Ya no hay demonios en el jardín
Se dedicó a narrar pasiones rurales, cabalgando entre la denuncia y la estética
Seguramente este cineasta, nacido en Torrelavega en 1942, vástago de una familia conservadora con raíces cubanas, debe a una de las criadas de casa, que le pegó a los ocho años el bacilo de Koch, la posibilidad de descubrir toda clase de demonios en el jardín y en cualquier otra parte. La enfermedad retuvo al niño en cama una larga temporada, igual que les ha sucedido a muchos creadores, artistas, literatos y poetas, pero esta dilatada convalecencia que a otros les permitió alimentar con la lectura el mundo de los sueños, a Gutiérrez Aragón le dio la oportunidad de ver la realidad de la vida tal como es, puesto que su cama de enfermo, para que el niño no se aburriera solo en el cuarto, fue instalada en el comedor y alrededor de ella deambulaban seres reales con sus gritos y susurros, familiares que contaban historias de indianos y vivían pasiones tal vez prohibidas que acabaron años después en la pantalla.
Por otra parte, el mundo de los fantasmas se lo proporcionaba la criada que libraba los domingos y el lunes le contaba al niño las películas que había visto por la tarde en sesión continua, de modo que además de regalarle un foco de la tisis en el pulmón, le dejó el cerebro poblado de héroes, espadachines, navegantes intrépidos, indios y vaqueros, chicas rubias enamoradas. Tal vez de aquel cómodo privilegio de tenerlo todo a mano, sin necesidad de levantarse de la cama, le viene a este cineasta ese aire de indolencia con que parece tomarse siempre las cosas, incluso las más serias. Da la sensación de ser como Bartleby, el escribiente, ese personaje de cuento de Melville que repetía “preferiría no hacerlo”, un ser abúlico y a la vez riguroso y cumplidor. Pero no hay que equivocarse: en cualquier camino en que se te cruce, cuando tú vas, él ya viene.
Solucionado el bacilo de Koch, Manolo Gutiérrez Aragón estudió el Bachillerato en el instituto de Torrelavega, un centro adonde iban a parar catedráticos represaliados y otros restos del naufragio de la Guerra Civil; por ejemplo, allí estaba un profesor estrella, Samuel Gil i Gaya, quien probablemente descubrió el talento literario en este alumno y le dio pábulo a su vocación. Hay que imaginar al futuro cineasta y escritor de adolescente repeinado con pantalones bombachos y calcetines de rombos, jersey de pico y corbata las mañanas de domingo en la Plaza Mayor contemplando a Ava Gardner, Marilyn Monroe y Audrey Hepburn en los fotocromos de las películas de estreno. Una vez más, aquellos rostros imposibles pertenecían a la imaginación, pero la realidad era aquella niña de carne y hueso, Pamela Alonso, de la que se había enamorado en silencio y la contemplaba los domingos a la salida de misa sin atreverse a abordarla.
En 1960 dejó atrás las praderas de Cantabria donde, siendo un chaval, solía acompañar a su padre, que era veterinario, por los pueblos del Pas en cuyos valles herméticos aprendió de la vida lo más natural, que es la convivencia de las gentes sencillas con los animales domésticos, vacas y caballos, pero él imaginó que podía hacer que un oso hablara. Investido con un alma rural decidió un día bajarse a Madrid para matricularse en Filosofía y Letras.
Puesto que la primera labor de un aprendiz de filósofo consiste en dudar, se balanceó a sí mismo entre hacerse periodista o cineasta, dos salidas más adaptadas a su carácter, a la vez creativo y de combate. Eran aquellos tiempos en que otros jóvenes como él trataban de cambiar el mundo. Preferiría no hacerlo, como Bartleby, pero ingresó en el Partido Comunista, llevado casi en brazos por Chicho Sánchez Ferlosio como un valor seguro. Permaneció fiel a estos ideales durante 14 años. Se matriculó finalmente en la Escuela Oficial de Cinematografía y allí recibió enseñanzas de Berlanga, Saura y Borau, entre otros. Pronto demostró que era un creador muy personal, un joven airado, pese a que Berlanga un día promulgó en voz alta: “este chico hace películas checoslovacas”.
Parece que lo tenía claro. Por un lado, prometió que abandonaría el Partido Comunista cuando fuera legalizado, lo que cumplió; y por otro, no se dedicó a realizar películas checoslovacas sino a narrar con elegante sensibilidad y compromiso pasiones rurales, siempre cabalgando entre la denuncia y la estética, para convertir después su cine en una crónica política alegórica o salvaje de lo que pasaba en la época dura de la Transición con sus dos actores fetiches, Ángela Molina y Fernando Fernán Gómez. Sin moverse de su sitio, Gutiérrez Aragón ha elegido ese lugar donde le caen todos los premios, medallas, conchas y leones de oro, academias y homenajes que recibe irónico y mordaz como si no fueran con él, con la aparente desgana del escribiente de Melville, que nunca dejará el trabajo de creador pese a que el tedio le impulse a abandonarlo.
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