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Djamila Ribeiro, filósofa: “La estrategia del Estado brasileño fue fingir que no había racismo”

El libro ‘Pequeño Manual Antirracista’ de la intelectual y escritora lleva cien semanas entre los más vendidos en su país

Djamila Ribeiro
La intelectual brasileña Djamila Ribeiro, durante la entrevista el 21 de marzo en su casa de São Paulo.Lela Beltrão
Naiara Galarraga Gortázar

A Djamila Ribeiro (Santos, São Paulo, de 41 años) siempre le hablaron sin tabúes en casa. “Desde críos, mi padre nos decía: ‘Sois negros’ y ‘este es un país racista”. Fue él —un estibador culto y comunista— quien forjó la conciencia política de esta filósofa, escritora y activista brasileña. Su Pequeño Manual Antirracista (Companhia das Letras, sin traducir al español) cumple cien semanas entre los libros más vendidos. Didáctica y empeñada en romper burbujas sociales e ideológicas, la intelectual más pop de la órbita progresista brasileña recibe a EL PAÍS en un coqueto mirador de su casa en São Paulo. Su influencia se mide en los 1,2 millones de seguidores en Instagram y en una columna en Folha de S. Paulo, uno de los principales diarios. Lugar de enunciación (Ediciones Ambulantes) es la única obra en español de esta autora que coordina la colección Feminismos plurales.

Pregunta. Empecemos por el pelo. Cuando usted era pequeña, ¿se lo alisaba?

Respuesta. Sí, con un peine de hierro que calentábamos en el fuego. Y, antes de las planchas eléctricas, con unas que quemaban el cuero cabelludo.

P. Un martirio para generaciones de mujeres negras.

R. Sin duda. Soy de la generación de Xuxa, aquella presentadora con tanto éxito. Todas eran rubias de pelo liso. Creíamos que había que seguir ese patrón. Crecimos oyendo que nuestro pelo era feo y malo. Lo llamaban así, pelo malo.

P. Cuenta que a los seis años descubrió que ser negra era un problema. ¿Cómo fue?

R. Doloroso porque en casa éramos todos negros, padre, madre, hermanos… Y llegas al colegio y te llaman ¡fea!, te insultan. Fue un shock salir de un ambiente protegido, amoroso, y entender que el mundo era duro. El colegio fue mi primer contacto con el racismo institucional. Allí sentí que ser una niña negra era un problema para esta sociedad.

P. ¿Ese Brasil mestizo, de armonía entre las razas, es mentira?

R. Es el mito de la democracia racial. La estrategia del Estado brasileño fue muy sofisticada. Fingió que el racismo no existía, que todos somos mestizos, que no se puede saber quién es negro. Así no te obligas a crear políticas públicas y de reparación. Pero a la hora de discriminar, el director de telenovelas sabe quién es negro, el policía lo sabe, los empresarios saben… Cada 23 minutos matan a un joven negro. Pones la tele y no hay personas negras.

P. Propone enterrar la manida frase de “Yo no soy racista” y pasar a la acción, ser antirracista. ¿Por dónde empezar?

R. Por leer historia, porque en la escuela no se estudian esos mecanismos que hicieron creer a muchos en Brasil que el racismo era cosa de Estados Unidos o Sudáfrica. Necesitamos entender que fuimos el último país de las Américas que abolió la esclavitud y que no hubo ningún sistema de inclusión de la población negra tras cuatro siglos de trabajo gratis construyendo las fortunas de otros.

P. Explique a nuestros lectores (la mayoría blancos) qué es el privilegio blanco, del que probablemente no son conscientes.

R. Es el mero hecho de no tener que considerarse blancos. Las personas blancas se consideran personas, en cambio se explicita que nosotros somos negros. ¿Qué significa ser blanco? Que voy a la calle y la policía no me para, que voy al supermercado y el guarda no me sigue. Usted ni se para a pensar en eso, se mueve por los espacios de privilegio, donde todos son como usted, todos son blancos y, si hay personas negras, están para servirle. Es importante incomodarse, entender que hay un problema.

P. Las mujeres son sólo el 15% en la política brasileña. ¿Por qué se habla tan poco de ese déficit?

R. Brasil está en el último puesto de toda América Latina. Existen cuotas para candidatas, pero los partidos no las apoyan, incluso los partidos progresistas no las valoran. Hay muchas mujeres organizadas dando la batalla interna, pero están invisibilizadas.

P. ¿Usted es resultado de políticas públicas o de la meritocracia?

R. ¡De la política pública! No creo en la meritocracia. Solo podríamos hablar de ella si partiéramos del mismo punto. Soy fruto de la política de expansión de las universidades públicas del Gobierno Lula.

P. Tiene 1,2 millones de seguidores en Instagram y es columnista de Folha de S. Paulo. ¿Influye más en las élites o en la empleada doméstica, el portero y el mensajero?

R. Nunca quise encerrarme en burbujas porque a veces la militancia queda enclaustrada en mundos muy cerrados. Por eso mis libros tienen ese lenguaje accesible. Si escribes de asuntos que afectan a la gente, tienes que escribir de manera que te entiendan. Vengo de la tradición de las feministas negras brasileñas que escriben de manera didáctica.

P. La raza aquí es muy fluida. ¿Cómo explica a un extranjero ese fenómeno tan llamativo de políticos que se declaran de una raza distinta entre una elección y otra, unos se blanquean, otros se ennegrecen?

R. Tras la implantación de las cuotas de acción positiva, algunas personas blancas empezaron a decir que eran negras para intentar aprovecharse de esas políticas públicas cuyo objetivo era precisamente reducir el abismo social entre unos y otros. ¡Quien miente así debe ser procesado! Otro asunto son las personas negras de piel clara que tardaron en considerarse negras. En un país moldeado por el ideal blanco, donde ser negro era malo, nadie quería ser negro. Y eso lleva a muchos brasileños asumirse como negros cuando son adultos, cuando adquieren conciencia.

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Sobre la firma

Naiara Galarraga Gortázar
Es corresponsal de EL PAÍS en Brasil. Antes fue subjefa de la sección de Internacional, corresponsal de Migraciones, y enviada especial. Trabajó en las redacciones de Madrid, Bilbao y México. En un intervalo de su carrera en el diario, fue corresponsal en Jerusalén para Cuatro/CNN+. Es licenciada y máster en Periodismo (EL PAÍS/UAM).

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