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Daniel Innerarity: “La democracia se ha quedado desfasada casi en todo”

El filósofo esboza en su nuevo libro la necesidad de transformar el sistema para su supervivencia

Miquel Alberola
El filósofo Daniel Innerarity, tras la entrevista en Madrid.
El filósofo Daniel Innerarity, tras la entrevista en Madrid.ANDREA COMAS

El filósofo Daniel Innerarity (Bilbao, 60 años) es uno de los 25 grandes pensadores del mundo según Le Nouvel Observateur. Su solvencia en el ámbito del pensamiento está acreditada en una decena de ensayos como La sociedad invisible, Los tiempos de la indignación, Un mundo de todos y de nadie o La democracia del conocimiento. Ahora, el catedrático de Filosofía Política y Social de la Universidad del País Vasco acaba de publicar Una teoría de la democracia compleja. Gobernar en el siglo XXI (Galaxia Gutenberg), cuya primera edición se agotó dos días, donde esboza la necesidad de transformar el sistema para su supervivencia.

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Pregunta. Su libro plantea un plan de choque para la democracia. Propone una democracia más sustentada en la biología que en la física.

Respuesta. El paradigma de las instituciones modernas de la democracia es la relación entre fuerzas físicas tal como la definieron Newton y Laplace. Jefferson, por ejemplo, era un aficionado a la física. Cuando analizas una idea tan fundamental para el sistema político como el checks and balances, pesos y contrapesos, es un universo de inercias y gravedad. La pregunta con la que se abre el libro es si ha hecho la reflexión política el tránsito de han llevado a cabo las ciencias de la naturaleza, que desde entonces han pasado por Einstein, Heisenberg, los avances en la neurociencia, la teoría de la emergencia, de las causalidades no lineales…. Mi respuesta es no. Estamos pensando todavía la política en un universo newtoniano.

P. ¿En qué se ha quedado desfasada la democracia?

R. En casi todo. Salvo el núcleo de valores, de principios normativos para los que nunca encontraremos un sustituto útil: la idea de autogobierno, de igualdad, de representación, de deliberación, de justicia… Estas ideas no sufrirán grandes evoluciones, salvo que tendrán que ir concretando a contextos diferentes. Pero el resto de ideas… Nuestro concepto de soberanía, territorialidad, autarquía, de poder mismo, han sufrido una transformación que contrasta mucho con la evolución que hemos hecho los que nos dedicamos a pensar estas cosas y quienes ejercen la política práctica.

P. No se trata, pues, tanto de ajustes como de redefinir el sistema.

R. Hemos diseñado un sistema para sociedades que cumplían condiciones como simplicidad, autarquía, abarcabilidad e instrumentos tecnológicos de escasísima sofisticación. Y en unos 300 años tenemos un mundo interdependiente, espacios abiertos, soberanías compartidas en muchas regiones del mundo (o por lo menos relaciones poliárquicas), una sociedad mucho más plural, más granular, más diversificada… Ya no funciona que quienes estaban en el Gobierno supuestamente concentraban el mayor nivel de conocimiento frente a una masa que sabía poco. Hoy los Ejecutivos tienen que gobernar con subsistemas muy inteligentes. Eso implica un reseteo radical de la política. No estamos ante la típica reforma administrativa ni siquiera constitucional.

La política necesita un reseteo radical . No estamos ante la típica reforma administrativa ni siquiera constitucional

P. ¿Urge acometer ese reseteo?

R. Debemos proceder ya a ciertas revisiones de nuestros conceptos y cuanto antes, mejor. Incluso hay muchas cosas para las que ya llegamos tarde. Por ejemplo la crisis climática. Para la robotización, en parte, también. Pero este es un proceso que también tiene un largo recorrido. Deberíamos conseguir que las instituciones políticas de distinto tipo incorporen en su estilo de gobierno dimensiones cognitivas y reflexivas. Estamos pasando de una época en la que las instituciones estaban acostumbradas a dar órdenes a un mundo en el que a lo que más tiempo le tiene que dedicar es a aprender.

P. ¿Cómo hacer ese tránsito hacia “el gobierno de los sistemas inteligentes” sin dañar sus principios?

R. Es el gran desafío. Las derechas suelen tener un lenguaje de adaptación: hay que adaptarse a los cambios sin preocuparse demasiado por los criterios de legitimidad que podemos estar cargándonos en ciertas adaptaciones. En cierta parte de la izquierda, lo que tenemos es un discurso de impugnación, del desorden del mundo, de las injusticias y una actitud recelosa respecto de las tecnologías o de la globalización. Entre esas dos concepciones equivocadas de la voluntad política (adaptación o rechazo) se abre todo un campo que debería estar presidido por cómo conseguir realizar (no adaptar) los ideales irrenunciables de la democracia en contextos y situaciones que van cambiando con el paso del tiempo.

Quien ofrece un consuelo pasajero, una clarificación engañosa del panorama es recompensado en términos políticos.

P. ¿Sabemos cómo?

R.  No sería honesto si presentara mi libro como una solución a todos esos interrogantes. Mi libro aspira a ser una caja de herramientas para empezar con esa tarea. No sé cómo construir el mecanismo pero proporciono algunos instrumentos que pueden ayudar a mucha gente, porque esto lo tenemos que hacer entre todos: gobernantes que abandonen esa focalización obsesiva en el corto plazo y la escaramuza inmediata, pero también la ciudadanía, los medios de comunicación…

P. Considera que la principal amenaza de la democracia es la simplicidad. ¿No es un contrasentido?

R. Simplicidad, en el sentido de la simplificación. En una doble versión. En primer lugar, hay un montón de disfuncionalidades en la política porque hay un contraste entre los conceptos que hemos recibido y las realidades que estamos manejando. Esa simplificación, unos conceptos políticos que no tienen en cuenta la riqueza de la sociedad y de los nuevos entornos, es la primera. Pero hay otro tipo de simplificación, más bien práctica, que tiene que ver precisamente con ese mundo de la complejidad, lleno de incertidumbres en el que estamos navegando como podemos, en el que, al menos en el corto plazo, los simplificadores tienen todas las de ganar. Quien ofrece un consuelo pasajero, una clarificación engañosa del panorama es recompensado en términos políticos.

P. ¿Como Donald Trump y Boris Johnson?

R. Por ejemplo. Quien habla de construir un muro para delimitar un espacio, eso lo entiende cualquiera. Quien habla de recuperar un control que habíamos perdido, eso lo entienden más de la mitad de los votantes británicos.

P. La democracia se vuelve compleja y la política se simplifica.

R. O, al menos, la política no tiene el nivel de complejidad adecuado a la sociedad que tiene que gestionar. Es el famoso principio de Ashby de que no podemos desarrollar un sistema inteligente si no desarrollamos un nivel similar de complejidad. Y si no lo tienes, lo que has de hacer es transaccionar y establecer una relación más horizontal. Cuando el regulador es más inteligente que el regulado, la relación puede ser vertical y funciona bien; cuando están igualados, o más bien desequilibrados en el sentido contrario, lo que tienes que hacer es obtener información, acordar con el regulado un cierto tipo de intercambio entre información y legitimidad.

La democracia, por su propia definición, será siempre un sistema de gobierno frágil y vulnerable

P. Habla de proteger a la democracia de sí misma, es decir, de la inmadurez, debilidad, incertidumbre e impaciencia de la ciudadanía.

R. La soberanía popular, para que no actúe irreflexivamente, sea más deliberativa y produzca mejores resultados, tiene que estar bien organizada. El soberano tiene la última palabra, pero también sabemos que se equivoca muchas veces. Pensamos que la democracia es soberanía popular y no nos damos cuenta de que forma parte de la soberanía popular la autolimitación de la soberanía popular. De hecho, lo hacemos todos. Nos estamos poniendo limitaciones en el plano personal y colectivo para tener precisamente una mayor libertad.

P. La democracia es incluso un instrumento útil para quienes se la quieren cargar.

R. No podemos proteger la democracia hasta el extremo de no correr algunos riesgos. Es un sistema abierto, donde hay libertad de expresión, donde puede entrar cualquiera (el derecho de sufragio pasivo está abierto a todo el mundo),… Y más, cuando se ha horizontalizado mucho y cada vez hay menos guardianes de la puerta: los periódicos ya no tienen la verticalidad que tenían, los partidos no son organizaciones férreas, los propios agentes políticos están sometidos a monitorización desde todos los puntos de vista… La democracia, por su propia definición, será siempre un sistema de gobierno frágil y vulnerable. Y tenemos que aprender a gestionar esa vulnerabilidad.

P. ¿La pérdida de confianza en las instituciones e intermediadores es una causa o un efecto de lo que le ocurre a la democracia?

R. Todas las instituciones que establecían una intermediación entre el público y el interés general se han visto desafiadas por la seducción de la inmediatez. Hay ya muchas utopías que plantean que el mejor esquema de agregación de las microvoluntades sería crear un dispositivo que sin ninguna deliberación recogiera nuestros deseos. Frente a esto, defiendo que una política de mediaciones bien configurada puede ser más igualitaria que la pura espontaneidad de la agregación de voluntades individuales a través de pantallas de ordenador. La justificación de la mediación política es corregir los sesgos que están en la sociedad y los sistemas informatizados: la defensa de aquellos intereses que no se pueden hacer valer en una sociedad entendida como el choque y el combate espontáneo de las fuerzas en juego, donde suelen ganar, qué casualidad, los que tienen otro tipo de poder.

El problema del conflicto catalán es quién tiene liderazgo suficiente en ambos mundos para resolverlo

P. Sostiene que la categorización izquierda-derecha también responde a una simplificación de la complejidad ideológica.

R. Lo cual no significa que no la podamos seguir utilizando y que no entendamos todos perfectamente qué queremos decir cuando nos referimos a la izquierda y a la derecha. Primero, la tenemos que pensar con un poco menos de rotundidad. Segundo, no se puede entender como la clásica contraposición Estado-mercado, de la que venimos. Y tercero, tendrá que convivir con otros ejes de confrontación porque no son los únicos que funcionan en la sociedad.

P. ¿Decir que la derecha y la izquierda ya no existen suele ser un argumento de derechas?

R. Una persona que lo dice suele rechazar la politización de las cosas. Y la despolitización de las cosas suele beneficiar a los que ya tienen poder.

P. ¿El independentismo es una solución simple en medio de este maremágnum de complejidad?

R. Es una opción personal cuya plausibilidad aumenta en la medida en que el sistema político es incapaz de encauzar con una lógica democrática, deliberativa, de negociación, reivindicaciones fuertes de identidad plurinacional.

P. ¿El de Cataluña es un problema complejo abordado con demasiada simplicidad?

R. Sin duda. He hablado con muchos líderes políticos sobre Cataluña imaginando cuál sería una solución razonable practicable para el conflicto catalán. Desde el punto de vista teórico no hay grandes dificultades. Bastaría con pensar de qué modo se realiza la democracia en un sistema político compuesto, como el que tenemos. Pensar que la unidad de la que se habla en la Constitución es compatible con una redistribución del poder distinta. Idear mecanismos de reciprocidad, en virtud de los cuales la cesión de una parte sea compensada con la cesión de la otra, y generar un marco de confianza para una negociación. El gran problema es quién lo hace: quién tiene liderazgo suficiente en ambos mundos, en un momento en el que, además, abundan los tea partys, para explicar a los propios que hay cosas mejores que una victoria. Por ejemplo, un gran acuerdo.

Madrid es el ejemplo de un centro en una sociedad que ya no se puede organizar a partir de un centro

P. Las tensiones territoriales están en Cataluña pero también en León o en Teruel. ¿Se está desmoronando el Estado-nación?

R. En el libro lo que planteo es que tenemos que concebir los espacios políticos de una manera más poliárquica. En el conflicto catalán hay una presión porque no haya ninguna asimetría respecto de otras comunidades autónomas, algo tremendamente disfuncional, porque no habrá una solución en Cataluña si no hay una especificidad reconocida constitucionalmente. Luego están los casos como Teruel Existe o la España vaciada. Y Madrid, como gran centro de succión de recursos y con ciertas formas de competitividad de otros centros alternativos, como Barcelona, Valencia, Sevilla o Bilbao. Estamos realmente ante una redefinición del espacio en el que queremos vivir y esto, en sí mismo, no me parece un problema. Verlo con una cierta displicencia, como si fuera una especie de retorno del tribalismo y de rebelión de las provincias, me parece que refleja una manera muy elitista y muy madrileña de ver las cosas. Dicho sea por una persona que quiere mucho y se encuentra muy a gusto en Madrid.

P. ¿Hay un pulso entre la ciudad-Estado y la nación-Estado?

R. Sin duda. Madrid es el ejemplo de un centro en una sociedad que ya no se puede organizar a partir de un centro. La única manera de reorganizarse a partir de un centro es hacerlo de manera tremendamente disfuncional y tremendamente inigualitaria.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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