Un encuentro con el raro huemul, el fantasma de la Patagonia
El elusivo ciervo austral es uno de los animales más difíciles de ver del mundo
El animal más raro que he visto en mi vida es el huemul. Lo pensaba el otro día tras leer Animales invisibles (Capitán Swing-Nórdica, 2019), de Gabi Martínez, en el que el autor relata su aventurera búsqueda de un puñado de criaturas misteriosas, entre ellas el picozapato, la danta y el yeti. Al yeti no lo he visto: una vez me lo pareció, mientras me ahogaba por la falta de oxígeno cruzando el Singge La (5.050 metros de altura) en el Zanskar –¿qué diablos estaría yo haciendo allí?-, pero resultó ser un montañero de Murcia que iba en dirección contraria. En cuanto al picozapato, el legendario Abu Markub, “pico de babucha” de los árabes, como cuenta Gabi, he visto uno, aunque fue en un zoo, en Praga, y no vale lo mismo que observarlo en los pantanos del Sudán. La danta (o tapir), sin embargo, no solo la he visto sino que en un episodio bastante impropio de mi cauta y sedentaria persona, con gustos gastronómicos clásicos, en una ocasión me comí una. Fue en una excursión en la selva venezolana al Salto del Ángel: los indios que nos guiaban sacaron una escopeta de debajo de los bancos de la curiara en que viajábamos y se metieron en la espesura para regresar al cabo de unas horas con un ejemplar que destazaron y asaron en un periquete en medio de un jolgorio impropio de aquel sitio –aunque al menos sirvió para alejar a las serpientes-. A mí el trozo que me tocó, y que regué con ron y Pepsi, me supo a lomo.
Volviendo al huemul, no es raro por su aspecto, ya que es un ciervo, sino porque resulta dificilísimo de ver: tiene un carácter tímido y elusivo y además solo quedan unos dos mil ejemplares, todos en lugares agrestes de la América austral. Se lo conoce como “el fantasma de la Patagonia” y tuve la extraordinaria suerte de encontrarme de frente con uno el 13 de noviembre de 2013 por la tarde (lo apunte en la agenda) volviendo de una excursión al glaciar Grey en el parque nacional chileno de Torres del Paine, en la provincia de Última Esperanza, que ya es nombre animoso. Había sido un día intenso en el que había contemplado paisajes de grandiosidad y belleza inenarrables, y animales tan sensacionales como el guanaco, el ñandú, el cóndor y el chorlo de Magallanes, pero me sentía absurdamente frustrado –mira que somos raros los humanos- por no haber visto un puma. Así que cuando caminando cabizbajo en el sendero en medio de un bosque casi me di de bruces con un ciervo rechoncho no le di mayor importancia. Hasta que oí a Pedro, el joven guía, de natural serio y contenido, exclamar a mi espalda, “¡Pucha, un huemul!”. El animal y yo lo miramos. Pedro estaba paralizado de asombro como si hubiera visto no ya un puma sino un milodón, el extinto perezoso gigante que fascinó a Chatwin. Pensando si no me estaría perdiendo algo volví la cabeza hacia el bicho. Era un ciervo corpulento de patas cortas, con astas pequeñas bifurcadas y orejas grandes, pelaje gris y una mancha negra en la cara en forma de Y. Se dio la vuelta elegantemente y sin prisa alguna se metió en la espesura dejando atrás solo una última visión de su cola y el rumor de las hojas. “Un huemul”, repitió Pedro trémulo.
El huemul (Hippocamelus bisulcus), me explicó emocionadísimo tras recuperarse de la impresión, es un mito viviente, el grial de las extensiones patagónicas cordilleranas de Argentina y Chile (donde vive el 75 % de su población). Mucho más raro de ver que el puma, por el que yo tanto suspiraba, es el cérvido emblemático de la región y un icono nacional que figura en la bandera chilena junto al cóndor. El primero en describirlo para la ciencia fue en 1782 el naturalista y jesuita Abate don Juan Ignacio Medina, que lo clasificó erróneamente con los caballos. Medio siglo después aún se dudaba de si era un ciervo e incluso de su propia existencia. Su nombre científico ha cambiado una veintena de veces y el de huemul es de raíz araucana con distintas variaciones fonéticas. Los indios tehuelches lo llamaron shoan y los españoles “ciervo andino”. Su hábitat ha quedado reducido a los bosques subantárticos de Argentina y Chile, según señala Alejandro Serret en su indispensable monografía sobre el animal (El huemul, Zagier & Urruty, Ushuaia, 2001), un libro con un extraño hálito romántico desde su enigmática dedicatoria: “A la memoria de Horacio Foerster, guardaparque de la provincia de Misiones, quien me salvó la vida en el Moconá, perdiendo la suya” (Foerster, he averiguado, desapareció presumiblemente ahogado en el río Uruguay cuando navegaba en una misión de monitoreo de vida salvaje con Serret cerca de los saltos del Moconá y mientras trataba de salvar a un grupo de turistas).
Serret , que ha seguido 15 años el rastro de los huemules, recoge variados testimonios y observaciones sobre ellos, desde el hecho de que macho y hembra orinan de manera diferente (lo que, digo yo, no será tan inusual), hasta la entusiasta apreciación del naturalista Andrés Giai de que “la cabeza digna de una escultura maestra griega y la armonía de su cuerpo se reúnen en su configuración como en ningún otro animal para formar un marco de encanto a la expresión de virtud, lejanía y heroicidad de sus ojos indefinibles”. No sé, a mí me pareció un ciervo. Es cierto que es un ciervo que vive en un marco de cuento de Francisco Coloane, donde aún puedes imaginar a los indios alacalufes con sus conchas, a los loberos que se beneficiaban a las focas a falta de algo mejor, y a los cúteres esbeltos como albatros surcando los canales hasta el tempestuoso golfo de Penas. Y un ciervo que es capaz de nadar como un campeón olímpico y de soportar, gracias a su pelaje denso, grueso y neumático, temperaturas de hasta 50 grados bajo cero.
Es el cérvido emblemático de la región y un icono nacional que figura en la bandera chilena junto al cóndor.
Hoy el huemul, que sobrevive mal en cautividad –“es medio soberbio, no se deja agarrar”- , es un animal seriamente amenazado, por la caza furtiva, los perros asilvestrados, la reducción de su espacio a causa de la ganadería, las enfermedades, la competencia de otras especies como el ciervo colorado y el ataque de los pumas –“en invierno tras el rastro del huemul siempre está el del puma”, sentencian en la región de Magallanes- .
Esquivo, muy difícil de ver, casi como un unicornio, el heráldico huemul está incluido en el Apéndice 1 del Convenio sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de la Fauna y la Flora Silvestres (CITES) y clasificado como “en peligro”. En Argentina tiene el estatus de Monumento Natural Nacional y en Chile está protegido por ley y se prohíbe su caza y comercio.
En fin, retroactivamente recuerdo el encuentro con el huemul como uno de los grandes momentos de mi vida, a la altura del 23-F. A ver si no es insólito toparte con un animal del que solo hay dos mil individuos y que además viven exclusivamente en los bosques remotos de Patagonia. Me vienen a la mente los versos de, precisamente, El encuentro, de Gabriela Mistral. La escritora fue maestra en Punta Arenas y se alojó en Tres Pasos (visité el sitio), cerca de la entrada del parque de Torres del Paine, donde escribió, en el mejor marco posible, su poemario Desolación. “Le he encontrado en el sendero/ no turbó su ensueño el agua/ ni se abrieron más las rosas./ Abrió el asombro mi alma”. Pero tercamente, tozudamente, sigo lamentando no haber visto el puma...
Babelia
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