40 años de playeras para contar el rock que sonó en México
El bajista Fernando Marín fue pionero en la serigrafía de camisetas de las grandes estrellas que visitaron el país cuando el régimen lo permitió
¿A cuántos dictadorzuelos les habría gustado prohibir el rock? El presidente Luis Echeverría apagó los metales en México a principios de los setenta por miedo a la subversión, pero ignoró que una cinta elástica que se estira hasta un extremo vuelve con más fuerza hacia el contrario. Avanzada la década de los ochenta, cuando las grandes bandas entraron a tocar en el país, los jóvenes se volvieron locos. “Solo con dos conciertos, uno de Billy Joel y otro de Black Sabbath construí este taller y con otros pocos les di la carrera a mis tres hijos”, dice el bajista Fernando Marín. Expulsa el humo del cigarro y echa otro trago de cerveza. No fue la música, a la que ha dedicado 50 años, sino las playeras las que le permitieron vivir con holgura: “Metallica ha sido nuestro récord, venderíamos unas 50.000 camisetas. En el concierto de Rod Stewart tuvimos que volver al taller para cargar otra furgoneta”.
Fernando Marín tocó en varios grupos de rock entre los sesenta y setenta, pero el ambiente se puso borrascoso. México aún estaba de luto por la matanza de estudiantes en la plaza Tlatelolco en 1968, cuando en junio de 1971 más de un centenar de jóvenes que exigían democracia fueron asesinados a tiros. El Gobierno mexicano se desentendió del llamado Halconazo: los pistoleros entraron a rematar a algunos moribundos al hospital donde eran atendidos.
Apenas dos meses después se celebró en el país el famoso festival de rock de Avándaro, conocido como el Woodstock mexicano, que la prensa del régimen recibió como una orgía infernal de drogas y escándalos. Dos días de música, paz y amor, algo de marihuana y varias muchachas liberándose de su ropa bajo los focos. Fernando Marín se lo perdió porque su grupo estaba contratado para tocar en otro sitio. Casi medio siglo después, aún se consuela con argumentos meteorológicos: “Llovió muchísimo, aquello se convirtió en un lodazal, no había ni sanitarios, no estaba preparado para aquella multitud”. Hasta 300.000 asistentes, dicen algunas crónicas, disfrutaron del acontecimiento.
Después se hizo el silencio. Prohibidos los grandes conciertos, los rockeros se refugiaron en locales clandestinos. “Tocábamos hasta en las casas particulares, nos hacíamos publicidad nosotros mismos y sin alcohol y quizá un toque de mota, sacábamos algún dinero. Si llevabas pantalón pegado eras homosexual, drogadicto, nos acusaban por todo, había razias policiales”, recuerda el bajista. Muchos se pasaron a la música comercial. Fernando, además, montó su taller de playeras cuando no había nada parecido en México, “y quien pega primero, pega dos veces”.
Las camisetas le permitieron gozar de la historia del rock en primera fila. Recuerda cuando cayó el veto del PRI y empezaron a llegar al país Santana, los Rolling Stones, Deep Purple, ZZ Top, Pink Floyd, AC DC, Queen, Guns N' Roses, y otros de la música pop, como Madonna. Fernando lo cuenta en camisetas: “Con Michael Jackson vendimos 6.000 playeras y con Elton John unas 3.500”. Ahora en el taller trabajan cuatro personas. Estampan unas 500 camisetas por semana en esa especie de biblioteca donde cientos de bastidores de madera con el dibujo de cada banda se apilan en las estanterías. Ahí está la historia del rock mundial. Una peculiar noria de ocho brazos gira con las prendas estiradas para recibir las tintas de color. Después pasarán al horno, un proceso hipnótico de puro artesanal.
Fernando viste de negro, informal pero sin insignias rockeras de ninguna clase. El hueco de la gorra deja al aire su eterna coleta, pero hay que buscar su mirada debajo de la visera. Indiana Jones no le era más fiel a su sombrero. Da otro trago a la chela y saca el humo de los pulmones desplazando la boca casi hasta la oreja para no molestar. El gesto recuerda a los dibujos animados manga, en los que el círculo de la boca se mueve aquí y allá para que la cara se exprese. Apenas levanta la voz, y sus movimientos son felinos, más de gato que de tigre, nada que ver con las contorsiones estridentes de los rockeros. Amable y obediente, se cuelga el bajo para ensayar unas notas a petición de la fotógrafa.
Fernando Marín es bien conocido en el mundo del rock mexicano. Pasó de suplicar sitios para ensayar a prestar su taller y los equipos que le financió su padre a otros artistas. “El chiste de la música es divertirse. El rock nos empujó, nos dio de comer, nos sacó a pasear. Nos divertimos a chorros”, recuerda. Autodidacta, él fue un buen lector de música, por eso le llamaban para hacer suplencias; tocó con Los Hermanos Castro, con Dulce. Y tuvo ofertas para establecerse en Chicago y en Los Ángeles, pero desistió. Su grupo actual es Abril y este 2020 que recién se despereza esperan sacar un cuarto disco. En marzo, para celebrar sus 50 años de música, Fernando y los suyos abrirán el concierto de Martin Barre, guitarrista de Jethro Tull. “Es un honor para nosotros”, dice. Aquellos años se echaban un palomazo [subir a tocar un tema] con los grandes del rock. Porque después del silencio impuesto llegó el ruido con mucho más ruido al escenario mexicano.
Una mano de artista
La música no ha sido la única vocación de Fernando Marín. O dicho de otra manera: las playeras que imprimía no se hacían solo para sacar dinero. A él le gusta pintar. El esqueleto que da imagen a su banda lo dibujó él y muchos de los acetatos que luego pasaban a las camisetas rockeras los hizo a mano cuando la tecnología ni estaba ni se la esperaba. Su vocación por la acuarela culminó en una exposición en el local Pinche Gringo, en la alcaldía Miguel Hidalgo, cerca de Polanco, el barrio fresa en el poniente de Ciudad de México. Allí vendió algunos de los retratos de sus ídolos: Frank Zappa, Bob Dylan, Billy Joel, Beatles… Ahora los protagonistas de sus camisetas son otros, a esas bandas de ahora él las llama "Los monstruos que comen galletas", como en Plaza Sésamo. "Pues es que cantan bien gutural, ¿no? Pero hay que hacer lo que quieren los chavos, no nos podemos quedar atrás".
Babelia
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