Reconversión hotelera a bombazos
Un libro relata cómo durante la Guerra Civil muchos establecimientos se utilizaron como hospitales, cuarteles o refugio de artistas
Durante la Guerra Civil, un escorzo de Hitler y el mandibular retrato de Mussolini decoraban los salones del Gran Hotel de Salamanca, tapizado de banderas rojas y cruces gamadas y atendido por camareros de negro falange que entrechocaban los tacones cuando servían chucrut a los coroneles nazis. El escritor francés Jean Alloucherie, la corresponsal norteamericana Virginia Cowles y otras luminarias de la prensa internacional constataron que desde la terraza de la hostería que alojó a Franco comenzó a emitir EAJ-56, Radio Nacional de España.
La bibliografía sobre la contienda es tan abundante que apenas quedan aspectos desconocidos. Los ha encontrado el escritor Antonio Fernández Casado en su investigación Hospitales de sangre o cuarteles (editorial La Cátedra), que aborda la reconversión del sector hotelero durante el trienio bélico, cuando el hombre de Pravda en Madrid, Mijaíl Koltsov, informaba directamente a Stalin desde su habitación del Palace, mientras Hemingway y la periodista de Collier’s Martha Gellhorn copulaban en la suya del Florida.
La curiosidad histórica del autor y su experiencia de 50 años como director de hotel propulsaron la redacción de un libro que resulta tremendamente ameno al revelar episodios y situaciones inéditas en los principales establecimientos de la España republicana y franquista. Los más lujosos de la capital fueron requisados por los sindicatos y convertidos en hospitales o instalaciones militares. El aristocrático Ritz renunció a la etiqueta a punta de anarquismo: ocupado por la columna Durruti.
Generalizada la destrucción y la muerte, el depósito de cadáveres más céntrico del país quedó instalado en el sótano del Palace, y los quirófanos, en su luminoso vestíbulo, protegidos por sacos terreros, junto a restos orgánicos, guata sucia, agujas hipodérmicas y personal de enfermería que empujaba camillas chorreando sangre y gritos. Durante los bombardeos más intensos, el salto de cama de Antoine de Saint-Exupéry era una elegante bata de satén, y John Dos Passos deambulaba por los pasillos embutido en un albornoz corto de cuadros escoceses.
El 18 de julio de 1936, escribe Fernández Casado, terminó la vida nocturna en España durante tres años, y los sindicatos y partidos colectivizaron bares, restaurantes y grandes albergues, mientras el bar Chicote centrifugaba putas, corresponsales y trotamundos. En Sevilla, moros y jefes rifeños obedecían al general faccioso Queipo de Llano, que emplazó una pieza de artillería frente al hotel Inglaterra para ahuyentar al gobernador, el alcalde y la clientela roja.
Los primeros espadas de la prensa mundial, la intelectualidad militante y una fraternidad de brigadistas, espías y comisarios políticos se alojaron en hostales que debieron adaptarse al periodo de guerra, dependiendo de su situación geográfica. Durante la sublevación contra la Segunda República, el Metropol de Valencia fue tomado por la Embajada de la URSS y los generales soviéticos, y en sus habitaciones pernoctaron la ministra de la CNT Federica Montseny, el expresidente Niceto Alcalá Zamora, además de Rafael Alberti, André Malraux, Alejo Carpentier y otros pensadores afectos.
Meses antes del alzamiento, la conflictividad social arreciaba en todas las ciudades como consecuencia de las rígidas posturas de la patronal hotelera y los sindicatos de clase, señala el documentado autor. En los barrios obreros había tanta hambre que los parados y sus familias ocuparon por la fuerza las mesas de algunos restaurantes sin pagar un céntimo.
Resuelta a tiros la lucha de clases, los hoteles transformados en lazaretos, residencias y cuarteles atestiguaron episodios dramáticos, como el protagonizado por el cargo del Gobierno vasco que entró llorando a uno de los comedores del hotel Torrontegui para comunicar una salvajada histórica: “Han destruido Gernika”
Babelia
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