Una dura música propia
El autor recrea la soledad del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro y su búsqueda de la perfección
Andaba diciéndome que hay episodios de nuestra vida que parecen dictados por una discreta ley que se nos escapa cuando a la altura del antaño café Pombo de la calle de Carretas me entró el correo del amigo Tote King, lector agudísimo (y escritor inédito, de momento): “Hoy termino La tentación del fracaso, con cierta pena de que se acabe; llevo una semana muy unido a Ribeyro, casi puedo ver su delgadez, sus ataques de acidez y sus copas de tinto”.
Desfilaban en ese momento por delante del antiguo Pombo inmigrantes africanos, con pancartas en árabe, sin gritos ni consignas, pero emitiendo una especie de dura música propia, un enigmático lamento general que no tenía visos de llegar a destino alguno, lo que quizás pudo contribuir a que imaginara al lector Tote King adentrándose en ese tipo de horas selladas, muertas, que Ribeyro decía que ocupaban gran parte de nuestras vidas.
A modo de posdata, reproducía Tote al final de su correo un párrafo de La tentación del fracaso en el que se hablaba de la obstinación del Pacífico por deshacerse de algo. Había estado el océano largo rato, decía Ribeyro, empujando un objeto rojo hacia la orilla y cuando parecía que este ya iba a encallar en la arena la resaca lo engullía y volvía a expulsarlo, y así todo el rato, idas y venidas, sin llegar a la playa, hasta que cambiaba la dirección del viento y el objeto se alejaba de la orilla y acababa desapareciendo. “Sensación como de alguien que hubiera querido comunicar un mensaje y que terminó por callarse”, deducía Ribeyro.
Por la noche, al revisar aquel párrafo, vi que en realidad allí estaba precisamente concentrada la obsesión más frecuente del escritor peruano: el mensaje que rara vez llega a su destino. Pero fue solo con la noche ya bien avanzada cuando, al salir de un sueño, logré recordar que “la obstinación del mar por deshacerse de algo” se hallaba ya en el Ribeyro de Prosas apátridas y también, inesperadamente, en Surf, en el mismísimo último cuento que él escribió.
En ese relato un veterano escritor, varado ante el Pacífico en su apartamento de Miraflores, pasaba horas observando la playa de Lima: “Al contemplar desde su terraza la obstinación de los jóvenes tablistas, quedó fascinado y quiso recuperar su pasión juvenil y el deseo de imitarlos. Ellos intentaban como él, pero por otros medios, realizar un acto estelar, escribir la página perfecta”.
Imaginaba entonces Ribeyro al veterano escritor montado en una ola bien lejos de la orilla y avanzando triunfal sobre su tabla, “como un gladiador victorioso tras un duro combate”. Y al imaginarlo así volvía a alinearse —esta vez ya para siempre— con uno de sus solitarios héroes de viaje por los márgenes del mundo. Como escribiera Alonso Cueto, “esta imagen de un hombre aislado, dedicado a su propia música, que encuentra su momento de esplendor creativo en la soledad, es esencial a toda la obra y la vida de Ribeyro”. Esto fue lo que nos legó —le dije a Tote cuando respondí a su correo—, su música propia y, por supuesto, la posibilidad de seguir surfeando en busca de la página perfecta.
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