“En el franquismo no elegías ser antifascista: lo eras”
El cineasta Manuel Gutiérrez Aragón publica ‘Rodaje’, donde relata cómo era la España que condenó a muerte al comunista Julián Grimau
No es tan contundente como cambiar de piel, pero cuando Manuel Gutiérrez Aragón (Torrelavega, 79 años) dejó de ser cineasta (para siempre, aunque luego ha hecho excursiones por su antiguo afán) sus colegas sintieron que sobre el autor de Demonios en el jardín había caído la renuncia como una tempestad. Pero por ahí ha transitado con la comodidad con la que, en su casa del norte de Madrid, afronta este tiempo de pandemia y ahora, más concretamente, unas obras que reparan daños en su piso, cuyas estanterías rinden homenaje al oficio al que, de todos modos, evoca en la presente novela, Rodaje (Anagrama), en la que relata qué pasaba en España mientras Berlanga rodaba El verdugo y Franco condenaba a muerte al líder comunista Julián Grimau. En aquel entonces, dice el escritor, “no elegías ser antifascista: lo eras”.
Pregunta. En la novela el protagonista lleva un guion a todas partes. En 1977 usted dijo en EL PAÍS que el guion es ya la película. Ahora publica una novela que parece que llevaba usted años en el cerebro, desde cuando sólo era cineasta.
Respuesta. En aquellos años nunca escribí un guion: escribía la película. Este libro siempre estaba ahí. Se ha elaborado, se ha sentido incluso en el cerebro. Sólo le faltaba el pequeño detalle de escribirla. No es una autobiografía, pero están las notas y los personajes que he conocido. No es una autobiografía porque empecé en el cine diez años después de lo que ahí se describe. La novela ocurre en 1963, cuando mataron a Grimau, y mi primera película es de 1972.
Ya no hay demonios en el jardín
P. ¿Cómo era ese Madrid en el que la policía tiraba a los detenidos por las ventanas de la Dirección General de Seguridad?
R. Era un Madrid en el que la gente apuraba la vida con poco dinero. Se intentaba gozar de todos los momentos saliendo con los amigos, bebiendo vinos en los bares. Yo lo recuerdo como un Madrid de hambre, de hambre propia, porque todo el día estábamos pensando cómo íbamos a pagarnos la comida. No digo que fuera un Madrid divertido, pero aquí se valoraba mucho cada momento de la vida. No había tiempos muertos. Todo estaba lleno de vida, mucho más que ahora. Y como todo estaba prohibido, se valoraba mucho cualquier cosa que te dejaran hacer. A las doce de la noche se cerraban los bares. A esa hora empezaba una lucha desenfrenada por encontrar sitios abiertos. Paco Rabal y Fernán Gómez eran los grandes príncipes de la noche. Conocían los sitios de las afueras, y allí iban. En los restaurantes no había cartas; sólo había carne o pescado, y judías. Leías con entusiasmo cualquier libro de Sartre que te prestaran. Había que aprovecharlo todo. En vez de hacerme golfo me convertí en militante antifascista. Eso obligaba a muchísimo. Pero gracias a ello conocí a gente estupenda. Eso le dio sentido a mi vida. Aún tengo algo de aquel viejo militante. En la novela hay una especie de descripción de aquel Madrid. Bohemio, tabernario, valleinclanesco, pero ya era una ciudad en desarrollo. Una España particular. Muy provinciana. Entonces sólo había dos lugares donde hubiera cultura, Madrid y Barcelona.
Era un Madrid en el que la gente apuraba la vida con poco dinero. No digo que fuera un Madrid divertido, pero aquí se valoraba mucho cada momento de la vida.
P. ¿Qué quedó de aquella España en su retina?
R. Siempre esperamos que la lucha contra el fascismo trajera la gloria, que los detenidos, los luchadores, dieran nombres a plazas cuando desapareciera el dictador. No ha sido así, evidentemente. Entre los que hicimos aquella lucha no encuentro ni melancolía del pasado ni un elogio de la lucha clandestina. Nos libramos de un mal sueño. Aquello era una pesadilla, así lo recuerdo. Hasta en los campos nazis los presos tenían algún momento de expansión. En aquella España gris, zaragatera y triste, como decía Machado, cada momento de alegría se aprovechaba muchísimo. Recuerdo seriedad, dedicación y, por parte de mis colegas, tanto en la facultad como en la militancia, una gran generosidad. Lamento mucho que ahora haya un sentido de la política tan mezquino. Se valoraba mucho la amistad. No había ansia de consumismo, de modo que veías cuatro veces una película de Visconti y la disfrutabas las cuatro veces. Eran acontecimientos que aparecieran novelas de Marsé o de Hortelano.
P. El protagonista, que seguramente es usted, está preocupado por el guion y por Grimau.
R. Era una época en que no elegías ser militante antifascista, sino que no te quedaba más remedio. Si eras una persona de bien tenías que tomar partido. Gente tan alejada de la lucha partidista, como Menéndez Pidal, encabezó uno de aquellos manifiestos, cuando las huelgas de Asturias. Casi le echan de la Academia; Fraga lo llamaba para ponerlo de vuelta y media.
P. ¿Alguna luz en aquella época oscura?
R. Una gran fe en que las cosas iban a cambiar. Era como lo que se dice de lo que ocurría en los campos nazis: los internos creían que la guerra iba a acabar mañana. Nicolás Sartorius siempre venía a contarnos que había movimientos en los cuarteles. Aún le hago bromas con eso. Era una esperanza absurda, allí no pasaba nada. Pero había una gran fe en el porvenir y una gran camaradería. Queríamos que España fuera un país como los demás.
P. Iban a matar a un hombre, Julián Grimau; eso convierte el libro en la crónica de un largo día oscuro.
R. Una noche, un día interminable… Había un gran movimiento para salvar la vida de una persona. La guerra había terminado hacía mucho tiempo. No era justicia: era una venganza. Y en la sociedad no se veía ningún movimiento especial para salvar su vida, excepto en los miembros de la militancia comunista. Era un acto de la guerra civil, algo que la gente quería olvidar. Eso pasa hoy también. Nos decían, cuando hacíamos películas de la guerra, “ya están otra vez con esa letanía…” Y lo de Grimau fue un ajuste de cuentas con la guerra civil. Una amnesia programada. Es curioso: luego esas películas tenían mucho éxito.
Siempre esperamos que la lucha contra el fascismo trajera la gloria, que los detenidos, los luchadores, dieran nombres a plazas cuando desapareciera el dictador. No ha sido así, evidentemente.
P. El periodo termina con el dictador moribundo matando. ¿No hubiera sido lógico reflexionar sobre ello en lugar de instigar para olvidarlo?
R. La injusticia del pensamiento humano. Quitarse el luto cuanto antes fue lo que hizo la sociedad española en cuanto murió Franco. Gozar la vida, el consumo, la Movida. No querían recordar al difunto. Lo normal.
P. Es fácil imaginar a aquel guionista buscando firmas a favor de Grimau, pidiéndosela a Berlanga cuando rodaba El verdugo y Franco firmaba la sentencia de muerte.
R. El primer rodaje al que fui en mi vida. Un verdugo tenía que matar a un hombre al que no conocía de nada, como los soldados que tuvieron que fusilar a Grimau, al que tampoco conocían de nada. La vida real y la ficción: ese fue el estampido de esta novela que desde entonces ronda mi cerebro. Allí estaba Berlanga, subido en la grúa. Yo era un chaval de veinte años. Estaba pasando una tragedia y en el propio Madrid se escenificaba una metáfora de esa barbaridad. La gente creía que Berlanga estaba rodando una película rosa.
P. Durante todos estos años hizo cine, sobre todo; y ahora es narrador, como aquel guionista de veinte años. ¿Le produce añoranza?
R. Sí. Añoro mucho el cine, y sobre todo a los actores. La gran diferencia entre el cine y la lectura no está, como se suele decir, en que el cine es movimiento y que lo que lo distingue de la literatura es cierta profundidad psicológica. Lo que lo distingue es que en el cine hay cuerpos que se mueven.
P. Se mueve en la novela uno de los grandes cómicos de su época. ¿Qué le impulsa a dibujarlo?
R. Que se le echa mucho de menos. Es un personaje impagable con el que hubiera seguido trabajando porque, como casi todos los actores, pese a lo egoístas que son y la lata que dan, te dan más de lo que reciben. [Juan Luis] Galiardo era un hombre que te daba mucho; era muy pesado, pero daba mucho en las películas y fuera de ellas. Se le echa mucho de menos.
Babelia
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