Anselm Kiefer, un nuevo titán de la pintura en el Palacio Ducal de Venecia
La obra del pintor alemán dialoga con los grandes maestros de la escuela veneciana en una monumental instalación que coincide con la Bienal
La Sala del Escrutinio es una de las imponentes cámaras del Palacio Ducal de Venecia, desde donde los 120 dux ejercieron su poder a lo largo de más de mil años. Era allí donde tenían lugar las elecciones. En 1577, tras un terrible incendio, la estancia quedó destruida. Las majestuosas pinturas encargadas a los mejores artistas de la ciudad, entre ellos Carpaccio, Tiziano y Bellini, quedaron reducidas a cenizas. Durante la rehabilitación las paredes se cubrieron con nuevas obras que advertían del poder de la Serenísima a través de la representación de sus contiendas y victorias. Palma el Joven se encargó de imaginar El Juicio Final. Tintoretto dejaba constancia de la saña de la batalla de Zara en un apabullante amasijo de cuerpos y navíos atravesado por flechas. Desde hace unos días, estos lienzos han vuelto a desaparecer, esta vez de forma temporal, hasta el 29 de octubre, cubiertos por la monumental instalación encargada a otro titán de la pintura, Anselm Kiefer.
Las 14 piezas que componen Anselm Kiefer: Questi scritti, quando verranno bruciati, daranno finalmente un po’ di luce (Estos escritos, al ser quemados, finalmente darán algo de luz) consiguen sobrecoger al visitante del palacio, aunque este se encuentre aún bajo los efectos de haber atravesado la espectacular Sala del Gran Consejo, presidida por un Tintoretto que nos adentra en el final de los tiempos que aguarda solo a los justos, El Paraíso. La instalación del pintor alemán, muy dado a los grandes gestos, promete ser una de las muestras más destacadas organizadas en paralelo a la 59ª Bienal, que abrió sus puertas el pasado 23 de abril y se mantendrá hasta el 27 de noviembre. Los lienzos se imponen como un torbellino de texturas densas que arrastra al espectador por las entrañas de la historia de esta ciudad cuya memoria y belleza discurren entre aguas verdes. Como un manto flamante recamado con episodios del pasado.
El largo título es una cita de Andrea Emo, el filósofo veneciano con cuyos planteamientos se siente muy cercano el artista alemán. La existencia y la aniquilación van de la mano para ambos autores. La muerte está siempre ahí, no es algo a lo que nos acercamos a medida que envejecemos, advierten. “La obra de Kiefer surge del pasado, no de la gloria de la Serenísima”, señala Gabriella Belli, directora de la Fundación Musei Civici de Venecia y comisaria de la exposición junto a Janne Siren. “Alude a la República de Venecia con sus metáforas, pero la pintura brota del fuego que borró su memoria. De esta destrucción crece algo nuevo, que se regenera en un continuo de contrarios. El contraste es la forma trágica de la unidad y Kiefer nos lo recuerda”. Las piezas que constituyen la instalación se presentan sin principio ni fin, e invitan al espectador a experimentar su propio recorrido. Son la suma de victorias y derrotas, del oro y de la ceniza, como la propia historia de Venecia, y se manifiestan de forma simultánea. Como una alegoría de las impredecibles vicisitudes de la historia y de la vida que a su vez nos pone en contacto con las misteriosas fuerzas de la creación artística.
La abstracción y la figuración confluyen en la obra del artista, donde se advierte una tensión constante entre la creación y la destrucción. El pintor derrama pintura sobre la tela desde una altura de ocho o diez metros, provocando una explosión que le incita a iniciar un verdadero combate con la ayuda de una enorme espátula. Poco a poco los lienzos irán adquiriendo cuerpo a medida que el autor incorpora cenizas, paja, resinas, plomo fundido y oro. Una escalera dorada marca el ascenso desde una laguna pantanosa hacia la victoria y el cielo. Pero la escalera es estrecha y tambaleante. “Quizá la historia sea más artificial que real, una disputa perpetua, y quizá la gloria veneciana no fue tan inmutable e universal como querían pensar los dux”, apunta Siren en uno de los textos del catálogo que acompañan a la muestra.
En otro lienzo, un ataúd de zinc vacío alude a las contiendas por las reliquias de San Marcos. Cerca, los carritos de la compra etiquetados con los nombres de los dux apuntan al intercambio entre oriente y occidente, una primitiva globalización. En la pared de enfrente, una flotilla de modelos de submarinos de la Segunda Guerra Mundial ―un motivo recurrente en el arte de Kiefer― navega en la dirección contraria. En la pared situada al norte, una pequeña Basílica de San Marcos aparece rodeada por un inmenso páramo de hielo donde resuena la incapacidad del hombre frente a las fuerzas cósmicas. Los uniformes, algunos del tamaño de un niño, están salpicados por manchas rojas y doradas. No lejos, el casco de un soldado desconocido nos recuerda a los muchos que han caído por la gloria de unos pocos.
El artista comenzó a trabajar en este proyecto hace tres años. Aún no había comenzado la pandemia. Hoy, su significado universal se ve reforzado cuando el reflejo de la violencia como un infortunio permanente se hace más papable. La historia, así como la guerra y su devastación, siempre ha estado presente en la obra de este pintor que nació en el sótano de un hospital bombardeado en Donaueschingen, un pueblo de la Selva Negra. A sus 77 años, Kiefer pertenece a una generación para quienes la historia reciente representa una pesadilla de la que tratan de escapar. Su obra ha sido siempre la suma de muchas capas, en las que se diluyen los mitos y se vuelven a ensamblar. Una simbiosis entre el ser y el tiempo. Un augurio, más que un recordatorio, donde el futuro se inventa con los escombros del pasado. “Lo nuevo surge solo de la recolección, y somos lo nuevo. Somos el futuro si podemos renunciar a él. Esto nos ofrece mucho alimento para pensar”, advierte el pintor parafraseando a Emo.
Babelia
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