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Reportaje:

El martirio de los colosos de Bamiyan

Los dos Budas atacados por los talibán tienen una fascinante historia

Jacinto Antón

No hay compasión para Buda. Algo que era de esperar de los fanáticos guerreros de Dios afganos, los talibán, que ahorcan a sus enemigos en el cañón de los tanques, niegan servicios médicos a sus propias mujeres y han prohibido por decreto echar a volar cometas. No está acreditado que las dos grandes estatuas de Bamiyan atacadas ferozmente el pasado viernes por los talibán y cuya metódica destrucción proseguía ayer tuvieran voz como los faraónicos colosos de Memnon, pero cabe imaginar el hálito de la historia escapando de la piedra martirizada bajo el estruendo de la cohetería y los obuses de los carros de combate. Pocas fusiladas tan salvajes habrá visto la humanidad desde el legendario tiroteo de los mamelucos a la Esfinge.

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El extraviado celo islámico de los talibán (pues ¿acaso no dice el Corán: 'Dios no ama a los que se exceden'?) está poniendo fin a la pétrea existencia de unas estatuas que habían sobrevivido al tiempo y hasta a Gengis Khan. Unas estatuas consideradas verdaderas maravillas de la antigüedad y, por tanto, hermanas -ni que sea putativas- de aquellas siete joyas entre las que se contaban el coloso de Rodas, el faro de Alejandría y los jardines de Babilonia. Paradójicamente, no estaban en la lista de Patrimonio Mundial de la Unesco, aunque es muy improbable que su inclusión las hubiera protegido de los talibán.

La historia de las estatuas empieza en un hermoso valle, hace muchos años. A la sombra de las majestuosas montañas del Hindu Kush, en unos riscos de arenisca que se alzan como un telón rojizo junto a la población de Bamiyan, a 2.500 metros de altura y 230 kilómetros al noroeste de Kabul, la fe y la habilidad de unos hombres tallaron dos grandes imágenes venerables. En aquella época, desde el siglo II, en Afganistán florecía el budismo y Bamiyan, además de un lugar de descanso para las caravanas de la Ruta de la Seda, era un centro internacional de piedad budista al que arribaban peregrinos de India y China. El chino Fa Hsien se hizo eco en el siglo IV de lo maravilloso de Bamiyan, y 200 años después lo hizo otro peregrino, Hsuan Tsang, que mencionó 10 monasterios con 5.000 monjes cuyo canto llenaba de ecos el fértil valle.

Los dos grandes Budas, de 53 y 38 metros respectivamente (el primero del siglo IV y el segundo del III), separados por unos 400 metros, fueron tallados en roca en grandes nichos y cubiertos con una mezcla de arcilla y paja para modelar la expresión de la cara, las manos y los pliegues de las vestiduras, túnicas de aire griego recuerdo de la fecunda influencia helénica en esas tierras desde el paso de las falanges de Alejandro. Las superficies fueron cubiertas luego de estuco y pintadas: el pequeño Buda de azul y el grande de rojo, con la cara y las manos doradas. Debía de ser conmovedor para los peregrinos verlos desde la distancia, con su gesto de promesa tranquilizadora (abhaya-mudra) en una mano y de dispensar favores (varamudra) en la otra. Los Budas de Bamiyan, que portaban joyas, se hicieron famosos en todo Oriente e influyeron poderosamente en los estilos y desarrollos de la escultura budista.

Cuando en 1831 el explorador y militar escocés sir Alexander Burnes, espía luego al servicio del Gran Juego, llegó a Bamiyan, aquel Shangri-La, antaño capital del budismo de toda Asia central, había dejado de existir. Durante centurias, desde que en el siglo XI el islam se impuso en el valle, los testimonios artísticos budistas sufrieron ataques. Burnes dibujó los colosos con graves mutilaciones ya en rostros y manos. Publicados en su obra por el gran geógrafo Carl Ritters, esos bocetos fueron las primeras imágenes occidentales de los Budas de Bamiyan. Otro gran viajero vio los dos Budas y escribió de ellos: Robert Byron (1905-1941) estuvo en Bamiyan en la década de 1930 y evoca poéticamente en su hermosísimo libro Viaje a Oxiana (Península) 'los colores de ese valle extraordinario con sus riscos de color rojo ruibarbo, sus picos azul añil coronados por la reluciente nieve, y el verde eléctrico del trigo recién nacido'. En los riscos, como 'un enorme nido de avispas', colgaban los centenares de cuevas de los monjes budistas, 'arracimadas en torno a los dos Budas gigantescos'. Byron, a quien curiosamente no le gustaron mucho los Budas, informa de que en el siglo XVIII Nadir Sha hizo romper las piernas del grande.

Pero el verdadero martirio de las estatuas -como el de todo Afganistán- llegó con la guerra moderna del siglo XX. A mediados de los años noventa, la gruta a los pies del Buda mayor fue usada como almacén de municiones y el acantilado de las estatuas fue bombardeado desde el aire.

El odio de los talibán contra los dos Budas, fruto de su celo iconoclasta, ha sido mayor si cabe porque las grandes esculturas se hallan en territorio enemigo. Bamiyan es de población hazara, el mayor grupo musulmán shií de Afganistán, enemistado tradicionalmente con los pashtunes sunnitas (mayoritarios en el país y entre los que se reclutan los talibán). Cuando en 1998 tomaron Bamiyan, los talibán realizaron masacres de civiles y atentaron contra los Budas volando la cabeza del pequeño. Entonces pareció que las esculturas, aunque heridas, se preservarían, pero los talibán ya practicaron en ellas agujeros para insertar dinamita, lo cual habrá ido muy bien para el capítulo final del vía crucis.

Terrible cosa es caer mal a los talibán. Comandados por el tuerto mulá Omar -perdió un ojo al estallarle cerca un cohete-, que nunca se ha dejado fotografiar, los talibán (plural de talib, estudiante islámico) surgieron como alternativa a los viejos mujahiddin que habían luchado contra la invasión soviética. Jóvenes desarraigados, ignorantes de las tradiciones tribales, los soldados talibán carecen de cualquier respeto por el pasado de su país y se han abandonado a un islam mesiánico y puritano.

Acostumbrados a realizar actos simbólicos brutales, como la castración y el arrastre con un todoterreno del ex presidente Najibulá tras la toma de Kabul en 1996, los talibán no han dudado en ponerse de nuevo por montera a toda la opinión internacional, atacando a los Budas, para expresar la firmeza de sus ideas.

Omar ha ordenado que el celo aniquilador se extienda a todo el patrimonio escultórico, y un increíble pogromo ha comenzado. Ayer se informaba de la destrucción de docenas de 'ídolos' de madera y piedra en los sitios históricos de las provincis de Herat, Ghazni, Kabul y Nangarhar. Afganistán se quedará sin estatuas, pero nunca había habido en el áspero país tanta mano dura y tanto corazón de piedra.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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