El Nota de los Coen cumple 20 años
Concebida como una película ligera, 'El gran Lebowski' es dos décadas después de su estreno un imponente fenómeno de culto
A los sones del tema Tumbling Tumbleweeds, un estepicursor o matorral rodante atraviesa el desierto, recorre el asfalto y culmina su recorrido a orillas del mar en una playa californiana durante los primeros minutos de El gran Lebowski (1998) de los hermanos Coen. Acomodándose al lánguido ritmo de ese trayecto, la voz en off de Sam Elliott —quizás el actor que, con permiso de Gene Autry, John Wayne y Clint Eastwood, mejor ha encarnado la esencia del cowboy— desgrana, masticando con delectación cada palabra, su texto introductorio, que sirve de presentación para el inolvidable personaje central de la película: El Nota. Definido como un hombre que encaja a la perfección en su tiempo y lugar, a todo espectador le resulta evidente que ese antihéroe —encarnado por Jeff Bridges con perpetua mirada de cuelgue canábico— es el superviviente de unos tiempos utópicos y que ha naufragado en la América que alienta el triunfo de la cultura neocon.
Con perpetua mirada de cuelgue canábico, El Nota ha naufragado en la América que alienta el triunfo de la cultura neocon
Del desierto a la playa pasando por el asfalto: en ese fascinante arranque, los Coen convierten Los Ángeles en una reducción a escala de la esencia americana. En ese orden de cosas, solo un cowboy podría dar voz a una suerte de divinidad laica en la cosmogonía coeniana y solo un hippy trasnochado como El Nota podría encarnar una suerte de perdida de inocencia americana.
Joel y Ethan Coen venían de estrenar una de las piezas mayores de su carrera —Fargo (1996), que les valió un premio a la dirección en Cannes y un Óscar al mejor guión dentro de una gala que también premiaría a la actriz Frances McDormand— cuando decidieron dar nueva vida a un proyecto que llevaban acariciando desde los tiempos de su radical Barton Fink (1991).
En el planteamiento de El gran Lebowski había mucho de broma privada y, en principio, todo parecía apuntar a que el propósito de los cineastas era afrontar una comedia ligera tras un trabajo que había requerido de un exigente control del tono como ese Fargo en el que, de hecho, levantaron un perdurable monumento al espíritu de su Minnesota natal, un territorio marcado por la pureza de corazón de unas vidas sencillas, completamente aisladas de los vientos corruptores y caóticos de toda urbe cosmopolita.
Los Coen modelaron al personaje de El Nota recombinando sus recuerdos de algunas excéntricas figuras que se habían cruzado en su camino en la época en que intentaban poner en marcha su ópera prima, Sangre fácil (1984). Así, Jeffrey Lebowski era una suerte de monstruo de Frankenstein en el que se mezclaban rasgos del productor cinematográfico Jeff Dowd, que a principios de los setenta había militado en las filas de los Siete de Seattle; del hoy profesor universitario y exveterano de Vietnam, Peter Exline; y del surfero de Malibú Jim Ganzer, que había sido una de las fuentes de inspiración de El gran miércoles (1978) de John Milius. Algunos detalles del volcánico temperamento de John Milius también sirvieron a los Coen para enriquecer la caracterización del impetuoso y crispado Walter Sobchak al que daba vida John Goodman. Con ese conjunto de guiños y una estructura narrativa que mimetizaba el espíritu de una novela negra de Raymond Chandler, al tiempo que lo transgredía —nada más desestabilizador que colocar a un fumeta en el centro de una intrincada trama noir—, los cineastas construyeron un divertimento que, como dictaba la lógica racional, tuvo una primera recepción relativamente tibia —la recaudación del primer fin de semana no alcanzó ni un tercio de su presupuesto—. Contra todo pronóstico, la película acabaría creciendo hasta convertirse en un imponente fenómeno de culto.
Modelaron el personaje recombinando sus recuerdos de algunas excéntricas figuras que se habían cruzado en su camino
En 2002, Will Russell y Scott Shuffitt, dos fans fatales de la película residentes en Louisville (Kentucky), decidieron fundar el Lebowski Fest, una fiesta anual consagrada a celebrar la creciente pasión por la película que, en años sucesivos, se plantó en otras 12 localidades americanas y logró extender sus redes a Londres.
Los incondicionales de El gran Lebowski acuñaron su propio nombre de guerra —los Achievers— y habilitaron el Lebowski Fest para dar rienda suelta a su pasión mitómana librando pulsos de memorización de diálogos de la película, y compitiendo por el mejor disfraz inspirado en el delirante elenco. Con su jerga idiosincrásica, sus espacios emblemáticos —en especial, la bolera—, su deslumbrante banda sonora —con Bob Dylan, Yma Sumac y Esquivel formando extrañas parejas de baile— y su bebida fetiche —el Ruso Blanco—, El gran Lebowski lo tenía todo para inspirar nuevos rituales cinéfilos capaces de superar a los inmortalizados por The Rocky Horror Picture Show (1975) que, en su día, dio legitimidad a la cultura del cine de culto proporcionando a sus espectadores un rito de paso presto a resolverse en salidas del armario o en gozosos descubrimientos de una lubricidad multidireccional. Pero si la película de los Coen tocaba un nervio colectivo, sus resonancias tenían mucho más que ver con la nostalgia que con el descubrimiento de la propia identidad sexual: en tiempos de neoconservadurismo, El Nota se erigía en una suerte de Mesías de la improductividad, rescatando la memoria de la contracultura con su pintoresca vida al margen.
Los fundadores del Lebowski Fest intentaron entrevistar a los Coen para el libro sobre el impacto generacional de la película que escribieron junto a los periodistas Bill Green y Ben Peskoe. Siempre dispuestos a no dejarse querer demasiado y a rehuir toda profundización teórica sobre su obra, los cineastas rehusaron. Les contestaron, con un guiño a un diálogo de la película y gélida concisión: “Os hemos prestado la marmota. No la apretéis”.
Se erigía en una suerte de Mesías de la improductividad, rescatando la memoria de la contracultura
Hay quien sostiene que sin El gran Lebowski no existiría Vicio propio, la posterior novela del huidizo e invisible Thomas Pynchon que partiría de una premisa parecida: reescribir a Chandler sustituyendo a Philip Marlowe por un Freak Brother. El Doc Sportello concebido por Pynchon asistía al fin de la utopía hippy y a la llegada de la era del miedo, el control y la paranoia de un modo ligeramente distinto al del enigmático protagonista de la novela Zeroville de Steve Erickson, publicada dos años antes, llegado a Hollywood el mismo día en que tuvieron lugar los asesinatos del clan Manson, mientras la generación del nuevo Hollywood —precisamente la de Milius… y Coppola, Ashby, Scorsese, etcétera— comenzaba a asomar el hocico.
Así, lo que en su momento parecía una obra menor de los Coen se afirma, 20 años más tarde, como un trabajo pionero que intuyó que la última forma de una pureza genuinamente americana —quizá la gran obsesión de los cineastas— podía ser un desgarbado consumidor de marihuana que, en pleno desarrollo de la guerra de Irak, seguía creyendo que una alfombra es el elemento esencial para darle ambiente a una habitación.
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