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“La palabra facha se usa poco. Hay muchos más de los que nos pensamos”

Jesús Ruiz Mantilla

Espíritu punk aplicado a las letras españolas. Reciente ganadora del Premio Nacional de Narrativa por Lectura fácil, ha entrado de manera instantánea en el huracán de la polémica por sus declaraciones sobre el conflicto en Cataluña. Granadina residente en Barcelona, defensora de la okupación y de destrozar clichés, su discurso claro y directo convive con su original forma de escribir. Una voz que cosecha tantos seguidores como detractores. Y que no piensa callar.

LEER A Cristina Morales (Granada, 1985) es como entrar en una casa incendiada de la que sales quemado por llamas de realidad. Se rebota cuando alguien le insinúa que de su último libro, Lectura fácil (Anagrama) —doble premio: Herralde y Nacional de Narrativa—, se desprende una poderosa voz colectiva y generacional. Pero es así, pese a sus esfuerzos en negarlo. ¿Y qué se deriva de ello? El grito de una juventud enrabietada, pero en lucha, que necesita volver a reconstruir un lenguaje excesivamente prostituido por el mal uso y la manipulación de sus patrones precedentes. De ahí que cuando ella desnuda y renombra todo aquello que ha quedado inútil por el manoseo y la mentira, ofenda, generalmente con razón. También que, en muchos casos, inquiete debido a una sana intención de desconcierto y ataque las bases del mundo que, sin desearlo, ha heredado. Lo expresa narrando y bailando en su compañía de danza contemporánea Iniciativa Sexual Femenina. Utiliza el lenguaje consciente de su raíz granadina, con la mala follá característica como navaja catárquica y con su experiencia activista en Barcelona, donde vive, como base de una opción literaria fieramente política. He aquí la voz más sonora y radical de la joven literatura española actual. Con vocación de okupar, con “k”, el sitio que le corresponde.

No sé si es usted una escritora que utiliza su experiencia como bailarina o una bailarina que reflexiona sobre su arte a base de escribir.

Las dos cosas, claro. Soy mejor escritora gracias a la danza, pero no sé si soy mejor bailarina gracias a la escritura. Lo primero, seguro, por el conocimiento del propio cuerpo y del de los demás. Hay cosas que atañen directamente a la salud. La escritura es una tarea sedentaria. Tener el cuerpo sano, menos dolor, ayuda. El cuerpo preparado para la quietud lo propicia el movimiento. Equilibro el sedentarismo de la escritora porque cuando me meto en lo otro, lo que me dedico es a volar.

¿A qué le presta más tiempo?

Ahora a ninguna de las dos cosas. Ahora viajo, que también es un estado de quietud, pero obligada, impuesta. En los aviones, yo no sobrevivo bien.

Cristina Morales en el Antic Teatre de Barcelona
Cristina Morales en el Antic Teatre de BarcelonaVicens Giménez

¿No logra un estado zen para aguantarlo?

A lo zen no he llegado; tampoco lo he buscado. Tengo entendido que hay que meditar a fondo para entrar en un estado que, según me cuentan, yo solo consigo mediante las drogas o el sexo.

En Lectura fácil, estado zen no logra, la verdad. Más bien lo contrario: inquietud.

Bueno, yo es que más bien no me pongo a pensar en eso. ¿Qué les provoco a los lectores? ¿Qué es un lector? Para mí, una entidad fantasmagórica. Además, yo no tengo redes. Lo que me motiva es ser lo más clara posible, enterarme yo. Pedagógica, casi. Yo intento hacerme entender, pero la tentación de la ilegibilidad planea sobre mí todo el rato. Entiéndame quien quiera, eso le pasaba a Santa Teresa también.

Su novela tiene niveles paradójicos muy atractivos. ¿Ha oído hablar de lo que irónicamente llaman prosa cipotuda?

Sí, sí.

El término se aplica a una tradición que entronca hoy con esa genealogía que comienza, digamos, con Quevedo, sigue por Valle-Inclán y luego aterriza en Cela o Umbral… Lo suyo bien podría calificarse como una especie de contrapuesta femenina: la prosa vaginuda. ¿Cómo lo ve?

¡Anda, qué chulo! Pues sí, me gusta. Si bien a mí no me convence la crítica ginecológica: es decir, agruparnos entre mujeres y hombres. La creación literaria pasa por mil y un órganos más allá de los genitales.

Cierto, pero en su novela hay una fuerza de expresión radicalmente femenina y feminista.

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Bueno, yo no sé lo que es una mujer, para empezar. No escribo desde esa posición. La mujer es un término que anda en disputa. Una palabra tan tristemente, tan opresivamente connotada. Más que hablar de la mujer, a mí me gusta emplear la expresión “lo mujer”. O “lo puta”. En ambos casos, no para referirme a un sustantivo en concreto, sino a una dimensión. ¿Qué cabe ahí?

¿Un libro como este, quizá? Radical, salvaje.

Lo es, creo, ambas cosas.

¿Nace y se desarrolla como un impulso?

Al revés, viene de un cálculo. Yo soy muy metódica y escribo muy despacito. Conseguir personajes que están en puro grito desde que se levantan hasta que se acuestan, si yo lo planteo desde mi propio grito, resulta insostenible como novela. Habría salido algo más ilegible. Eso está muy medido. Para que cuele.

Siguiendo con el parámetro cipotudo / vaginudo, hay veces que se le pueden entrever influencias de escritores que quizá le espanten: desde Houellebecq hasta Cela o Umbral. Es como leerlos, en usted, al revés.

No sé por qué debería espantarme. A Houellebecq no lo he leído. A Cela sí: El Viaje a la Alcarria, Pascual Duarte… Son obras magnas, y si me comparan con el Umbral autor de Mortal y rosa, encantada, por supuesto, y citaría a otros: a un gran filonazi como fue Céline. Yo he bebido de la tradición literaria española. Puede que sean influencias indirectas o inconscientes, pero eso no significa que no estén.

¿Es usted una escritora eminentemente política? ¿Ha querido expresar el pensamiento colectivo de una generación?

Los ingredientes deben llevar de todo: política, amor, filosofía… Pero lo otro, para nada. Eso me irrita particularmente. Cuando un autor se toma como tarea la voluntad representativa…

Puede que no lo haya buscado, pero le ha salido.

“Dogmático es ver anuncios en los que ante la ‘operación biquini’ tus medidas tienen que ser estas. Dogmática es la marquesina del autobús”

Ah, bueno, eso es distinto. Me parece curioso porque yo no he buscado más que representarme a mí misma. Puede que de ese mirarme el ombligo y criticarlo, o señalarlo, me coloque en un lugar de exposición mediante el que reconoces a otros.

En Lectura fácil hay varios ombligos. ¿Cuál es el suyo?

Lógicamente, anda filtrado por medio de diversos artificios.

Como Houellebecq entonces, que se escurre dentro de voces poderosas, pero nunca sabremos quién es. ¿De verdad que no lo ha leído?

Que no, coño, que no… No es por resistencia. Es que yo lo que leo son fanzines. Los que consigo en casas okupas. También ensayo político… Y también a Santa Teresa.

Ah, entonces ¿es del ensayo político de donde viene esa inflación de adjetivos de carácter político en la novela? Con perdón.

Aparte de eso, hay un ejercicio de creación del lenguaje, de sustantivos, neologismos.

Ese es el lado positivo: existe un esfuerzo de creación de lenguaje representativo de una generación.

Insisto en que yo no me represento más que a mí misma.

Pues le ha salido algo que puede valer colectivamente. Quizá su generación ha llegado al mundo desprotegida, con términos manipulados y una prostitución del lenguaje. ¿Necesitan reconceptualizar todo? ¿Es lo que intenta?

Puede que sí, que necesitemos renombrar, rebautizar.

Cabe un riesgo en eso: el dogmatismo. ¿Lo percibe?

“Eso que llaman democracias libres sí que es una ficción, sí que implica suspender la realidad. ¿Qué coño es la democracia?”

Bueno, es que cuando una escribe con vocación de verdad, lanza a la vez una carta de suspensión de la realidad. Igual que en una novela vuelan dragones y tú no lo pones en duda porque entras en un juego, en mi caso ocurre igual. Existen una serie de personajes que ven el mundo de una manera en la que necesitan dar la vuelta a la tortilla de casi todo. A sus cuidadoras las llaman policías. Ellas que son seres vulnerables se autodenominan presas. El lector debe atreverse con ese juego. No creo que sea dogmatismo.

Pero ¿existe el riesgo?

No, para nada. Eso no me quita el sueño. Leo ensayos políticos que reinterpretan el mundo desde una óptica feminista o anticapitalista y lo que me interesa es ese golpe en la mesa que dan, lo que tú puedes considerar dogmatismo. Dogmático, para mí, es salir a la calle y ver anuncios en los que ante la operación biquini tus medidas tienen que ser estas. Dogmática es la marquesina de los autobuses con sus anuncios de belleza.

Ese darle la vuelta a las cosas resulta fascinante en usted, como la redefinición de mediocridad encarada a quien pasa antes la meta.

Sí, porque implica una sumisión en su agradecimiento a bancos y patrocinadores. Para mí, el no mediocre es el insumiso. O quien le da un sartenazo a su maltratador.

En el exceso de adjetivos, ¿no existe también un riesgo de desgastar palabras? Por ejemplo, en el caso de facha. Pareciera, según usted, que todos lo somos.

En el juego de la novela y para un personaje en concreto, sí, sin duda.

¿Y en su caso?

Eso aquí no importa.

A mí sí.

Pero a mí no me da la gana responder.

Cristina Morales en el Antic Teatre de Barcelona
Cristina Morales en el Antic Teatre de BarcelonaVicens Giménez

Vale. Pero no le preocupa que pierda el signifi­cado.

En mi novela existe un ejercicio de desborde de ciertos discursos. Nati, que es el personaje que la tiene tomada con los fachas, padece lo que se denomina el síndrome de las compuertas y se manifiesta con una radicalidad brutal. Es parte de su discapacidad: que eso funcione o no es otra historia. Pero es una característica del personaje. Si me preguntas a mí, creo que la palabra facha se usa muy poco, en eso tengo que estar de acuerdo con Nati. Hay muchos más de los que nos pensamos. Es una palabra ofensiva, muy ofensiva.

¿Y no es precisamente por eso que deberíamos atinar más al utilizarla?

Qué curioso que facha implique ese riesgo y otras no.

¿Cuáles?

Puta, por ejemplo. Nos han dicho putas por todo. Por cómo vestimos, por cómo no vestimos, por si follamos, por si no follamos, por con quién vamos, por a qué hora llegamos, por donde paseamos. O sea, existe una verdadera inflación con esa palabra que socialmente no preocupa. Y a nadie le inquieta que se desgaste. De hecho es un lugar de identificación, de apropiación del insulto. Por no hablar de otras: paz…

Democracia.

¡Democraaaaacia…! Eso nos vuelve acríticos. No todas las palabras que sobamos masivamente nos preocupan. Sin embargo, facha, por sus connotaciones del pasado, parece que no la usamos con precisión.

Definamos bien, pues, para luego utilizar como es debido: mujer.

Que no la puedo definir, que no sé muy bien lo que es eso…

Puta.

Igual. Por eso meto el “lo” delante: “lo mujer” y “lo puta”. Eso lo explica muy bien Itziar Ziga en un texto que se titula Devenir perra. En un capítulo muy breve habla de Me gusta ser una zorra, la canción de Vulpes. De la censura que sufrió, su paso por los juzgados y todo eso. Ziga defiende que el problema ahí era que se trataba de la primera vez que un grupo defendía eso. Ser una puta, no tu puta o hacerme la puta, sino serlo. Ellas se reapropian del concepto. Qué buena reflexión. El hecho de que el término deba ser un lugar de vergüenza y no de reivindicación.

Sigamos con el diccionario secreto. Insisto: facha.

Esto tiene muy poco interés. No soy filóloga. Aunque la etimología es de mis ciencias favoritas.

Y ha estudiado Ciencias Políticas, que se vea.

Sí, pero no he ejercido. Aunque era muy empollona. He sido empollonísima siempre. Bueno, la palabra facha, fascista, si vamos por lo politológico, hay dos maneras de entender el término. Uno se da en un momento histórico muy concreto, el de entreguerras, cuando emergen estos movimientos de aniquilación del adversario. Eso ya pasó. O podemos pensar en el fascismo como una técnica heredada precisamente de ese momento que llega a nuestras democracias.

“¿Prosa vaginuda? Me gusta. Pero no me convence la crítica ginecológica. La creación literaria pasa por mil y un órganos más allá”

Mutado.

Bueno, para mí es el padre de nuestras democracias modernas, sin duda. Yo veo el fascismo como una técnica indeleble de control de la población. Los Aliados se la apropian en ese sentido y lo aplican.

¿Tan anclados andamos en el pasado? ¿No hemos evolucionado si quiera un poquito?

Yo no creo en la evolución, sino en la transformación. Las técnicas de opresión sí se han transformado, claro. ¡Ya no hay cámaras de gas!

¿No cree que nuestras sociedades han avanzado en función de una voluntad liberadora?

Yo la tengo, pero no sé si el presidente del Gobierno la desea respecto a mí. No puedo hablar por boca de los ciudadanos. Eso que se llaman democracias libres sí que es una ficción, eso sí que implica suspender la realidad y entrar en el juego. ¿Qué coño es la democracia?

¿Qué soluciones urgentes caben para transformarla?

Uy, yo, no… A mí las retóricas solucioneras de aquellos que se yerguen en un lugar de liderazgo me parecen electoralistas.

Hubo generaciones anteriores a las nuestras que buscaron soluciones para mejorar la situación que encontraron. Con idealismo, con la búsqueda de, si lo quiere, utopías. En la suya andan más presos de la distopía. Su rabia, ¿conduce al nihilismo?

No entiendo ese plural… No reconozco ese lugar de forma unívoca, tampoco en generaciones anteriores. Reconozcamos las tensiones que han existido y existen desde siempre y eso nos llevará a que no tengamos visiones idealizadas de líderes que hicieron frente a lo que nosotros ahora no hacemos. Aparte, el nihilismo se entiende muy mal. Me interesa mucho el que apunta y analiza los problemas sin esperar nada después. ¡A ver si no es nihilista el paseo de Gracia! ¡O El Corte Inglés! ¡O esa manía alienadora y consumista que nos rodea!

Sigamos con el diccionario: Granada.

Donde yo nací, donde estudié y publiqué mi primer libro. Y donde existe la mala follá. Así hablamos en Granada. Me gusta recuperar allí el lugar de la lengua, el modo en que se vive y se utiliza. Eso es lo mejor, ahora como expatriada: volver y escuchar a tus iguales. Los modos diferentes de usar el pollas. En Granada estamos todo el día con la polla en la boca. ¡Pollas pa to! Pollas y pollicas. Yo me quedé estancada en 2012 y cada vez que voy hay modos nuevos para la expresión. Eso es maravilloso. Ese poderío de la lengua yo solo lo percibo allí.

Barcelona.

Yo aquí soy charnega. Para vivir, fatal. O bien okupas y no pagas el alquiler… o andas en una posición privilegiada, o no tienes nada que hacer. Con conseguir trabajo no basta, tócate el coño, además con según qué trabajos, con estar explotados y pagarte una habitación por 300 euros… ¡Hombre, por Dios! Al llegar anduve en una posición intermedia, con un modo de vida cartujo para no tener que matarnos a trabajar.

¿Sobrevivió?

Sí, pero eso no es consuelo. Qué bien que eso me sirvió para entrar en contacto con el anarquismo, la okupación, ciertas prácticas que van de la recogida de alimentos, el reciclaje de la ropa, la acción política insurreccional.

Como modo de vida…

Eso, no como una utopía.

Y aquello de qué bien que ardan las calles y no las cafeterías cuando los disturbios tras la sentencia del procés… ¿Qué quería decir?

Todo lo que dije estaba muy bien dicho. Vivimos un estado de descontento general. Una sentencia no tira así a la gente a la calle solo por eso. Es una manera de verlo por parte del nacionalismo español. Muy oportuno pensar que esto es por una sentencia. Evita que se vea… ¿descontento? Eso me parece una palabra muy suave, que vean cómo de hinchao tenemos el coño. La lectura de que la calle arde por culpa de unos estelados me parece simplista, aunque oportuna, según para quien.

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Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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