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Antonio Scurati: “El daño a la democracia está en la derecha populista, aunque no sea violenta”

El escritor italiano publica el segundo de los cuatro volúmenes de su monumental biografía novelada de Mussolini, una de las más ambiciosas empresas literarias de nuestro tiempo

Daniel Verdú
Antonio Scurati, el pasado 25 de abril, en Milán.
Antonio Scurati, el pasado 25 de abril, en Milán.Maria Moratti (Getty Images)

El mundo cambia demasiadas veces en una década como para andarse con cálculos políticos y editoriales. Cuando su proyecto termine, Antonio Scurati (Nápoles, 51 años) habrá dedicado más de 10 años a construir un monumental retrato del fascismo italiano y del hombre en el que cristalizaron el miedo, la ambición imperial y los sueños propagandísticos de una nación algo acomplejada y todavía en pañales que esperaba —y puede que siga haciéndolo— el advenimiento de un líder total. Y aun así, todo se parece demasiado al ruido que empezó a llegar a través de la ventana de su estudio milanés mientras construía una extraordinaria criatura en evolución de la que publica ahora su segundo volumen en España y que se encuentra solo en el ecuador de su recorrido. Un retrato sobre las heridas de la Europa del siglo XX que tendrá también una serie y, acaba de decidirlo, llegará hasta un cuarto volumen para conformar uno de los más ambiciosos ciclos literarios de nuestro tiempo.

M. El hombre de la providencia (Alfaguara, 2021) combina el método histórico y el literario para diseccionar la consolidación del régimen fascista en Italia. Y comienza justo donde terminó M. El hijo del siglo (que en Italia obtuvo el prestigioso premio Strega): con el asesinato del político y periodista antifascista Giacomo Matteotti. Esa fue la chispa que transformó las vísceras del fascismo y del propio dictador, reconstruida a través de diálogos, pensamientos y fuentes primarias obtenidas del Archivo de Estado. “Cuando empecé a estudiarlo me desconcertó que, en febrero de 1925, Mussolini estuviera unas tres semanas fuera de la escena política a causa de una úlcera duodenal que casi lo mata. Me di cuenta de que los estudios más importantes, como el de Renzo de Felice, liquidaban ese pasaje en dos o tres líneas. ¡Pero es una enfermedad de naturaleza psicosomática! Profundicé y me pareció completamente evidente que aquel dolor que le acompañó toda la vida estaba estrechamente ligado al fantasma insepulto de Matteotti. No es demostrable científicamente, pero esa es la verdad del novelista y hay que contarla”, explica al otro lado de la pantalla de la videollamada.

Mussolini, en su despacho con su gato, alrededor de 1925
Mussolini, en su despacho con su gato, alrededor de 1925Time Life Pictures (The LIFE Picture Collection via )

Un Estado corrupto

El Mussolini de la consolidación del fascismo de Scurati, que alcanza hasta octubre de 1932, cuando el régimen se autocelebra y repasa su trayectoria 10 años después de la Marcha sobre Roma con una gran muestra, es una paradoja. El régimen gozaba de su mayor apoyo y arraigo en Italia, pero el dictador siente en su propio cuerpo el vacío de un experimento que, antes que nadie, percibe que no funciona. La utopía es solo un Estado corrupto. Las promesas de transformación de Italia, como tantas construcciones del populismo actual, son solo hojalata hueca. “Mussolini sabe ya, incluso cuando arenga a la masa a pecho descubierto, que no podrá mantener muchas de sus promesas. Sabe que no ha logrado cambiar a los italianos y que el partido fascista está vacío. Es consciente de que no creará una nueva clase dirigente y que sus jerarcas no valen nada: eran matones y ahora son solo ladrones corruptos. Así entra en un estado esquizoide: se exalta, pero también se sume en la melancolía. Tiende a hablar de las futuras generaciones porque sabe que él no logrará la Italia fascista que soñó”.

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Una de las escenas más representativas del libro muestra a Mussolini frente al busto de bronce que le ha hecho el escultor Adolfo Wildt. El dictador tiene ya 55 años, dolores y un humor de perros. La espera del veredicto es muy tensa. Pero el Duce termina apreciando su propio retrato: el de “un hombre dentro de la historia”. “Magnífico, es así como me siento”, proclama ante el alivio del artista. El momento subraya cómo el cuerpo constituye el eje central de la política del dictador y también de la visión de Scurati sobre el periodo. “Se convirtió en el punto de partida. De un lado porque yo sabía que Mussolini fue el primer político del siglo XX en poner el cuerpo en el centro de la escena. Entendió que la política en la era de las masas, la comunicación entre un líder y su pueblo, no es intelectual. Se construye a través de una vibración física. Y el cuerpo del líder se convertiría en un fetiche: para adorarlo o masacrarlo, como le pasó a él”. Pero por la ventana del escritor, de nuevo, empezó a llegar un ruido familiar. “Sucedió que un presidente de EE UU se convirtió inconscientemente en heredero de esa tradición iniciada por Mussolini. Porque Donald Trump también transformó su propio cuerpo en una amenaza a la democracia en plena pandemia. Lo curioso es que esta es una novela sobre la historia de la historia. Pero que, a la vez, vive en su propio tiempo histórico”.

Pier Paolo Pasolini acuñó el concepto de la poshistoria en su célebre poema Yo soy una fuerza del pasado. Una idea que iluminó siempre la obra de Scurati y que le hizo plantearse hace poco algunos límites. La pandemia funciona ya como grieta espaciotemporal entre lo que sucedió y se escribió antes, y lo que vino después. “Pensé que tenía que especificarlo en unos ensayos que habían sido escritos antes de la pandemia. Si no, es casi una falta de respeto al lector”. Esa sensación es parecida a la que manifiesta toda una generación de escritores, explica, que ha retratado las heridas del siglo XX sin haberlas sufrido.

Mussolini sabe ya, incluso cuando arenga a la masa a pecho descubierto, que no podrá mantener muchas de sus promesas

Scurati se refiere a obras como Las benévolas, de Jonathan Littell. Pero también a la mayoría de premios Goncourt de los últimos 10 años, donde escritores de su generación, sin vínculos con aquellos periodos, cuentan la Primera o la Segunda Guerra Mundial, así como las contiendas poscoloniales. Por eso, en parte, los dos volúmenes de M. pueden ahora contar el fascismo sin ser rehén de una implicación personal. “Esta generación de escritores, que ha producido buena parte de la literatura europea más significativa de estos años, puede leer libre y arbitrariamente la tragedia política del siglo XX. Básicamente, porque puede adueñarse de ella a través de la narración literaria, porque no le pertenecen a la manera de un destino. Y eso permite reconocerla como propia. Pero si juzgar es responder al mundo, a sus torturas, violencias o injusticias con la facultad de discernimiento, entonces sí hay un juicio, claro”.

Mussolini, en 1925 junto a un busto realizado en su honor.
Mussolini, en 1925 junto a un busto realizado en su honor.ullstein bild Dtl. (ullstein bild via Getty Images)

Un proceso de este tipo comienza por sentar en el banquillo las responsabilidades colectivas. Y quizá desde el propio título, un epíteto (el hombre de la providencia) que acuñó alegremente Pío XI para referirse a Mussolini, se apunta hacia algunos sectores que, en su momento, salieron poco manchados. “El clero, la curia, así como la monarquía, tuvieron una grandísima responsabilidad en el ascenso al poder del régimen. El punto cenital de su carrera política es 1929. Ese año Mussolini, todavía joven y fuerte, en pleno ascenso, gana un enorme plebiscito popular en unas elecciones fuertemente antidemocráticas: con una lista única. Solo podías decir sí o no, una farsa. Pero un número enorme de italianos, que no estaba obligado a hacerlo, fue ahí y le dio su apoyo. Esas elecciones, que son la negación de cualquier democracia y que serán las últimas, llegan poco tiempo después de los Pactos Lateranenses: el acuerdo entre Estado e Iglesia que sana una herida abierta con el Resurgimiento: porque los católicos italianos lo sufrían. El Papa, en suma, contribuye mucho al apogeo de Mussolini”.

El regreso estos días de los términos fascista o comunista para polarizar la política, como ha sucedido en España, no es nuevo. Pero la violencia, el paso inequívoco para llegar al matonismo de entonces —”no al término, del que se ha abusado contraproducentemente en los últimos años”, señala Scurati—, no debe distraer el análisis de la grave situación actual. “La pregunta sobre la violencia presupone la convicción de que ese momento llegará. Pero también de que si no llegase, no pasaría nada grave. Sin embargo, no es un pasaje necesario. El autoritarismo de esta nueva derecha populista es también una grave amenaza para la vida democrática. No hace falta esperar a que el escuadrista o el falangista venga a golpear con el martillo tu puerta. La democracia, escríbalo, por favor, el daño a la democracia, está ya en los actos, en los movimientos y partidos autoritarios populistas de derechas. Aunque no se precipiten hacia la violencia fascista”, señalaba el día en que se celebraban las elecciones en la Comunidad de Madrid.

"¿Comunismo o libertad? Un eslogan reaccionario"

El día de la entrevista con Antonio Scurati, Madrid decidía quién tomaría el mando de su Gobierno en los próximos años. La ganadora decidió plantearlo en términos más primitivos, desde el punto de vista político: “Comunismo o libertad”. El escritor, muy familiarizado con este tipo de etiquetas que han perdido su significado de tanto banalizarlas, se muestra algo desconcertado. "No juzgo la situación política de Madrid, que no conozco lo suficiente. Pero este eslogan es un claro síntoma de regresión de la comunicación política. Además de reaccionario, claro”.

Scurati advierte de los peligros de usar y abusar de términos como comunismo o fascismo. “La inteligencia política no está evolucionando, sino que vuelve al siglo XX. Para ser defensores de los valores democráticos no hace falta militar bajo banderas de colores. En cambio, reproducir esta contraposición antihistórica es una forma de infantilismo de la mente colectiva. Reaccionaria y oscurantista. Es algo que no trae nada bueno. Y lo digo en general”.

No hay nada nuevo, en realidad. Berlusconi, de hecho, fue el primero en hacerlo, recuerda Scurati. “Usaba de la manera más desacomplejada la acusación de comunista contra sus adversarios. Hizo campaña tras campaña usando esa idea del comunismo cuando ya ni existía en la Unión Soviética. Eso es la caradura de un gran publicitario, y el prejuicio radicado en todo su electorado ante un cierto perfil antropológico. Cuando él decía 'comunistas', en el fondo guiñaba el ojo a sus votantes como diciendo: 'Estos tocahuevos', 'estos pringados', 'esta gente que no tiene buen gusto".


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Sobre la firma

Daniel Verdú
Nació en Barcelona pero aprendió el oficio en la sección de Madrid de EL PAÍS. Pasó por Cultura y Reportajes, cubrió atentados islamistas en Francia y la catástrofe de Fukushima. Fue corresponsal siete años en Italia y el Vaticano, donde vio caer cinco gobiernos y convivir a dos papas. Corresponsal en París. Los martes firma una columna en Deportes

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