Elogio de la violencia, desprecio de la inteligencia: así habla un fascista
Tras el triunfo internacional de ‘M. El hijo del siglo’, Antonio Scurati publica mañana ‘M. El hombre de la providencia’, la segunda entrega de su gran retrato narrativo de Benito Mussolini. Adelantamos un fragmento que recrea una arenga a las masas del líder italiano
Tras la intervención inaugural del secretario, el congreso prosigue de manera rápida y singular. Se aplaude mucho, muchísimo, se habla poco, brevemente, los oradores ya inscritos renuncian a sus intervenciones, todos los puntos del orden del día se aprueban por unanimidad. No hay mención alguna, ni vaga siquiera, a disputas internas. Se rumorea por los pasillos que Mussolini parece haber dicho: “Estoy con la batalla del trigo y con la de la lira, tengo que resolver cuestiones internacionales, estoy preparando las leyes para la reconstrucción fascista, no me toquéis los cojones con asuntos de partido”. Y el partido tampoco parece querer defraudarlo en esta ocasión, accede, cede el paso y en el Augusteo se celebra un congreso al puro estilo fascista: el hecho consumado siempre precede a la doctrina. El programa anunciado a la prensa se reduce a la mitad en el curso del día.
De esta manera, Benito Mussolini puede subir a la tribuna para su discurso final en la misma tarde del 22 de junio. Se muestra en excelente forma y de excelente humor, casi locuaz. Promete a su auditorio “una hora de gran jolgorio”. Sigue estando delgado, es cierto, pero en apariencia sano y fuerte. No parece que quede en él rastro alguno de la ulceración del duodeno. También parece, desmatteotizado, como diría el secretario.
—Sabía que ninguno de vosotros había envejecido. Sin embargo, temía que cuatro años de tiempo le hubieran dado a vuestra complexión ese exceso de adiposidad que acompaña el triste paso de los cuarenta años. En cambio, seguís aún ágiles, muy ágiles, musculosos, verdaderamente dignos de seguir encarnando a la juventud de Italia.
Aplausos. Gritos de júbilo. Más aplausos. Luego, después del orgullo, después de los saludos, después de la pulla a la “misteriosa divinidad de la opinión pública que a los fascistas no nos puede traer más al pairo”, la primera palabra política es para la violencia:
—Ya sabéis lo que pienso sobre la violencia. Para mí es profundamente moral, más moral que el compromiso y la transacción —¡Muy bien! Gritos de aprobación. Calurosos aplausos.
Dedica apenas un momento para aclarar que la violencia siempre debe ser guiada por el ideal y ya se pasa al interludio cómico. El orador hace una pausa, escruta el auditorio con aire astuto y luego continúa:
—Ahora voy a haceros una confesión que os dejará el alma completamente espeluznada —otra pausa—. ¡No he leído nunca una sola página de Benedetto Croce! —carcajadas, aplausos, vivísima hilaridad.
También la mofa del tipo humano del intelectual es breve, ágil, airosa, libre de adiposidad. Este Mussolini no tiene tiempo para demorarse en esa raza de hombres que tienen el mérito de decir siempre algo cierto y el privilegio de no ver nunca la verdad. Un poco de inteligencia está bien, pero solo lo suficiente para criticar al adversario.
—¡La cultura universitaria ha de asimilarse rápidamente y ser expulsada con igual rapidez! —vivísima hilaridad—. Digámoslo francamente: ¡antes que al catedrático impotente prefiero al escuadrista que actúa!
Como exaltado al ver el cadáver del enemigo, abatido en la befa, el Duce del fascismo despega. Pasa rozando apenas por la tan debatida cuestión del cumplimiento del Estatuto, fulminándola (”el Estatuto, señores míos, no puede ser un gancho al que estén condenadas a ahorcarse todas las generaciones italianas”) y alza después el vuelo hacia el futuro. “¿Qué queremos? Algo soberbio: queremos que los italianos escojan, queremos la fascistización del país, queremos crear un nuevo tipo de italiano, el hombre fascista”, al igual que hubo el hombre del Renacimiento y el de la latinidad, un italiano valiente, intrépido, franco, trabajador, respetuoso, un italiano nuevo.
En las últimas semanas, el presidente del Gobierno ha presentado un proyecto de ley que prevé la depuración del personal no fascista de la Administración pública, otro que anula lo poco que queda de la libertad de prensa, un tercero que refuerza aún más el poder del Ejecutivo, ha proscrito las asociaciones secretas que se resisten a su poder y, haciéndose cargo del Ministerio de Guerra y del de Marina, acumula en sus manos todo el poder de las fuerzas armadas. De manera que, ahora, percibiendo el campo despejado frente a él para disputar el palio de la dictadura, en un crescendo de entusiasmo delirante y de generosa negativa a conformarse con el mezquino presente, Benito Mussolini tiene una visión del futuro, ve el alba de un nuevo mundo. Desde la tribuna del Teatro Augusteo de Roma, ya curado de la úlcera duodenal que le hizo vomitar sangre, el Duce del fascismo ve a las nuevas generaciones:
—A veces sonrío ante la idea de generaciones de laboratorio, es decir, de crear la clase de los guerreros, que siempre están dispuestos a morir; la clase de los inventores, que persiguen el secreto del misterio; la clase de los jueces, la de los grandes capitanes de la industria, la de grandes exploradores, la de los grandes gobernantes...
Hasta a eso le impulsa su pasión por el mañana: Benito Mussolini se atreve a soñar con castas. El objetivo es siempre el mismo: el imperio. Fundar una ciudad, descubrir una colonia, crear un imperio, esos son los prodigios del espíritu humano.
La última palabra, como la primera, se reserva de nuevo para la violencia. “La bandera del fascismo ha sido confiada a mis manos y estoy dispuesto a defenderla contra quien sea, incluso a costa de mi sangre”.
Como un miasma, el olor dulzón de la sangre se esparce, vaporoso, sobre el público, sacudido por un aplauso interminable, mientras el Teatro de Augusto aclama el discurso del presidente.
Puesto en pie de un salto desde su trono dorado, Roberto Farinacci se despelleja las manos, irrumpe en carcajadas, vitorea. Es el retrato de un hombre feliz.
Fragmento de ‘M. El hombre de la providencia’, de Antonio Scurati.
M. El hombre de la providencia
Autor: Antonio Scurati. Traducción de Carlos Gumpert.
Editorial: Alfaguara, 2021.
Formato: 592 páginas. 22,90 euros.
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