Manuel Gutiérrez Aragón: “Tengo nostalgia de los actores”
El director, retirado del cine, hace toda una declaración de amor a los intérpretes en un ensayo teórico, en el que también realiza un repaso autobiográfico a través de sus películas
En el corto espacio de tiempo que transcurría entre la petición de “motor” y la orden de “acción”, a Juan Luis Galiardo le gustaba intervenir en voz alta para dedicar la escena que iba a rodar a alguien del equipo, ya fuera la script, el maquillador, el del sonido o el cámara. “Con mucho cariño”, solía añadir. Cuando todo el mundo estaba tenso y concentrado, en silencio, el actor necesitaba enfriarse y salir del personaje aunque fuera por unos segundos. En otras ocasiones, se ponía a hablar por teléfono antes de escuchar la palabra “acción”. Entonces colgaba rápido, guardaba el móvil y comenzaba a actuar. A sus compañeros de reparto les ponía muy nerviosos, casi todos ellos reconcentrados y serios, porque Galiardo siempre estaba haciendo algo distinto, necesitaba desfogarse antes de entrar en el personaje. Manuel Gutiérrez Aragón ya ha terminado su carrera cinematográfica pero confiesa que se quedó con las ganas de hacer una última película: la de la vida de un actor protagonizada por Juan Luis Galiardo, fallecido en junio de 2012. “Era muy especial, era el tipo de actor que a mí me gustaba, antimetódico, que controlaba externamente sus emociones, alejado del método, nada introvertido ni torturado”, asegura el escritor, que, con sensación de desgarramiento, se ha decidido a escribir sobre el cineasta que fue en A los actores,toda una carta de amor, una obra de género mixto, mitad ensayo teórico, mitad repaso autobiográfico. “Siempre he tenido una gran admiración por los actores pero hasta ahora no lo había confesado. Seguramente, era una deuda que tenía conmigo mismo y también con ellos, pero hasta que no he dejado el cine no se me ha ocurrido hacerlo”, asegura el cineasta y escritor en su casa de Madrid.
Hace años se hizo la promesa de que si un día cedía a la tentación de escribir sobre cine en vez de hacer películas, cualquier reflexión al respecto empezaría por los actores en lugar de por el lenguaje fílmico o la puesta en escena. Llegado el día, rebuscó entre sus papeles y, ¡oh, sorpresa!, se topó con dos carpetas de gomillas, una amarilla y la otra verde, llenas de apuntes, notas y reflexiones sobre teorías cinematográficas escritas a lo largo del tiempo. Con la reescritura de todos los papeles encontrados, con descartes y tomas válidas, como en un nuevo montaje, Gutiérrez Aragón fue poco a poco armando un ensayo con el objetivo de teorizar sobre la interpretación, pero, de nuevo la sorpresa, se le fueron colando los recuerdos. Se le apareció entonces Juan Luis Galiardo, pero también Ángela Molina, Fernando Fernán Gómez, Alfredo Landa o Fernando Rey. Y junto a ellos, Pamela Alonso, la chica más admirada de su pueblo, Torrelavega (Cantabria), la única mujer de carne y hueso que para ese niño de pantalón corto o bombacho podía rivalizar con aquellas estrellas del cine, Ava Gardner, Marilyn Monroe o Audrey Hepburn, a las que ya entonces profesaba un profundo amor.
“Siempre he admirado a los actores pero hasta ahora no lo había confesado. Tenía una deuda con ellos”
“Hay muchas obras y estudios sobre teorías cinematográficas, sobre los lenguajes del cine, pero pocos se detienen en los actores, esas figuras inquietantes, que viven a caballo entre dos mundos, el de la ficción y el real. Fue por eso que me propuse repensar qué era un actor, pero no solo desde el punto de vista teórico, sino también desde mi propia experiencia, a través de mis películas”. Y después de dejar el cine —su última película, Todos estamos invitados, la dirigió en 2008—, cumplidos los 73 años, se ha dado cuenta del flechazo con los actores. Es, dice, como cuando uno sale con muchas chicas, deja de ver a una y comprende al cabo del tiempo que de la que de verdad está enamorado es de aquella a la que ahora no ve.
A los actores, que será publicado por Anagrama, sello con el que el autor ha editado sus tres novelas (La vida antes de marzo, Gloria mía y Cuando el frío llegue al corazón), desprende cierta nostalgia por sus años de cineasta, algo que no niega aquel adolescente al que el cine le ayudó a estructurar el mundo y a verse desde fuera a sí mismo, a aquel estudiante de la escuela de la calle del Monte Esquinza, de Madrid, en la que descubrió que hacer películas no tenía nada de la ilusión plateada que él contemplaba en las salas, que era un oficio rudo, en el que resultaba difícil hacer reales los sueños. “No lo niego, tengo nostalgia. Es un descubrimiento. Es verdad, pero lo que me ha sorprendido es que de lo que tengo más nostalgia es del trabajo con los actores. También del equipo, yo que ahora escribo en soledad. El trabajo con los actores es lo único libre dentro de la técnica cinematográfica. Yo pensaba al principio que el cine era algo muy libre hasta que me di cuenta de que todo está enormemente codificado, no solo por la técnica, sino también por las historias, que tienen que ser historias que atraigan al público. Dentro de esos imperativos, nadie te puede impedir jugar, cambiar, inventar cosas con los actores”.
En el libro no aparecen todas las películas que Gutiérrez Aragón realizó ni sus preferidas. Tampoco las mejores interpretaciones con las que él se topó. Ha elegido aquellos títulos que le vienen a cuento para hablar de los diferentes tipos de actuación, los que mejor le servían para teorizar sobre la interpretación. De la lectura de A los actores sí se desprende, en cambio, su preferencia y su pasión por los actores expresivos, los naturales, más que por aquellos conocidos como “los del método”, los que realizan un trabajo más interiorizado. “Hay la falsa suposición de que los actores que no interiorizan los problemas de sus personajes son menos emotivos, y no es verdad. Un actor controlado no tiene por qué ser menos emotivo que uno pasional”. Controlado como Fernando Fernán Gómez —“el mejor actor que he conocido nunca”—, del que Gutiérrez Aragón descubrió no obstante que no se le daban nada bien las escenas sentimentales. Fernán Gómez trabajó por primera vez a las órdenes del realizador cántabro en Maravillas (1981). Luego lo haría también en La noche más hermosa o La mitad del cielo. “Escribí el papel de ese fotógrafo entre noble y pícaro de Maravillas pensando en él. Una de las claves de Fernán Gómez, y que pertenece a la esencia de la actuación, es que detrás de cada uno de sus personajes hay otro, una sombra que le acompaña, un doble. Siempre parece que estamos viendo algo más que lo escrito y representado. Cuando Fernando dejó de trabajar, hubo un tipo de papeles, de personajes, de textos, que no volví nunca a escribir. Murieron con el actor”.
“Cuando Fernán Gómez dejó de trabajar, hubo un tipo de papeles que no volví nunca a escribir. Murieron con el actor”
Frente al control de Fernán Gómez, el sentimiento de Ángela Molina, una actriz “incapaz de mentir a la cámara” a la que había que “templar un poco porque pone emoción y sentimiento hasta cuando pela una cebolla”, o esa manera de hablar clara y vehemente de Fernando Rey, capaz de hacer comprender las razones y sinrazones del caballero Don Quijote. Confiesa Gutiérrez Aragón que fue la serie de televisión de El Quijote, con Fernando Rey y Alfredo Landa en el papel de Sancho Panza, el trabajo más jubiloso que ha hecho nunca en el cine. “No entraba en mis cálculos hacer una serie, no quería hacerla y acepté por El Quijote. También porque al ser una historia que no había inventado yo la hice con más libertad. Quisieras o no tenía que ser fiel a lo que había escrito Cervantes. Pero cómo no serlo, si era el mejor guionista que te podías encontrar, excepcional”. En un país de Sanchos, no le fue fácil encontrar a alguien que interpretara al Quijote. Por el casting desfilaron los mejores actores del momento, Paco Rabal y Héctor Alterio, entre otros, pero fue difícil —“en el fondo es un personaje idealizado y concretarlo en un actor a nadie le parecía bien, siempre había alguna pega”—. Tan difícil que incluso Camilo José Cela, autor de la primera adaptación pero no de la que finalmente se rodó, propuso hablar con el mismísimo Fidel Castro. “No, no”, dijo entonces Gutiérrez Aragón, “a ver si nos va a decir que sí”.
A este Quijote de Fernando Rey siguió, años más tarde, el de Juan Luis Galiardo, cada uno con su técnica diferente, cada uno con su método y su mundo. Ese contraste es el que más le ha gustado siempre a Gutiérrez Aragón. Poner enfrente a intérpretes distintos, a uno que solo pensaba en el bocadillo que se iba a tomar en el descanso del rodaje con otro que cerraba los ojos y se ponía en situación casi de trance. Como en la vida. Ya se lo dijo Vargas Llosa tras la confesión de que no echaba de menos el cine pero sí a los actores: “Claro, echas de menos tocar la vida”, le respondió el Nobel de Literatura peruano.
“Debo a los actores”, confiesa el que fuera aquel chico tímido de jersey de ochos encadenados, “la señal del camino que me lleva a contar quién soy”.
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