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Columna
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Popper está anticuado

El principio de que una teoría solo es científica si es refutable resulta demasiado simplón para abarcar el mundo

Karl Popper en Barcelona
Karl Popper, en 1990 en Barcelona.antonio espejo
Javier Sampedro

Muchos científicos, y la práctica totalidad de los científicos sociales, han crecido con un principio inviolable grabado en sus neuronas: una teoría solo puede llamarse científica si es refutable. Eso quiere decir que hay observaciones o experimentos que se pueden hacer y, si los resultados no se corresponden con las predicciones, la teoría pueda tirarse a la papelera sin remordimientos. La formalización de esta idea se debe seguramente al filósofo vienés Karl Popper (1902-1994), que la llamó falsacionismo y se convirtió así en el gran influencer avant la lettre del siglo XX, al menos en ámbitos académicos. El falsacionismo es fácil de entender y nos otorga un criterio para decidir qué es científico y qué no, nada menos, una de las cuestiones más complejas de la historia del pensamiento. Como suele ocurrir en ciencia, sin embargo, la cosmogonía de Popper lleva tiempo patinando sobre el hielo quebradizo de la práctica científica real, la que ocurre en los laboratorios y en las pizarras.

La propia relatividad de Einstein hace unas predicciones de una precisión asombrosa, como querría Popper, pero a costa de postular un espacio-tiempo maleable que no podemos observar directamente. Nadie diría por ello que la relatividad es una religión más que una ciencia. Es la precisión de sus predicciones la que la convierte en una teoría científica aceptada. Más asombrosa aún es la mecánica cuántica, que también predice la realidad con muchos decimales, pero solo a cambio que aceptemos un mundo regido por una onda de probabilidad (la ecuación de Schrödinger), en el que una partícula puede estar en dos sitios al mismo tiempo, dos partículas pueden estar entrelazadas y comunicarse entre sí de manera instantánea, por muy lejos que estén una de otra y, para acabarlo de arreglar, todos los resultados posibles que no vemos están ocurriendo en otros universos. No podemos observar directamente nada de eso, y por tanto no es falsable (refutable), pero es una teoría científica porque predice la realidad con extraordinaria precisión.

El debate popperiano no solo perdura, sino que ha alcanzado entre los físicos una intensidad nueva. La controversia se refiere sobre todo a la teoría de cuerdas (las partículas elementales no son puntos, sino cuerdas minúsculas que pueden vibrar de distintos modos, como las notas que produce un violín). La teoría aspira a unificar la mecánica cuántica con la relatividad, los dos cimientos de la física contemporánea, que actualmente son incompatibles. Esa unificación es el santo grial de los físicos teóricos. Pero las cuerdas son tan pequeñas que no podemos acceder a ellas con ninguna tecnología actual, y por tanto la mitad de los físicos la rechazan con vehemencia por no ser refutable.

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Los defensores de la teoría de cuerdas, en particular el físico de Nueva York Brian Greene, aducen que ese es el mismo tipo de inmunidad a la refutación que aqueja a las teorías relativista y cuántica. El punto crucial, desde luego, es que la teoría de cuerdas haga unas predicciones que se cumplan con alta precisión. De momento no lo ha hecho, porque la teoría es demasiado compleja. Lleva tres o cuatro décadas abduciendo a gran parte del talento joven de medio mundo. Su trabajo no puede descartarse por un simplón principio filosófico.

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