Cuando ya no te sorprendes de nada
El 11 de septiembre de 2001 comenzó el siglo XXI con el gran espectáculo de las Torres Gemelas ardiendo
De pronto, un día inesperado cayó el muro de Berlín sin que ningún analista político lo hubiera previsto siquiera con un par de días de antelación y, con ese descalabro, el 9 de noviembre de 1989 terminó el siglo XX. Finalmente, el capitalismo había vencido y las tropas del Pacto de Varsovia se desparramaron por toda Europa en forma de batallones de mendicantes. Como resultado de esta invasión los obreros de Occidente fueron condenados a explotarse a sí mismos. Más alto, más fuerte, más rápido, es la triple divisa del atletismo. Ahora frente al patrón cada trabajador tenía una fila de obreros y empleados a la espalda dispuestos a realizar el mismo trabajo cada vez más rápido, más sumiso y más barato. Fukuyama dijo que con esto se había acabado la historia. Era el autor al que leían todos intelectuales, quienes por otra parte solían citar a Karl Popper al menos una vez a la semana.
Ante el efecto del cambio de dígito del año 2000 los agoreros pronosticaban que el sistema informático entraría en el caos total y esa sería la forma que adoptaría el terror del nuevo milenarismo, pero lejos de realizar procesiones con flagelantes como en la Edad Media los nuevos profetas del Séptimo Día eran los interioristas, los escaparatistas, los diseñadores, los fotógrafos, los modistos, y bajo su dictadura la esencia de la cultura consistía en ver y ser visto, puesto que todo, incluso el terror, se había convertido en espectáculo. En esto consistía el posmodernismo, en estar en el rollo, en no perderse una fiesta, en estar en el sitio adecuado para salir en la foto. Unos artistas sabían hacerlo y otros no, pero una vez proyectada tu imagen en el espejo del otro, uno era famoso solo porque era famoso.
Y el 11 de septiembre de 2001 comenzó el siglo XXI con un gran espectáculo. Los terroristas que abatieron las Torres Gemelas sabían que lo esencial del golpe era que abriera en directo a la vez todos los telediarios del planeta. El atentado se produjo a las nueve de la mañana en Nueva York, a las tres de la tarde en Europa y a las nueve de la noche en Asia. Era terrorismo en vivo y en directo, que se presentaba en sociedad, de forma cinematográfica, hasta el punto de que el espectáculo humilló a Hollywood, ya que en alguna película se había rodado esta escena apocalíptica, como un alarde de efectos especiales, sobre una maqueta de cartón piedra.
Cuando Miguel vio en el telediario de las tres de la tarde las Torres Gemelas ardiendo, llevado por la paranoia, recordó que un año antes de que sucediera esta hecatombe neoyorquina un vendedor de armas le había asegurado que se estaba preparando la invasión de Irak. Decía saber de buena fuente por razones de su oficio que en Kuwait había cientos de millones de yogures, hamburguesas, sándwiches congelados dispuestos para alimentar a un ejército de 150.000 soldados norteamericanos durante meses. La intendencia siempre precede al combate. Miguel entró a formar parte del orden conspiratorio universal y era de los que creían que la guerra ya estaba programada mucho antes de que cayeran las Torres Gemelas. La sensación de que muy lejos hay una mano negra que mece la cuna comenzó a apoderarse del sistema planetario hasta el punto de que la sospecha de que alguien nos está engañando siempre se convirtió en el pilar básico de la sociedad.
Que los tiempos estaban cambiando era más que una sensación y Miguel, cumplidos ya los 60 años, lo estaba experimentando en carne propia. Algunos de sus amigos de izquierdas hablaban como si fueran de derechas; se avergonzaban de su pasado y la palabra buenista o equidistante se pronunciaba despectivamente como un insulto. La ideología se había convertido en humo de cañas. Estar a la altura de las circunstancias, ver la vida como es en realidad, era una cota que debían alcanzar los intelectuales. Fue uno de los efectos de la globalización. En efecto, Miguel era un equidistante, exactamente como Euclides, un buenista partidario de esa equidistancia que sirve para que los edificios, incluido el de la democracia, no se derrumben.
El terror como espectáculo volvió a repetirse con el atentado de la estación de Atocha. El 11 de marzo de 2004 los cuatro trenes de cercanías cargados con mochilas explosivas habían sustituido a los cuatro aviones del atentado yihadista en Norteamérica. Los poderes ocultos, las manos negras entraron de nuevo en acción, pero la solución era bien sencilla. Si Aznar hubiera leído cualquier manual de navegación se habría enterado de que ante una tempestad toda la tripulación, incluso los marineros más levantiscos, obedecen ciegamente al patrón con un instinto de salvación. Si después del atentado de Atocha hubiera llamado a la oposición, no habría perdido las elecciones. Se asustó. Mintió. Demostró que no sabía pilotar la nave. Y con eso los socialistas volvieron al Gobierno y la política española entró en una fase a degüello. Miguel comenzó a ver la vida desde la altura de los 60 años, una edad en que se empieza a hacer el ridículo si uno se sorprende ante cualquier noticia del telediario.
Continuará.
Babelia
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