. El negro, en cambio, era un animal que podía trabajar muy duro”. Sus descendientes —más de la mitad de los brasileños en la actualidad— merecían ser retratados sin prejuicios, en todo su esplendor.
Él mismo descubrió el racismo en Nueva York tras la indignada llamada telefónica que su jefe recibió de un colega envidioso: ¡Cómo es posible que vosotros hayáis contratado un fotógrafo analfabeto, mala persona… y negro!”. Fue un shock, una humillación, cuenta. Porque Firmo, hijo único de un militar negro nacido en la Amazonia y una descendiente de portugueses de piel clara, se había criado entre blancos en el Río de Janeiro de los años cuarenta. Jamás había sufrido un ataque racista.
Hasta llegar a Estados Unidos, donde la segregación racial por ley acababa de ser abolida, el artista creía firmemente que Brasil era un ejemplo de relación cordial entre las razas. El mito de la llamada democracia racial que pretendía camuflar un racismo sistémico. “Salí café con leche, pero yo me considero negro, no blanco”, dice.
Tras fotografiar la riquísima variedad de fiestas populares de origen africano de los muy distintos rincones de Brasil, ha llegado a la siguiente conclusión: Las fiestas religiosas van a perdurar gracias a la fe, que sigue bien arraigada; en cambio, las folclóricas tienen los días contados porque el desinterés de la juventud es grande.
Entre sus trabajos como fotoperiodista, destaca un gran reportaje realizado hace seis décadas, pero tan vigente ahora como en 1964: Cien días en la Amazonia de nadie. Él quería que un joven reportero lo acompañara, pero, como el chaval no tenía contrato ni seguro, el periódico no quiso correr el peligro de que se ahogara o le picara una serpiente. Así que marchó solo a conocer durante tres meses la tierra natal de su padre, las comunidades que habitan la mayor selva tropical del mundo. Tomó las fotografías y escribió el texto.
Firmo también ha dedicado una parte sustancial de su carrera a formar a miles de fotógrafos, a enseñarles a mirar, a captar lo que les rodea. El veterano fotógrafo divide a los profesionales en tres categorías: el ladrón, que roba un instante sin permiso ni planificar; el ingeniero, que trabaja con los planos para plasmar un instante casi sin emociones; y el invisible, que “es como un director de cine”, dice, que logra un buen encuadre sin sacrificar la emoción del instante.
Él se estrenó en el oficio en la década de los cuarenta, durante unas vacaciones familiares en las playas de Recife, en el nordeste de Brasil. Él era un niño de ocho años; la cámara, una Kodak muy primaria. “‘No nos cortes la cabeza”, dijo mi padre mientras posaba con mi madre. “Aquello se me quedó en la memoria”.
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