Ceniza y luz de María Zambrano
Antonio Colinas rehace los exilios y las presencias de la filósofa
Era de cristal, o de ceniza. Su cara inclinada hacia delante, su cigarrillo marcando la flecha de sus ojos. Y esa ceniza. Raúl Cancio, que la retrató en 1984 poco después de que llegara a Madrid, traída por sus amigos Jesús Moreno y Julia Castillo, le disparó 36 veces a la ceniza que salía del tabaco y la boquilla. Era un arco finito, mortal y duradero, y no caía. Se aguantaba ahí, en un arco heroico que, al fin, se fue a caer en un cenicero puesto en sus rodillas. Rogelio Blanco, entonces un joven estudioso de su filosofía que luego sería director general de Archivos y del Libro y Bibliotecas, recuerda ese tabaco causando destrozos en numerosas batas de seda.
Era fuerte. A José-Miguel Ullán (Esencia y hermosura, Galaxia Gutenberg, 2010, que no se pierda ese libro) le dijo el artista mexicano Juan Soriano: “(…) Lo que me ocurre con frecuencia es que, cuando leo los retratos que hacen de ella, me encuentro con un merengue en lugar de encontrarme con un ser humano”. A Ullán le dijo también Luis Fernández, el pintor “más empecinado”: “María es una santa hechicera. En cuanto oiga usted su voz, ya no podrá olvidarla jamás”.
El poeta Ullán fue en busca de esa voz, y ya no dejó de rastrear su huella hasta el fin de sus días, 2009. Otros fueron en busca de María, porfiados en escuchar su voz y transmitirla. Al llegar a Madrid conjuró el rechazo a volver poniendo cruces en lo peor de España, la crueldad que hubo antes de que, por muchos años, se exiliara tras la ceniza roja y negra de la guerra.
Aquel delirio fatal le vino como una herida el día aquel en que, durante una eternidad, caía sobre su ropa blanca la ceniza arqueada del tabaco. Y cuando ya fue basura lo que había fumado se acordó de Cervantes, que pidió “un poco de luz y no más sangre”. En aquel tiempo se mataba otra vez en España, la ETA seguía con su trabajo sangriento y oscuro, y en ese clima que contrastaba con la paz del Retiro, donde vino a vivir, pronunció la invocación cervantina y la subrayó diciendo: “Yo también lo pido”.
Ahora el poeta Antonio Colinas (Sobre María Zambrano. Misterios encendidos. Siruela) ha rehecho sus múltiples viajes hacía María. “Pensaba hacer una semblanza y me metí en las 400 páginas. Me dijo al colgar la primera vez que hablamos: ´Usted y yo hace mucho tiempo que nos conocemos`. Ese fue el primer impulso del libro… Luego volvió a España. No sabía si iba a tomar el avión. Y cuando aterrizó dijo aquello: ´Yo nunca me he ido de España`. Era frágil, sí, pero con las ideas firmes y a contracorriente. Esa sorprendente vida interior. Se reconocía como una cristiana bizantina para quien lo sagrado lo era todo. Esa corriente le ayudó a sobrellevar el exilio”.
Era, dice Colinas, una europea, cuya “razón poética” la ayuda a sobrellevar el exilio. Y era española, a la que le duele “esta luz de Madrid”. Dolor y piedad fueron, halla el poeta, palabras de su sustancia. La piedad es un remedio y la distancia (“ya sabe lo que pasó [en la guerra], yo de eso no quiero hablar”) la ayudan “a superar la historia”. Entre los misterios encendidos, su padre y Antonio Machado, y Leopardi, y María buscando la luz que duele… Misterio encendido, dice Colinas. Un incendio en un alma que parece reposada.
Murió en 1991, ya había recibido el Cervantes “del rey republicano”, como le dijeron. Rogelio Blanco, aquel muchacho, estaba con Jesús Moreno en los últimos instantes. La quietud fue prolongada por esta frase machadiana que él recuerda: “Devuelvo a la divina naturaleza todo lo que haya de divino en mí”. “Terminó pacíficamente, y fue el momento más impactante de mi vida cerca de ella”. Alumbra tesis doctorales en todo el mundo; aquella mujer de ceniza lenta sigue dando luz, dice Rogelio Blanco, a un concepto que ella construyó con convicción y sentimiento: la naturaleza del hombre reclama la democracia, “ese es su hábitat”.
¿Y esa ceniza? “Ah”, recuerda Rogelio, “era la consecuencia de su movimiento lento; una imagen muy frecuente: poner el cenicero debajo de su brazo, sobre la bata de seda… La bata de seda estaba como un colador. El codo apoyado, reflexiva, lenta, perdida en una conversación profunda, y la bata, blanca o azul, pues de ambos colores tenía, llena de agujeros…”
En esa ocasión Raúl Cancio esperó hasta que la ceniza cayera, pero ella reaccionó a tiempo. Y le dijo a Raúl, con la voz que ya susurraba las órdenes, en la toma 36 exactamente: “¡Ya está bien de fotos, que soy una vieja!” A esas alturas ya estaba congelada la ceniza. Y María siguió hablando contra la luz que duele.
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