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El fiscal de Manhattan prohíbe a un conocido coleccionista de antigüedades comprar una sola pieza más en su vida

El financiero Michael Steinhardt, condenado a devolver a sus países de origen casi 200 objetos que consiguió gracias a traficantes y saqueadores de tumbas

María Antonia Sánchez-Vallejo
El financiero y coleccionista Michael Steinhardt
El financiero y coleccionista Michael Steinhardt, en un foro en diciembre de 2008 en Nueva York.Brendan McDermid (Reuters)

La historia de cómo el magnate neoyorquino Michael Steinhardt forjó su colección de arte daría para unas cuantas novelas de misterio, con tramas tan oscuras y perversas como cosmopolitas. Una mezcla del detective Poirot y los supervillanos sacados de la serie James Bond, por ejemplo. Porque el elenco de personajes secundarios es de altura: traficantes de antigüedades, capos de mafias locales e internacionales, redes de lavado de dinero y ladrones de tumbas contribuyeron a que, a partir de 1987, el inversor atesorase una colección valorada en 200 millones de dólares, con miles de piezas procedente de yacimientos en una docena de países. Hasta que el fiscal de Manhattan, Cyrus Vance, en una de sus últimas sentencias antes de jubilarse, ordenó la semana pasada al financiero que restituya 180 piezas robadas, valoradas en 70 millones de dólares, a los lugares de donde fueron arrancadas por amigos de lo ajeno, en este caso del capital ajeno.

Aparte de devolver lo robado, la fiscalía ha impuesto a Steinhardt la prohibición de coleccionar más reliquias en lo que le queda de vida (acaba de cumplir 81 años). Además de la primera condena de esta especie, a perpetuidad, el veto era también una condición sine qua non para no presentar cargos contra el milmillonario, pionero de los fondos de inversión y gran benefactor de la Universidad de Nueva York, de entidades judías de la Gran Manzana y el Museo y el Botánico de Brooklyn, que han bautizado sendas alas con su nombre. Pero la filantropía como patente de corso parece tener los días contados: un día tras otro se van tachando los nombres de donantes que financiaron, con dinero oscuro, la cultura o la ciencia en EE UU. El último ejemplo es la retirada del apellido Sackler, ligado para siempre a la crisis de los opioides, de siete salas del Museo Metropolitano de Nueva York (Met).

Tras cuatro años de investigación multinacional, a manos de una unidad creada ad hoc, la fiscalía de Manhattan considera probado que Steinhardt desarrolló durante décadas “un apetito voraz por objetos saqueados” gracias a “un submundo insondable de traficantes de antigüedades, jefes del crimen organizado, blanqueadores de dinero y saqueadores de tumbas”. En concreto, 12 redes de delincuencia organizada que robaron los objetos en 11 países y colocaron la mercancía en el mercado internacional sin documentos acreditativos. El acuerdo pretende evitar un largo litigio que habría retrasado la devolución de las obras de arte.

Entre las antigüedades que se repatriarán, hay, por ejemplo, fragmentos de los frescos de Herculano. O un maravilloso sarcófago minoico robado en Creta y valorado en un millón de dólares que podrá reposar definitivamente en alguno de los espléndidos museos arqueológicos de la isla. O el hermoso rhyton (vaso ceremonial para libaciones) con forma de cabeza de ciervo, del año 400 a. C. y con un valor de 3,5 millones de dólares, que volverá a Turquía. Tras comprarlo ilegalmente en 1991, la generosidad de Steinhardt ―o más bien su vanagloria― le empujó a prestárselo al Museo Metropolitano de Nueva York, donde se exhibió hasta que la Oficina del Fiscal recibió autorización para confiscarlo. No era la primera vez que su nombre aparecía vinculado a piezas robadas: ya en los noventa le fue requisada una copa de oro del año 400 a. C. importada irregularmente desde Italia. Steinhardt, encogiéndose de hombros, se escudó en la inocencia sonrojante de cualquier víctima de engaño.

La investigación sobre Steinhardt se inició en 2017, cuando su exhibicionismo le puso en evidencia al prestar, también al Met, una preciosa cabeza de toro en mármol que había sido robada durante la guerra civil libanesa (1975-1990). Los investigadores empezaron a tirar del hilo y descubrieron fondos que ya querrían para sí muchos museos del mundo. Una pieza tras otra, como un puñado enmarañado de cerezas, los hallazgos mostraron la dimensión global de la rapiña y lo engrasado que está el tráfico ilegal de antigüedades, algo a lo que los países se enfrentan con distinta suerte: mientras Bulgaria, entre otros países del Este, es una mina para los saqueadores, el refuerzo de la legislación en países como Italia o Grecia ha hecho prácticamente imposible el tráfico. Los estragos en el patrimonio cultural que provocan las guerras son otro excelente vivero de reliquias, como recuerda el doloroso expolio del Museo Nacional de Bagdad tras la guerra de 2003.

A primeros de agosto, EE UU devolvió precisamente a Irak unas 17.000 piezas, alguna de ellas con 4.000 años de antigüedad, sacadas ilegalmente del país por traficantes en las dos décadas que han seguido a la caída del régimen de Sadam Husein. Muchas de ellas lucían en museos y colecciones privadas de EE UU, donde fueron confiscadas por las autoridades. Para el Gobierno de Bagdad, se trata de “la mayor restitución de la historia iraquí”, fruto de la colaboración entre los dos países. Buena parte de las reliquias se exhibirán en el Museo Nacional, el mismo que pocos días después de la invasión de EE UU amaneció con enormes boquetes en sus muros, por donde habían penetrado los ladrones. Pese al colosal despliegue de soldados estadounidenses por toda la ciudad tras la invasión, sorprendió que ninguno custodiara el tesoro nacional aquellos días. Sorprendió mucho, o no tanto, o puede que bien poco.

Así que cuando no son los bárbaros (la destrucción de los Budas de Bamiyán por los talibanes en 2001 es solo un ejemplo), son la codicia y las facilidades del mercado ―incluidos los diligentes saqueadores a comisión― las que ponen en peligro el patrimonio artístico, pese a las resoluciones de la ONU para preservar en la medida de lo posible este legado o a la constatación de que en ocasiones este tráfico ilícito sirve para financiar a grupos terroristas como el Estado Islámico. Además, al margen de un acto de justicia, la devolución de las 180 piezas de Steinhardt tampoco escapa a la corriente internacional de restitución de obras de arte que cuelgan en muchos museos del mundo, tras haber sido expoliadas por la colonización o, como en el caso de los mármoles del Partenón, por el robo.

Mediante un comunicado publicado el pasado día 6, el abogado de Steinhardt dijo que el magnate está encantado de devolver obras “adquiridas erróneamente” y que se reserva el derecho a pedir “una compensación a los intermediarios” ―el proceloso mundo de los camellos, o dealers, artísticos―, subrayando que muchos de ellos le aseguraron haber obtenido las piezas legalmente. En total, la unidad de tráfico de obras de arte creada para seguir las huellas de su colección ha recuperado en estos cuatro años más de 3.000 objetos, la mitad de los cuales han sido ya devueltos a sus países de origen, mientras que un millar más están pendientes de procedimientos legales. En la sentencia que prohíbe al infractor volver a atesorar una sola pieza más, publicada el lunes pasado por la Fiscalía de Manhattan con una relación tan pormenorizada de los objetos que más parece el catálogo de un museo que un fallo judicial, el veterano fiscal Vance también afea en términos morales la conducta de Steinhardt: durante décadas, subraya el texto, no solo fue un ávido depredador sin escrúpulos, también ocasionó “un grave daño cultural al mundo”. Justicia poética. Y artística.

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