“Vivir en Ciudad de México es aprender a disfrutar la ansiedad”
Juan Villoro presenta una crónica en mosaico de la capital mexicana en 'El vértigo horizontal'
Enrique Vila-Matas llamó a Barcelona la ciudad Madame Bovary, siempre insatisfecha de sí misma, muy activa, dinámica, “ciudad muy nerviosa donde nada dura, ni lo más reciente”. Juan Villoro ha preferido bautizar a la capital mexicana como la ciudad Janis Joplin. “Su temperamento es todavía más exaltado y la paradoja es que esta mujer excesiva te resulta fascinante y acabas entregado a su abrazo. Vivir en la Ciudad de México es una manera de acostumbrarte a la ansiedad, incluso aprender a disfrutarla”, contaba este miércoles el escritor mexicano a propósito su último libro, El vértigo Horizontal (Almadia), un retrato acrisolado de esta ciudad sin frenos.
El índice tiene forma de mapa de metro y uno puede ir saltando de parada en parada, del recuerdo personal al perfil de personajes, de la crónica de investigación al apunte ensayístico. Del jardín de la Alameda como el lugar de las primeras caricias adolescentes “con la torpeza de la mano inútil”, al carrito de camotes que vende “un producto que se come con el sonido”. De las incursiones por el barrio de Tepito, donde “la capacidad china para producir piratería es idéntica a la capacidad tepiteña para venderla”, a la etimología del argot urbano como teporocho, chilango o papalote. Y como un hilo musical que atraviesa todo el viaje, una cascada de citas –de Walter Benjamin al rey borracho de Coyoacán– porque “tú no puedes hablar de una ciudad que se caracteriza por sus aglomeraciones sin citar a otras personas”.
Hijo de español y mexicana, estudiante del colegio alemán –“a los seis años sabía leer y escribir, pero solo en alemán”–, Villoro (Ciudad de México, 1956) es el único de sus tres hermanos que sigue viviendo en la ciudad. Cada vez que sus amigos teutones vienen a visitarle, es habitual que al sacarles de paseo todos acaben perdidos. “Alemania –escribe en su crónica– es un lugar donde hay gente que se suicida porque reprueba tres veces el examen de taxista”.
El chilango, sin embargo, “asume la vialidad como una lotería” porque “el territorio nos excede de tal forma que es mejor ignorarle ciertas cosas” y “el tráfico ha aniquilado nuestra forma de vida”. Hasta el punto de que la comida callejera se convierte en un ansiolítico. Ante los coches detenidos, un letrero anuncia gorditas de nata, un amasijo de harina insípida pero que al “masticarla te salva del estertor más absoluto”. Si el tequila tiene denominación de origen Jalisco, “la gordita tiene denominación de origen embotellamiento”
La capital mexicana es la ciudad de la que Carlos Monsiváis dijo que “es ante todo la demasiada gente”. Villoro extiende la metáfora contraponiendo la imagen rectilínea de un cuadro de Mondrian con los borbotones desquiciados de Pollock, un estirón de la talla S a la XL, una mancha urbana “sin contorno definido que está aspirando a unirse con otra mancha”. Si Tokio ha engullido a Yokohama, Ciudad de México se ha tragado a los suburbios del Estado de México.
Muchas de nuestras negociaciones urbanas tiene que ver con poner obstáculos
Ante el gigantismo, ha emergido la privilegiada alternativa del asilamiento, donde el bienestar significa atrincherarse en un búnker. “Para mucha gente es el mayor lujo, entendido como una forma de seguridad. Es un despropósito porque por mucho que levantes bardas más altas, las electrifiques, contrates seguridad privada, nadie puede estar suficientemente seguro si los demás no lo están”.
Villoro lamenta la deriva urbanística de la ciudad cabalgando a lomos de la especulación inmobiliaria, la sustitución de espacios públicos como plazas y parques por centros comerciales. Como le pasó al antiguo estadio de béisbol, tan incrustado en la vida de la ciudad que las carreteras eran casi una extensión de la pista. “Había un locutor que cuando la pelota salía bateada fuera del recinto siempre decía: la pelota se va, se va, se fue… automovilistas que circulan por el viaducto hay un bólido en su camino. Ahora, ese estadio es una gigantesca plaza comercial”.
Dentro del apartado Ceremonias, el libro se detiene en desmenuzar uno de los mayores arcanos de México: la burocracia. Villoro recrea escenas ante un pequeño negocio donde tres empleados miran al suelo y dos comen pepitas, pero solo uno te puede atender: el encargado. Un heroico trámite ante una oficina de la Secretaría de Educación. O la entrada de una gran empresa donde el filtro es plantar la firma en un kilométrico libro de seguridad que nadie consulta, donde te puedes registrar como Bin Laden o Jack el Destripador, pero que genera la ficción de que la vigilancia es posible.
Su conclusión es que "el trato mexicano está fundado en dos valores axiales: la desconfianza y la superstición".
“Muchos de los procedimientos y costumbres en la ciudad se fundamentan en que la complejidad es una forma de eficacia. Si el trámite es sencillo parece que no tuvo ningún efecto, en cambio si es complicadísimo parece que responde a códigos de seguridad herméticos muy importantes. Es un espacio donde las representaciones muchas veces son más importantes que los hechos, donde los códigos simbólicos son absolutamente fundamentales y donde hay personas que tiene funciones meramente protocolarias o rituales. Muchas de nuestras negociaciones urbanas tiene que ver con poner obstáculos para que la gente pase por una suerte de rito de paso. Esto se funda en una cultura de la desconfianza, que nos remite a la muy barroca sociedad mexicana, que en cierta forma sigue cumpliendo con los códigos teatrales del virreinato. Todo esto tiene que ver también con la estratificación social, la discriminación y el hecho de entender que el lenguaje no es patrimonio de todos. En la medida que lo vas dominado puedes ir escalando en estamento”.
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