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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La pluma femenina reclama su importancia

Es triste ver cómo los grandes premios literarios a la obra los ganan mujeres a una avanzada edad, cuando se piensa que no amenazan a nadie y merecen un buen fin

El premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa junto a la escritora Patricia del Río y Sergio Ramírez durante la Feria Internacional del Libro de Lima.
El premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa junto a la escritora Patricia del Río y Sergio Ramírez durante la Feria Internacional del Libro de Lima.Christian Ugarte (EFE)
Gioconda Belli
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Nueve hombres componían la mesa de honor que inauguró el pasado jueves la Feria del Libro en Lima dedicada al Universo Vargas Llosa. La polémica no se hizo esperar y otra vez, este prolífico, apuesto y Nobel escritor ocupó el centro de la tormenta. La III Bienal Mario Vargas Llosa, realizada en Guadalajara en el pasado mes de mayo, también se desarrolló bajo la nube oscura de un fuerte reclamo firmado por muchas escritoras y escritores de renombre. La crítica, hecha en tono de dardo, señalaba la falta de panelistas mujeres, la presencia de una sola mujer en el jurado, y la sola finalista mujer entre los cinco que fueron seleccionados de una lista semifinal de diez (de las cuales cuatro eran mujeres). Yo era la única entre los últimos cinco, y supe, desde el momento en que se conoció el manifiesto, que podía decir adiós a la posibilidad del premio. La crítica en ese momento actuó como una profecía autoprovocada. En mi incómoda posición, me sorprendieron las airadas reacciones de los varones. Supongo que en Lima también estarán aturdidos y molestos. La disculpa de la FIL Lima no podía ser más sincera, ni señalar más claramente el problema de fondo: “no se pensó en eso”

Ciertamente que a Vargas Llosa le ha tocado la mayor dosis de crítica, producto, diría yo, más de su notoriedad que de su intervención. El mismo manifiesto de la castigada Bienal expresaba su hartazgo ante la frecuencia con que estas carencias se repiten en gran cantidad de eventos culturales. O sea que estamos ante la irrupción de una demanda que sería desafortunado atribuir a un feminismo recalcitrante y que es necesario que el mundo literario tome en serio, no por aplacar, ni callar las voces que lo señalan, sino para reflexionar a fondo sobre su significado.

Tanto numéricamente, como en calidad, las mujeres ya somos un componente destacado de las letras en español. Aunque no es una novedad, el fenómeno de este boom femenino es ya tan contundente que no puede seguir descalificándose y exigiendo que se adapte al modus operandi tradicional. El cambio es necesario. La mentalidad masculina y aún la de algunas mujeres está obligada a percatarse de esta nueva realidad. Pienso que no hay mujer escritora en nuestra modernidad que no se haya sentido relegada a un puesto de segundona en los grandes cónclaves literarios iberoamericanos.

La relevancia de las mujeres se concede a menudo porque una es popular, o porque es joven y bonita, o porque se le respeta como columnista, editora, o con alguna posición destacada distinta de la estrictamente literaria. Los colegas escritores usan el mantra de la calidad como rasero. Yo me pregunto cuántos de ellos leen a las mujeres y les prestan la atención que merecen. Pienso, incluso, que este argumento de la calidad merece un examen de conciencia de su parte. Me atrevo a decir que el prejuicio está precisamente en los patrones de calidad con que nos juzgan. El ojo crítico leve que usan para sus congéneres se transforma en implacable cuando se trata de la obra de una mujer.

Cantidad de hombres celebrados actualmente escriben literatura light, novelas románticas, eróticas o pueblerinas, narco novelas intrascendentes o tomos impenetrables, sin que les haga mella. Se les critica, se les brinda atención favorable o desfavorable. En cambio, las obras sólidas de la pluma femenina son examinadas con lupa, fácilmente se etiquetan eternamente, o se les niega la atención crítica. Hay avances en este sentido, no hay duda. Hay hombres jóvenes que intentan salirse de ese canon discriminatorio. Pero las catedrales literarias siguen estancadas en una mirada masculina que ve con sospecha, o en el mejor de los casos, con benevolencia, lo que escribimos las mujeres.

Yo estoy en total desacuerdo con algunos conceptos que se engloban dentro de los reclamos femeninos. Me opongo a la idea de cuotas. Me parecen un precedente funesto que nos dejarán para siempre en el limbo de no saber por qué se nos toma en cuenta. Me opongo a la idea de que los hombres deban presentar ante concursos y festivales casi un récord de policía para ser considerados moralmente aceptables, me opongo a que se exija a las organizaciones culturales espacios “seguros” para las mujeres en los eventos.

Creo que hay mecanismos para señalar comportamientos inadecuados dentro de esos contextos y no somos damiselas que necesitemos guardianes de nuestra honra. Sin embargo, pienso que la justa demanda de mayor inclusión no puede soslayarse sin una reflexión por parte de los hombres de sus prejuicios, de su actitud crítica diferenciada ante la obra firmada por una mujer, de la responsabilidad de los suplementos literarios de dar cabida amplia a las escritoras en sus páginas y de nosotras mismas, escritoras, para leernos, conocernos, y promovernos entre nosotras. Es triste ver cómo los grandes premios literarios a la obra y no a un libro, los ganan en su mayoría, mujeres a una avanzada edad, cuando se piensa que ya no amenazan a nadie y que merecen un buen fin. Cierto que las mujeres entramos tarde a la literatura. Si en 1927 la Woolf no podía entrar a la biblioteca de Oxford sin autorización masculina, ¿cuánto creen que nos ha costado llegar tan lejos? Pero ya hemos llegado, y es hora de que se nos reconozca la inmensa calidad y relevancia que, sin mezquindades, y con entusiasmo nos reconoce el público lector.

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