Brujas pasables y amores olvidables
El aspecto visual de ‘Akelarre’ es rebuscado y lúgubre, pero la intriga tarda en funcionar. ‘Verano del 85’, de Ozon, me deja indiferente o bostezando en algún momento
A pesar de mi agnosticismo, de no creer en dioses ni diablos que vagan por el cielo y por el infierno (si existe el de los cuernos y el rabo solo habita en la tierra, tiene padre y madre, es poderoso hasta la náusea y su implacable trabajo consiste en andar jodiendo siempre a los débiles), me ponen nervioso las películas sobre Lucifer y su cuadrilla. Las malas, que son la inmensa mayoría, pero también las buenas. Solo puedo ver esa obra maestra titulada La semilla del diablo si estoy bien acompañado. Y, aun así, paso notable angustia. Y me impresionaron cuando era muy joven Dies irae, de Carl Theodor Dreyer, y el Nosferatu de Murnau.
Consecuentemente, me preparo para recibir sustos con Akelarre, una película vasca, hablada parcialmente en euskera, dirigida por el argentino Pablo Agüero, y que narra la cacería y las torturas que emprenden los poderes del reino, o sea jueces, curas y ejército, contra un grupo de chicas aldeanas acusadas de brujería, de montar sabbats, de estar poseídas. Estas personas inocentes, sin posibilidad de escapar de la hoguera, deben inventarse los rituales y las metas de sus conjuros para prolongar su supervivencia. Y el morbo del jefe de los inquisidores llega a ponerse muy cachondo escuchando el testimonio carnal de la falsa bruja.
El aspecto visual de Akelarre es rebuscado y lúgubre (aunque es una temeridad hablar de la fotografía cuando las gafas están casi siempre empañadas) y la intriga tarda bastante tiempo en funcionar. Al principio siento escaso interés por esas jóvenes tan vitalistas y cantarinas y sus torvos cazadores. Me da un poco igual su presente y su futuro. Pero luego empiezan a ocurrir cosas, la batalla oral y gestual entre víctimas y verdugos adquiere cierto interés, entro en la trama. El Maligno no aparece. Y es de agradecer que no haya golpes de efecto, esos recursos tan facilones y abusivos. Qué grima me da esa profesión tan infame de los cazadores de brujas y las cazadoras de brujos. Ahora está desterrado lo de quemar en la pira. Existen formas más refinadas para destruir la existencia de los pecadores.
Al comienzo de Verano del 85, el protagonista nos avisa de que va a hablar de un cadáver y de muerte. Que desconectemos si no nos apetecen esos temas. Y teniendo en cuenta la retorcida personalidad del director François Ozon me asalta la tentación de salir pitando. Pero se impone el sentido de la responsabilidad y me quedo hasta el final. Pero no participo de la intensidad sentimental y la complejidad anímica de la trágica historia de amor, o de sexo, o de lo que sea entre un chaval con múltiples incertidumbres y necesidad de entrega absoluta y otro más vivido que disfruta con ambos sexos, que no desea exclusivos compromisos afectivos. Ya sé que la mente de Ozon gusta de la perversión, de conductas esquizoides, de transgresores códigos morales. En alguna ocasión ese universo puede resultarme inquietante. Aquí me dan igual las pasiones y los reproches de sus personajes. Estoy tan ausente de Verano del 85 que me asalta el recuerdo de Verano del 42, aquella romántica historia de amor entre un adolescente soñador y muy creíble y la hermosa viuda, que dirigió el excelente y nunca suficientemente reivindicado Robert Mulligan. Hay todo tipo de veranos. El de Ozon me deja indiferente o bostezando en algún momento.
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