Peter Handke: “La escritura para mí es un santuario, una capillita en La Mancha”
El Nobel austriaco, que publica ‘La segunda espada’, evoca la figura omnipresente de su madre, defiende el valor literario de los lugares anodinos como la periferia de París y vuelve a la polémica por sus libros sobre las guerras balcánicas y su cercanía con Milosevic en Serbia
”Por qué, por qué, por qué”, responde Peter Handke, premio Nobel de literatura en 2019, nada más comenzar la entrevista en un luminoso día de marzo en su casa de Chaville, el pueblo en la periferia suroccidental de París donde reside desde hace 32 años. ”Si la pregunta empieza con un porqué”, aclara, “nunca podré responder”.
El autor de El miedo del portero al penalti y Ensayo sobre el jukebox ya ha dado el tono. Una mezcla de afabilidad y desafío. Un cuestionamiento constante de las palabras que usamos, de todas las construcciones verbales. ”Hay que empezar como si nada se hubiera hecho antes”, defiende. “Como si no hubiese escritura antes, como si fuesen las primeras palabras, o mejor, las primeras frases”.
Handke (Griffen, Austria, 79 años) es, desde la muerte de Günter Grass, el primero de los clásicos vivos de las letras alemanas. También es un autor que en su momento fue la máxima expresión de lo cool y lo moderno, pero ha visto su reputación ensombrecida. En su caso, por sus escritos y declaraciones sobre las guerras balcánicas de los años noventa y sus gestos hacia Slobodan Milosevic, el presidente serbio que murió en una celda de La Haya mientras era juzgado por crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y genocidio.
Ahora Handke publica en castellano La segunda espada. Una historia de mayo (Alianza editorial, traducción de Anna Montané Forasté), un libro que en 131 páginas concentra la esencia del mundo handkiano. Y reaparece la figura esencial en su obra y vida: su madre.
En Desgracia impeorable, publicado en 1972, Handke ya abordaba el suicido de la madre. Era la historia de la lucha del narrador con el lenguaje para lograr contar su vida de muchacha eslovena en el sur de Austria, el optimismo colectivo durante los años de Hitler, la II Guerra Mundial y una posguerra y edad adulta marcadas por la infelicidad junto a un marido maltratador.
En La segunda espada, el narrador quiere vengarse de una periodista que, en un artículo, escribió que la madre del redactor “había dado gritos de júbilo” cuando Hitler se anexionó Austria en 1938 y había sido nazi. La inspiración, dice Handke, fue una representación teatral de Desgracia impeorable en el que se mostraba un fotomontaje de las masas vienesas recibiendo a Hitler con una imagen de su madre.
“Esto me puso en cólera. Es bueno para ponerse a escribir”, observa. En la novela, el narrador sueña con un episodio de su juventud. Él, de adolescente, reprochó a su madre que no resistiese a los nazis. La hizo llorar. ”La amaba profundamente, pero cuando estaba con ella me irritaba”, cuenta. “Es normal, ¿no? Cuando era un niño pequeño”, recuerda, “me limpiaba su cara con su saliva y yo no lo soportaba”.
Sí, admite Handke, quizá quiso hacerla llorar en la vida real, y le duele. “Es un poco sádico: hay jóvenes que son moralizadores y agitan una espada, pero una espada bastante oxidada”. En el salón, lleno de montones de libros y plumas de aves rapaces, cuelgan fotos de ella. Sola. Con la familia. Madre e hijo sentados en una mesa, pero distantes el uno de la otra.
”A veces estábamos juntos, sin decirnos nada, y mirábamos al horizonte. Esto vuelve a mí con frecuencia”, dice. Y recuerda todo lo que le debe, también literariamente. Las historias que ella le contaba. Como aquella de su hermano pequeño —el tío de Peter—, que fue al seminario. Una noche ya no pudo soportar más estar lejos de la granja y se escapó. Anduvo toda la noche, 40 kilómetros, hasta llegar a casa. Eran las cuatro de la madrugada de un sábado aún oscuro.
”Agarró la escoba y se puso a barrer el patio. La familia, que dormía, escuchó un ruido extraño: el sonido de la escoba”, relata Handke. Y comenta: “Siempre he sentido horror por la autobiografía pura y dura, tiene que haber un desvío. Un gran pequeño relato como este se transforma para quien lo escucha. Suavemente, la ficción se instala, sin planificación. La literatura es esto”.
Para el lector de Handke, produce un efecto extraño visitarle en Chaville, epicentro de su mundo literario, esa parte de la región parisiense formada por bosques y casas unifamiliares entre París y Versalles. La bahía de Nadie, como la bautizó en el título de uno de sus libros, es su Macondo, su Yoknapatawpha, pero sin épica ni fantasía: no hay seguramente Francia más anodina que esta.
”Si uno está dentro del sueño concentrado de la escritura, cualquier lugar, y sobre todo los lugares anodinos, se vuelven lugares”, replica. “Los lugares que, por definición, según la guía Baedeker o Michelin merecen una visita, para mí a priori no funcionan. Cuando fui a España fui a Linares. No se puede decir que sea un lugar turístico. Hace tiempo, unos 40 años, me puse a trabajar ahí en Ensayo sobre el cansancio. Y de repente todo se volvía significativo. Todo cuenta y todo cuenta”.
Siempre he sentido horror por la autobiografía pura y dura, tiene que haber un desvío
Lo dice en el doble sentido: todo tiene su importancia y todo narra algo si se presta atención. Siempre lleva encima una libreta minúscula donde dibuja y anota frases como: “¿Por qué estoy a un lado? Estoy contento de estar tan a un lado”. “A un lado’ significa aquí fuera de lugar, desubicado”.
Más tarde, en una mesa del antiguo Café des trois gares —uno de los escenarios del último libro— declara: “No soy un esnob. Soy un dandy”.
—¿Un romántico?
—Sí, un romántico incurable.
El Nobel no le quitó las ganas de escribir. “Fue bastante osado”, dice en alusión a la decisión de la Academia sueca. “A causa de Yugoslavia también, ¿no?”, añade. Un miembro de la Academia dimitió. Escritores como Salman Rushdie, organizaciones como el PEN-Internacional, víctimas del genocidio en Bosnia-Herzegovina protestaron.
Handke no se arrepiente de libros como Un viaje de invierno a los ríos Danubio, Save, Morava y Drina o Justicia para Serbia u otros sobre las guerras balcánicas. “No hay ni una palabra falsa”, asegura. “Quizá cuando hablo... pero no es así como escribo. La escritura para mí es un santuario, no una catedral, sino una capillita en el campo, en La Mancha o en algún lugar, por la que el viento pasa, y la arena, y quizá una pequeña mariposa, tampoco muy bonita”.
En otro momento reconoce: “De todas maneras, no convenceré a nadie, ni tengo ganas de convencer. Todo lo que estoy diciendo es idiota, pero todo lo que he escrito no es idiota. Es completamente inútil mi palabrería”.
Para muchos de sus admiradores, las posiciones en los Balcanes y la cercanía con Milosevic, a quien visitó en La Haya y en cuyo entierro pronunció un discurso, resultan incómodas, decepcionantes.
“No me gustan los admiradores”, zanja. Y se queja de que se compare a Milosevic con Hitler. Y afirma que no siente por él ninguna simpatía. Y que visitarle en prisión cuando ya no ocupaba el poder y después ir a su entierro, a petición de la familia, era “lo más normal”. “Estoy en cólera”, dice, “con lo que los periodistas hacen con el lenguaje”.
Sobre la guerra en Ucrania, rechaza pronunciarse. “De esto no hablo”, responde. “Mi esposa me ha dicho que debo callarme”.
Babelia
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