Jonathan Littell: “Veo la situación en Cataluña como una gran idiotez”
El escritor, residente en Barcelona, publica una nueva novela 12 años después de 'Las benévolas'
Una zambullida en agua clara de piscina inicia el itinerario de cada capítulo. La nueva novela de Jonathan Littell —Una vieja historia (Galaxia Gutenberg), la primera en 12 años tras Las benévolas— necesita en cada comienzo un baño de pureza para enfangarse en siete viajes al fondo de las neurosis individuales y colectivas que asolan el mundo contemporáneo. Lo encara al ritmo de unos buenos largos donde se cruzan la familia, el sexo, la soledad, la guerra, el abuso…
Puede parecer una distopía escrita con la maña puntillosa de Marcel Proust. Pero no lo es, dice Littell: “Para mí se trata de una descripción ajustada a la realidad”, asegura. Además, ¿quién necesita distopías cuando la realidad es más horrible de lo que se te pueda ocurrir?”. ¿Y si la describimos como una pesadilla urdida con los fantasmas del lenguaje? “Tampoco”, dice. Luego vuelve a insistir: “He tratado de levantar un reflejo de las vidas que llevamos, aunque no de manera naturalista, sino con las percepciones que cada uno de nosotros pueda tener”.
Conversar con Jonathan Littell es más o menos como jugar al frontón. Donde uno ve gaviotas, él quiere convencerte de que son buitres. “Es tu visión”, comenta. “Yo no lo veo así, necesariamente…”. Son frases que intercala en su estrategia volcada hacia el despiste permanente o el enigma. Después de desmontar las preguntas nacidas de una esforzada lectura, sonríe o se frota la cara. Quizá por falta de sueño, puede también que le ronde un resfriado o, sencillamente, porque le revientan las entrevistas, la promoción, la insoportable perspectiva de sacarse una foto: “No sé por qué necesitáis una cada vez”, protesta.
“Sufrimos enfermedades comunes. La miseria en las grandes ciudades resulta exactamente igual”
Pudo ser estrella de la literatura, pero él sólo quiere que le consideren escritor, cineasta —con obras como The Invisible Enemy o Wrong Elements—, creador en suma. Y que le dejen en paz. Ganó el Premio Goncourt con Las benévolas en 2006 y ni siquiera se presentó a recogerlo. Vive tranquilamente en Barcelona, donde se desenvuelve en catalán y castellano lo mismo que escribe en francés o en inglés sin traumas de desapego u obsesión por cuál de ambas lenguas considera primigenia o materna.
Nació en Nueva York (1967), pero pronto lo sacaron de allí para emprender un camino errante con su familia, propio de sus antepasados judíos lituanos. Se educó en francés y desde muy joven saltó a la trinchera de la cooperación internacional en terrenos como Chechenia, diversos lugares de África, Siria o Afganistán… Comenzó con la ciencia-ficción (Bad Voltage) y hasta ahora, con 51 años, ha firmado tres novelas y algunos ensayos como Lo seco y lo húmedo, donde persigue el rastro del nazi León Degrelle o aborda pasiones artísticas, caso de Francis Bacon.
De hecho, admite que, en su literatura, la influencia de la pintura y la música actúan al mismo nivel que las lecturas. Incluso para comentar su método y sus ritmos de trabajo: “Aunque puedo preferir a Rembrandt, trabajo como Vermeer”, afirma. Lo mismo que adapta las estructuras musicales para dar forma a sus libros. “Ando todo el día escuchando música antigua, barroca y clásica. Eso influye. Tanto a la hora de construir una narración como en los ritmos y los tiempos”, asegura.
O la traslación… Porque Las benévolas va a ser convertida en una ópera, por ejemplo. Hèctor Parra compone la partitura y Calixto Bieito se encarga del montaje, que se estrenará en abril en Amberes. “Me hace gracia, estoy muy en contacto con Hèctor, nos hemos hecho amigos, y he hablado con Calixto al principio del proceso. Les dejo hacer…”. Le atrae el género: “Voy a menudo. No me importa que mis obras se adapten a cualquier escenario, como ya ha ocurrido en teatro, pero he rechazado las ofertas que me han llegado para llevarlas al cine. La idea de que queden ahí, de alguna manera congeladas para siempre, no me gusta. En cambio, el teatro o la ópera son artes efímeros, una vez pasan, se destruyen, y lo prefiero así”.
Como admite también que su proceso creativo tiene más que ver con un cocido que con una materia prima a la plancha. “Me gusta eso del cocido, sí”. Seis años ha tardado en escribir Una vieja historia. Más o menos los mismos que invirtió en Las benévolas. Pero esta vez para 300 páginas, no 1.000. Sacó primero una versión mucho más corta. Dos partes que ha ampliado a siete más o menos de la misma extensión. ¿Cómo sabe que es la definitiva? “No podría añadir más. Me costó mucho llegar al final y encaja perfectamente en esta dimensión. Tiene su mecanismo interno, que fallaría de otra manera. Todas las piezas se mueven como en un tablero de ajedrez”.
En ella confluye un narrador paradigma de la ambigüedad, que a veces es hombre, pero de repente se traviste en mujer. Penetra un túnel de salidas y paradas inciertas a través de pálpitos subterráneos y fogonazos surrealistas. Se desliza entre la elegancia y la corrosión. Aborda el sexo sin tapujos y en múltiples variedades, pero siempre envuelto en lencería fina o como para quien degusta una caja de bombones. “No hay mucho más de eso que otros elementos en la novela, es una pulsión humana habitual”, afirma. Otra vez Littell se empeña en negar el recuento del lector que se tropieza con todo tipo de variaciones del Kamasutra a lo largo de la acción. En bastante mayor cantidad que otro elemento recurrente: la música de Mozart. “Me parecía una buena opción para este libro, su aparente alegría nos conduce a lugares oscuros y decidí utilizar Don Giovanni y los conciertos para piano y orquesta. Cuadraban”.
Como cuadra cada término en el mecanismo del idioma en que está escrita la novela, el francés. Porque a pesar de ser un autor bilingüe, Littell aparca el mal gusto de tantos narradores que al escribir con palabras de cualquier lengua lo hacen a menudo como paupérrimas traducciones del inglés. No encontrarás en este autor expresiones como alegremente depresivo o jodidamente encantador, ni ningún espanto de aficionado similar.
“No me importa que mis obras se adapten a cualquier escenario, pero he rechazado llevarlas al cine”
“Me gusta la precisión del lenguaje, lo disfruto. Da lo mismo que lo haga en francés o inglés. Busco ese rigor en ambos casos”. Si atendemos a cada chapuzón de Una vieja historia, podríamos decir que disfruta nadando en la búsqueda del término exacto. Pero, cómo no, él lo niega: “No lo veo así”.
Perfecto. Tampoco comparte la ola nacionalista que nubla Cataluña. “Ah… Eso… ¿Quieres que hablemos de política? Vale. Digamos que desde mi décimo piso observo toda esta situación como una gran idiotez”, asegura. Cuestión de sensibilidades. “Paseaba una vez con un líder de la resistencia chechena a quien habían invitado a dar una charla en Barcelona por el centro de la ciudad. Era cirujano en un hospital. El hombre había contado cómo una vez debieron evacuar el lugar y sacar a los enfermos a toda prisa. Necesitaban atravesar un campo minado y fueron los soldados, unos niños realmente, quienes para limpiar el camino se adelantaron y fueron reventándose a vista de todos para desactivar las bombas. De repente, uno de los anfitriones le comentó que se sentían muy identificados con ellos porque también en Cataluña sufrían una opresión. El checheno caminaba por el centro y decía: ‘Pues no creo que sea lo mismo”.
La literatura de Littell —y concretamente esta nueva novela— no sabe de fronteras. Físicas ni mentales. El pálpito oculto de la realidad une demasiadas obsesiones. El mal es opaco, absoluto, desolador. Da lo mismo que lo encarne Maximilian Aue, el nazi deshumanizado de Las benévolas, que el nudo de perversiones sin personificar de Una vieja historia. Carece de color, tan sólo emborrona cada esbozo de belleza. “Sin pensar en países, sufrimos enfermedades comunes. La miseria en las grandes ciudades resulta exactamente igual. ¿Qué sientes cuando te cruzas un mendigo que vive en la calle cuando tú sabes que vas a ir cada día a tu casa a dormir y a ducharte? Hay que mirarlos para intentar ver cómo sienten ellos este mundo”.
En cada uno de sus libros, Littell borra sus pistas autobiográficas. “No me interesa la vida de los putos escritores, tampoco las raíces. Nunca pienso de dónde vengo ni le doy importancia a la infancia o los recuerdos. Me centro en la obra en sí. Lo que construye el libro, su propio fin, es lo relevante. Da igual de donde proceda. Yo incorporo elementos de todas partes: de mi vida, de mis sueños o de la vida y los sueños de otros. De libros, de historias que me cuentan. Lo mezclo todo y lo utilizo en el mismo plano. No importa de dónde llega. Robo de todas partes. Por eso huyo del protagonismo y el foco. Es la obra en sí la que cuenta y el mecanismo que la hace funcionar por dentro”.
Cuando escribe no se distrae. Si funciona, continúa. Si no, lo destruye. O lo guarda… “Escribo cuando no tengo otra opción. No lo medito: me pongo a ello. La gente me encarga cosas todo el tiempo y las rechazo. Pero cuando me meto, me obsesiono hasta el punto de ser muy autoexigente. He destruido algunos manuscritos ya. Uno completamente. No importa de qué tratara. Otros los mantengo como buenos recuerdos. No porque crea que los pueda retomar en el futuro. Supongo que con esto ocurre como cuando acabas una relación. A veces conservas la foto de la persona y otras no”.
Tres claves del universo Littell
El mal. Bajo la eterna diatriba del debate que no termina sobre la necesidad o la inconveniencia de crear o hacer ficción basada en el Holocausto, Jonathan Littell entró de lleno en el asunto con Las benévolas. No sólo asombró que, con una segunda novela, un autor nacido en Nueva York ganara con 39 años el Premio Goncourt. También la pericia y el salto que supuso la aparición del libro en la indagación del mal como gran tótem. Había sido cooperante en zonas calientes de conflicto. Conoció a fondo los abismos y supo reflejar en sus páginas el tema sobre el que orbita gran parte de su literatura. En Una vieja historia prosigue su aproximación a las señales que de lo más oscuro emergen como avisos.
Una patria difusa y bilingüe. Una de las características de Jonathan Littell es su destreza en dos idiomas. Políglota apasionado por el lenguaje, domina varios y cambia con una facilidad pasmosa y a gran nivel de dominio del francés al inglés. Prefiere el primero, la lengua en que se educó en la escuela cuando abandonó Estados Unidos en plena infancia para recalar con su familia en Francia. Actualmente vive en Barcelona. Su padre, Robert Littell, también es escritor. La relación con el país donde nació es distante. Hace seis años que no viaja para allá, pero sigue con atención el fenómeno del populismo neofascista, algo que le produce inquietud en Europa también. "Siempre estuvo ahí. Las bases que lo han aupado no habían desaparecido. Quizás ahora se hayan presentado de una manera exagerada, con Trump, pero no es nuevo. Esta polarización de la sociedad, la violencia con las armas, el racismo, el sexismo, la histeria religiosa siempre han estado ahí y afloran según las circunstancias", comenta. En Francia, Littell ve a Emmanuel Macron como un mal menor: "Si falla, lo que venga será bastante peor. La izquierda está desaparecida, nadie en ese espectro recompondrá los destrozos. Lo malo es que Macron se está centrando bastante en un Gobierno para ricos y eso no resulta muy popular ahora. Tampoco hace lo suficiente como para arreglar esa impresión. Estoy de acuerdo con él en que Francia necesita reformas profundas para funcionar, pero se está inclinando con mucha fuerza hacia un lado peligroso de la balanza".
Cineasta. Cuando Littell no escribe, hace cine. Documental y de ficción. En The Invisible Enemy se adentró en los estragos causados por el Lord's Resistance Army en varias poblaciones de Congo. Para Wrong Elements viajó a Uganda. Pero también explora el arte y la música. Prepara actualmente una pieza corta de ficción para la Ópera de París en torno a La coronación de Popea, de Monteverdi. Tampoco quiere desvelar mucho acerca de ello: "Será una sorpresa", dice.
Una vieja historia. Jonathan Littell. Traducción de Robert Juan-Cantavella. Galaxia Gutenberg, 2018. 304 páginas. 22,50 euros.
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