Antonio Scurati: “Ridiculizamos a Trump por su físico y a Salvini por vulgar, y así ganan electores que piensan que los imbéciles somos nosotros”
Es la advertencia del autor de la magna biografía novelada del Duce. Una obra sobre el ascenso al poder del monstruo que le ha convertido en mito de las letras en Italia y ha abierto un intenso debate sobre el pasado de los fascismos y su eventual regreso. Oportunismo, violencia verbal y capacidad para detectar los resortes del malestar social. He ahí el manual de uso de los nuevos y viejos populismos.
Los tiempos cambian, cada vez se parecen más. Y en plena travesía de la tormenta populista, Italia creyó encontrar hace un año en el último gran fenómeno editorial las respuestas que buscaba a algunas preguntas que empezaban a retorcerse demasiado. M. El hijo del siglo, que Alfaguara publica en español este mes de enero, es la biografía novelada de Benito Mussolini edificada por el profesor y escritor Antonio Scurati (Nápoles, 1969). Un monumental retrato desprejuiciado y minuciosamente reconstruido sobre el ascenso al poder entre 1919 y 1925 del dictador italiano que narra los entresijos de un tiempo convulso, un claroscuro histórico y lejano, pero demasiado parecido al presente. Su publicación en Italia fue demoledora. Vendió más de 400.000 copias y se ha traducido en 40 países. Su autor se convirtió en una celebridad a la que veneran y paran por la calle, y de la que se espera siempre una palabra profética para definir lo que se nos viene encima. Cinco minutos con él en una calle milanesa, a pocos pasos del lugar donde se fundó el fascismo, bastan para entenderlo.
M. se ha convertido en una explosión editorial de debate en Italia quizá solo comparable a la que provocó Roberto Saviano con Gomorra. Scurati, que ya había escrito una decena de obras antes, nunca imaginó un suceso así, explica mientras abre la puerta de su estudio nuevo, donde se mudó tras el éxito de la primera parte de su obra y donde prepara ya las otras dos piezas que completarán la trilogía sobre Mussolini. ¿Presión? “Solo en el caso de El Padrino la segunda parte fue mejor que la primera”, bromea aceptando la dificultad de la empresa en la que se ha metido. En la pared del estudio, un pequeño espacio circular lleno de luz, cuelga enmarcada la primera página que The New York Times dedicó al lanzamiento de la obra. Sobre la mesa, escribanía art déco de barco, en una pequeña carpeta de plástico guarda las primeras páginas del guion que está escribiendo para convertir M. en una serie de televisión que ya tiene avanzado. Mussolini ha vuelto.
Una burguesía desclasada, un periodo histórico bisagra, miedo al invasor, un político reclamando plenos poderes… Le ha quedado un libro muy actual para ser la Italia de hace un siglo.
Ha sido recibido así, pero no nació con esa intención. El libro se concibió hace seis o siete años. La actualidad política era distinta, el personaje dominante era Matteo Renzi… Puede que hubiese ya algo en el espíritu del tiempo que recordaba a aquello, pero mi intención no era buscar paralelismos. Lo que es fascinante es que haya sido percibido así.
¿Usted ve similitudes entre los periodos que van de los años diez a los veinte del siglo XX y los del siglo XXI?
“El antifascismo ha de renovar sus razones, su propia argumentación. No puede fundamentarse sobre el prejuicio”
Siempre intento frenar los paralelismos. Difundir la alarma de un retorno del fascismo hoy sería un error histórico, pero además nos desvía del problema. Hay como mínimo una diferencia fundamental entre el partido fascista y los movimientos que de alguna manera podrían parecer sus herederos: la violencia. Los fascios de combate y el partido fascista convierten desde el origen la violencia homicida y el asesinato político en un instrumento esencial de su lucha. Los partidos soberanistas de hoy no recurren a la violencia física. Puede que verbal o psicológica, pero se mueven dentro del juego democrático y ahí crecen.
También Mussolini empezó en ese entorno democrático y se presentó a unas elecciones.
Jugó siempre sobre dos tapetes con una suerte de pensamiento orwelliano. Con una mano afirmó una cosa y con la otra blandió el garrote. Quien invoca hoy al lobo agitando el espectro del retorno de los fascistas infravalora el problema real. Apunta contra grupúsculos inquietantes y aberrantes que se autoproclaman fascistas, pero aleja la atención del asunto clave. Los movimientos populistas o soberanistas de la nueva ultraderecha no hacen ninguna referencia ni expresan nostalgia por el periodo fascista. Tienen un electorado vastísimo compuesto por padres de familia, trabajadores y gente de bien, pero heredan otro aspecto del fascismo: la disponibilidad para cambiar conquistas democráticas por una promesa de protección y seguridad contraída por líderes que manifiestan abiertamente un carácter autoritario. Ese es el problema, el retorno de una tipología de líder populista del que Mussolini es el arquetipo.
¿Cómo lo definiría?
Es el líder populista, el que guía a la masa sin precederla o conducirla hacia objetivos lejanos y difíciles de vislumbrar. Lo hace siempre un paso por detrás. Mussolini lo teorizaba abiertamente, decía: “Yo soy un animal, olisqueo y percibo el tiempo que está por llegar”. ¿Los programas políticos? Ninguno. Él decía de sí mismo: “Soy el hombre del después”.
El oportunismo político tan recurrente en estos tiempos.
Un oportunista, claro. Pero, sobre todo, un líder que en la era de las masas sabe guiarlas descifrando su estado de ánimo, que casi siempre es oscuro, atribulado, inquieto, resentido y atrapado en el miedo. Él sopla sobre el fuego tomando las ideas de la última conversación que ha oído en el bar. Eso es el líder populista y en eso es un arquetipo Mussolini. Pero también todos los nuevos líderes populistas: desde Trump hasta Salvini, pasando por Boris Johnson. Proponen al propio electorado una reducción de la complejidad de la vida democrática a través de un discurso sobre la ineficacia del parlamentarismo. Les dicen que hay demasiadas opiniones, contradicciones, pequeños poderes. Mussolini lo resolvía así: “La realidad no es tan complicada, basta con ser decidido, cortar de forma limpia. Cédeme soberanía y yo te reduciré esa complejidad”.
¿Es útil aquella historia para descifrar nuestro futuro?
No debemos pensar que habrá una próxima dictadura, esperar que un día los fascistas golpeen nuestra puerta con el martillo. Sería ingenuo y subestima la situación. El problema no es saber cuándo estos líderes se transformarán en dictadores porque ya están en el poder. Se lo digo así: no espere la llegada del fascista, el soberanista ya está en su casa. No necesitan suprimir las instituciones democráticas, las vaciarán desde dentro. Y ya está sucediendo.
“Ridiculizamos a Trump por su físico y a Salvini por vulgar, y así ganan electores que piensan que los imbéciles somos nosotros”
Salvini, en cambio, parafrasea abiertamente a Mussolini.
Sí, algo que hace 10 años le hubiera penalizado y ahora le da popularidad. Tiene que ver con la caída del prejuicio contra el fascismo. La vida política italiana, y la de muchos países europeos, se fundó después de la Segunda Guerra Mundial sobre un juicio histórico que establecía el fascismo como mal definitivo del siglo. Quien quisiese acceder a la popularidad civil debía aceptarlo, aunque no lo hiciese de forma sincera. Pero ese prejuicio cayó a finales del siglo XX y hoy, a nivel de conciencia colectiva, el juicio de condena vuelve a ser discutido. El antifascismo debe renovar las propias razones y la propia argumentación, no puede fundarse sobre el prejuicio. Porque su caída hace que hoy no se perciba como algo negativo.
A usted, en cambio, le ha permitido escribir un libro literario donde no se condena el fascismo y que le añade complejidad. Nadie lo había hecho antes.
Exacto. Hace solo 10 años había una prohibición ambiental no explícita para que Mussolini fuera el protagonista de una novela, porque por su propia naturaleza no puede aceptar un prejuicio ideológico o político. Se han escrito centenares de libros de historia, pero siempre con un filtro político. Yo pertenezco a la última generación formada cultural e individualmente en los valores del antifascismo y los mitos de la Resistencia. Pensé que podía por fin contarlo a través de los fascistas y no de sus víctimas. Una narración libre y despiadada es parte integrante de la renovación del antifascismo, algo muy necesario y urgente.
Le costó descifrar los códigos mentales fascistas estando en el lado ideológico opuesto.
Estudié las biografías de estos personajes mientras daba saltos sobre la silla de la emoción. Hay un trazo novelesco en todo ello, pero me preocupaba encontrar un método para que Mussolini no pareciese un héroe trágico o generar en el lector una empatía negativa. Lo hice a través de una rigurosa adhesión a la base documental. Todo lo que leerán es verdadero. No hay un solo personaje, suceso o diálogo que no esté históricamente documentado o se base en un testimonio. Renuncié a muchos instrumentos del novelista, como inventar conversaciones. La escena del primer encuentro entre Mussolini y D’Annunzio en un hotel de Roma, por ejemplo, termina en el umbral de la sala. No ha quedado nada de aquella reunión entre dos hombres fascinantes que escribirán la historia de Italia. Estaban solos en la habitación y, por tanto, no puedo contarlo.
Usted retrata muy bien en el libro la masa, quizá más culpable a veces que los propios líderes. Algo que quizá suceda hoy de forma también inadvertida.
Una de las últimas grandes invenciones que la sociedad italiana ha dado al mundo ha sido el fascismo. Y esa consciencia quedó entre una pequeña élite de intelectuales. Por eso también usé bibliografía fascista, que hasta ahora estaba excluida. Hay algunos episodios con detalles que solo están en esa historiografía fascista.
¿Rehusó hablar con alguien que supiese de aquel periodo de forma directa o tuviera un vínculo emocional?
Buena parte de la literatura europea más interesante de los últimos años está escrita por una generación del después, la que no tiene ningún vínculo directo con los hechos y que elige como material narrativo de manera libre y deliberada la gran tragedia política del siglo XX. Lo hemos logrado porque no existe ninguna conexión viva y no hemos sufrido esos hechos. Para mí el punto de inflexión es Las benévolas, de Jonathan Littell. Pero si mira los últimos 10 premios Goncourt, 7 sobre 10 cuentan la Primera Guerra Mundial o la Segunda o las guerras poscoloniales por parte de escritores de mi edad sin vínculos con aquel periodo. Por eso yo pude contar el fascismo sin ser rehén de una implicación personal.
La falta de prejuicio con la que escribe ha creado un fenómeno particular: su libro lo leen antifascistas y neofascistas con la misma pasión. ¿Sabe que tiene fans en partidos como CasaPound o Forza Nuova?
Soy totalmente consciente de ello y no lo escondo. Para el 99% de los lectores ha sido un ejercicio de conciencia democrática. Pero para un 1% ha sido motivo de exaltación neofascista. Es una confirmación de la bondad de la operación. Es simple, si logras narrar un personaje o una época sin prejuicios y ese personaje es el fundador del fascismo, para un público mínimamente democrático la lectura genera repulsa y terror, aunque fascine por el espectáculo del desastre. Pero si ya eres fascista, te reconoces en el personaje, porque no es una caricatura ni un demonio.
¿Sintió alguna empatía o fascinación por el personaje mientras lo construía?
Quizá sobre su intuición del mundo. Pero nunca he corrido el riesgo de empatizar con él, porque su retrato es la suma de muchos vicios donde no hay una auténtica grandeza. Por mi naturaleza, corro el riesgo de empatizar con el héroe guerrero, capaz de miserias y de grandezas. Pero Mussolini no posee ideas propias, ni ideales o lealtad. Se alimenta de los demás. Corrí el riesgo de empatizar con algún otro personaje…
Déjeme adivinar: ¿Gabriele D’Annunzio?
Con D’Annunzio quizá…, aunque es difícil porque él era un genio y un monstruo. Pero confieso que el hecho de que fuese el último de los literatos que logró unir la literatura y la vida, la gran empresa y el canto de esa gran empresa, ejerce una fascinación irremediable sobre mí. Fue un personaje enorme condenado al olvido por su implicación con el fascismo. Y el otro fue Leandro Arpinati, el tipo de comandante de hombres en guerra: leal, brutal. Luego en la segunda parte será un opositor y Mussolini lo mandará al confín con otros fascistas.
Mussolini llegó al poder con 39 años. Era hijo de una familia humilde, profesor de escuela, sin grandes cualidades… ¿Qué papel desempeñó su periódico y el hecho de ser periodista en la conquista del poder?
Fue decisivo. Él no tenía ningún padrino y lo alcanzó con dos instrumentos: sus escuadrones violentos y el periódico. Obró una revolución en el lenguaje periodístico y en la política. Mussolini fue uno de los líderes más amados del ala más radical del partido socialista, antes de ser expulsado con ignominia porque cambió de posición respecto a la entrada en la Segunda Guerra Mundial. Primero fue director del periódico Avanti, toda una bandera de aquella época para los socialistas. Fue llamado en 1912 a Milán para dirigirlo porque hubo un congreso en Reggio Emilia donde subió al podio y empezó a hablar una lengua desconocida para ellos. Muchos eran burgueses enamorados de la causa del pueblo, pero sin entenderla.
En Avanti comenzó a mostrar los primeros rasgos de su estrategia.
Lo primero que hizo fue reducirse a la mitad el sueldo, fíjate, como han hecho ahora los partidos populistas. Y cuadruplicó las ventas. Empezó a usar un lenguaje periodístico completamente distinto, simple, construido de sujeto, verbo y predicado. En cada frase tenía un eslogan, siempre precedido de un “yo”. Le daba igual que estuvieran basados en la realidad o contradecirse el día después. Un lenguaje directo, martilleante, como si fueran tuits. Lo mismo hizo luego con la comunicación política, y eso fue verdaderamente revolucionario.
Quizá por eso tantos políticos populistas de hoy vienen del periodismo, como el propio Salvini…
Sí, o Boris Johnson. En aquella época los periódicos tenían una influencia comparable a la de Internet hoy. Por eso Mussolini fue uno de los primeros en entender la importancia de la radio y descifró la relevancia del cine.
Hoy llamamos fascista a cualquiera. Al político, a quien se salta un semáforo, a la afición rival. ¿Hay un riesgo de banalizar el antifascismo? Pienso también en esa moda de cantar el Bella ciao en cualquier sede.
Sucede desde hace 20 años. La izquierda de gobierno de Italia, la que cortó las raíces con la gloriosa izquierda de la que provenía, usó estos símbolos para legitimarse cuando, en realidad, se parecía ya mucho a la derecha. Por eso se ha vuelto insoportable. Yo me formé en el mito de la Resistencia, mi escritor favorito es Beppe Fenoglio…, si me tomo dos copas de vino y canto Bella ciao, me emociono todavía. Pero me doy cuenta de lo nocivo que es hacerlo de una manera tan banal, instrumentalizada, poco sentida.
Habla en el libro de un tipo de intelectuales como Benedetto Croce o Luigi Albertini, director del Corriere della Sera, que pensaron que era mejor dejar entrar al monstruo para domesticarlo desde las instituciones. ¿Ha sucedido ahora lo mismo?
Ese fue un gran error, sí. Y me empujó a publicar al final de cada capítulo un pequeño apartado de documentos contemporáneos. Es una narración paralela, pero demuestra cómo hombres de gran inteligencia como Croce fueron ciegos respecto a sí mismos. Mussolini fue al teatro de San Carlo en la vigilia de la Marcha sobre Roma e hizo su típica representación delante de la burguesía napolitana. Croce, el máximo exponente del pensamiento liberal, aplaudió divertido. Sus alumnos, desconcertados y tristes, le pidieron explicaciones, pero él respondió: “Bah, la política es siempre teatro. Y este personaje es solo algo más histriónico que los demás”. Croce no entendió nada del fascismo cuando se constituía.
Nos pasa todavía cuando justificamos a determinados personajes por su simpatía o cercanía. Sucedió con Berlusconi…
El riesgo más grande es que ese rasgo humano que llega a través de la caricatura de esta tipología de líder, desde Donald Trump hasta Boris Johnson, les proporciona una enorme popularidad. Nos reímos de la gestualidad de Mussolini, pero no entendemos que estaba llevando a cabo una revolución total poniendo el cuerpo en el centro de la comunicación política. Eso es algo que ningún político, recluidos hasta entonces en las estancias secretas del poder, había hecho. Hoy ridiculizamos a Trump por su físico o a Salvini por su vulgaridad, pero así ganan miles de electores que piensan que los imbéciles somos nosotros por fijarnos en esas cosas. Se sienten acogidos por esa humanidad, porque la mayoría de gente somos así: ridículos y grotescos. Y si les liquidamos con desprecio, perderemos la simpatía de todos ellos. No deberíamos decir que Trump es ridículo o que viste mal… Hay que recordar que es un criminal porque retiró la firma de los acuerdos de París o que es un machista. Sucedió también con Berlusconi. Su problema no era la vulgaridad. Sus culpas, obviamente, fueron otras.
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