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DESDE EL PUENTE
Columna
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Tiempo de camisas de seda muy apretadas

España estaba de moda y unos años después de ser admitida en Europa los españoles parecían ser más altos, tener el cuello más largo y haber perdido el pelo de las orejas

Isabel Preysler y Miguel Boyer el día de su boda civil en los juzgados de Madrid, el 2 de enero de 1988.
Isabel Preysler y Miguel Boyer el día de su boda civil en los juzgados de Madrid, el 2 de enero de 1988.
Manuel Vicent

Con el tiempo a Miguel incluso le parecían maravillosas aquellas noches de verano en que la brisa del mar traía de una fiesta lejana los ecos del pasodoble Y viva España que cantaba a coro un grupo de turistas alemanes, quienes después de una cena de paella con sangría se ponían a bailar la canción Los pajaritos de María Jesús y su acordeón. Con más de 100 kilos en canal, rubios y felices, se daban con los codos en las costillas como moviendo las alitas, dispuestos a volar. España estaba de moda y unos años después de ser admitida en Europa los españoles parecían ser más altos, tener el cuello más largo y haber perdido el pelo de las orejas, pero el gobierno de Felipe González se estaba quedando sin batería y la arrancada de la Transición parecía estar agotada. El desencanto unido a una cólera difusa acababa de llegar.

Nada de un pañuelo con cuatro nudos en la cabeza; ahora tocaba ser ricos y guapos. Parte de los socialistas habían sido bien recibidos en Marbella por las huestes de Gunilla y de Alfonso de Hohenlohe; sabían moverse con soltura entre las mesas de Puente Romano y en los pantalanes de puerto Banús saludando a los amigos en las popas de yates. Miguel Boyer fue el primero en capitanear este desembarco, siempre dos pasos detrás de Isabel Preysler, como suelen caminar con las manos en los riñones los consortes reales.

Un Julio Iglesias torrefacto con el micrófono a un lado de la boca y con una mano planchada sobre el hígado le balaba Soy un truhan, soy un señor a un público muy contento de estar en este mundo, ellos con camisas de seda muy apretadas a punto de disparar una ráfaga de botones; ellas cargando en las espaldas desnudas un sol marbellí de tercer grado. El espectáculo de Marbella consistía en ver volar en parapente a un cachalote llamado Camilo José Cela, a quien el premio Nobel le sirvió para enfrentarse a una generación de jóvenes novelistas españoles que en los años ochenta ocupaban con todo derecho las mesas de novedades en las librerías y que por primera vez eran aceptados por los lectores en castellano. También había triunfado en el extranjero un grupo de pintores, músicos y cineastas. Era un fruto natural de la libertad conquistada en la calle.

En la memoria de aquellos años, al final de la década de los ochenta, Miguel recordaba la imagen del alcalde Tierno Galván bailando con una mulata espectacular en una verbena de la Paloma o asomado con una risita de conejo a la pechuga de la actriz Susana Estrada. Tenía aquel profesor unos ademanes abaciales, el cuello blando, la chaqueta cruzada y parecía que se disponía a impartir siempre una bendición después de cualquier discurso político. En su entierro, una carroza tirada por seis caballos con crespones negros atravesó el gentío de un millón de madrileños desde el ayuntamiento hasta el cementerio de la Almudena. Miguel recordaba la imagen de unos travestis que se habían quedado llorando sentados en el bordillo de una acera de la calle Alcalá cuando el cortejo fúnebre ya había pasado.

¿Qué fue de aquellos políticos que durante un tiempo acapararon todos los titulares de los periódicos? ¿Quién se acuerda de ellos? Pasados los años Miguel conservaba apenas algunas siluetas de aquellas figuras y creía ver a Fraga Iribarne como un toro nacional engallado en medio del ruedo ibérico, siempre dispuesto a cornear el burladero, ese mismo toro que luego se vería en las banderas españolas sustituyendo al escudo constitucional. Recordaba a Carrillo con el pitillo en la boca, mordaz e irónico junto a Pasionaria en las fiestas que el partido comunista celebraba en la Casa de Campo el Primero de Mayo llena de tenderetes donde crepitaban sardinas, chuletas y chorizos a la brasa y entre las decenas de miles de gente se veía a viejos braceros del campo, fresadores de la Pegaso llevando de acá para allá tortillas de patatas o removiendo una caldera de chocolate; a obreros muy curtidos soplando matasuegras, tocados con gorros de romería, con caretas y narizotas. Y al atardecer cuando el sol se iba por las mansiones de Somosaguas los discursos de Carrillo con tres ecos de megáfono sonaban con palabras que ya comenzaban a estar gastadas, pero todavía entrar en la carpa donde se exponía Dolores Ibárruri era la mejor distinción que pudiera soñar un comunista.

Y entonces vino la guerra del Golfo y después la derecha sin complejos llegó al son de la canción de la Macarena. Las tiendas de lujo tenían tres filas de monovolúmenes aparcados enfrente con un conductor armenio o ucraniano, eran los mismos cochazos que llevaban a sus dueños alternativamente a misa y a matar marranos con solo ponerlos en marcha. Comenzaron las banderitas españolas en las pulseras del reloj y en collar de los perros. Bajo el reinado de la Macarena que debía dar al cuerpo alegría, se impuso llevar el pelo lorailo lailo con caracolillos aceitados en el pescuezo. Miguel ya tenía una edad que le obligaba a taparse por primera vez la nariz a la hora de votar.

Continuará

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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