“Los censores franquistas eran unos vagos”
Miguel García Sánchez, que en 1969 cofundó Visor —la editorial más importante de poesía en Hispanoamérica—, abre los archivos de su época como distribuidor de libros durante el franquismo
Ha pasado casi medio siglo desde que Miguel García Sánchez, Miguel Visor (Salamanca, 1942), cofundó con su hermano Chus en 1969 la editorial Visor en Madrid, la insignia de la poesía en Hispanoamérica con 1.000 títulos publicados. Pero de aquel tiempo en el que el franquismo censuraba libros y autores al arbitrio de los funcionarios del régimen aún conserva dos carpetas azules llenas de peticiones, multas y alegaciones para vender en España las obras que ya entonces circulaban por Europa y América y a las que la dictadura de Franco ponía freno. En estos archivadores raídos, a los que ha accedido EL PAÍS, se intuye no solo la historia de Visor Libros, sino de otros tantos que trataban de importar o imprimir libros en un régimen que prohibía "cualquier chorrada, sin ningún tipo de criterio", en palabras de Visor. Desde Rayuela, de Julio Cortázar, hasta la Historia contemporánea de los Estados Unidos, de N. Iakovlev.
"Una vez nos prohibieron una importación de El capital, de Karl Marx, pero presentamos un recurso diciendo: 'Por qué censuran ustedes estos tomos si son enormes y carísimos y solo los comprarán estudiantes. Esto va a ir a universidades, ningún obrero va a comprar El capital para hacer la revolución'. Y nos los autorizaron", cuenta Visor, que empezó en 1959 como distribuidor en un local de la calle de Preciados (Madrid), para ejemplificar la veleidad de los censores a la hora de decidir qué títulos se comercializaban.
Sin embargo, no siempre las alegaciones de las editoriales tenían éxito. La mayor ayuda con la que contaba Miguel Visor —y otros distribuidores de Madrid— para poner a circular libros prohibidos era el señor Hermida, un funcionario de Correos que por unas cuantas miles de pesetas miraba hacia otro lado: "Hermida ponía los títulos prohibidos en la parte de abajo de los paquetes, que pesaban unos cinco kilos y nos llegaban de Sudamérica. Las obras pasaban porque los censores eran tan vagos que solo revisaban los libros que estaban arriba".
Esta suerte de contrabando y soborno con cargo al señor Hermida también la narra el editor y librero Manuel Arroyo-Stephens en su libro Pisando ceniza (Turner, 2015): "Ataviado con un mandil azul, Hermida paseaba incansablemente entre cientos de cajas y sacos amontonados en un local inmenso. Caminaba a paso muy lento, conmigo detrás, hasta donde se amontonaban en un total desbarajuste las que yo iba a retirar. Allí se quedaba parado, sin decir nada. En ese momento había que meterle en el bolsillo del mandil un billete de mil pesetas. 'Son muchas cajas', volvía a murmurar si eran más de una. Entonces se le metía en el bolsillo otro billete. Con una mano los palpaba. Si seguía callado, alargaba otro billete. Cuando le parecía suficientes decía: 'Puede llevárselas".
Este método para introducir los libros censurados y venderlos a gente de confianza, además de obligar a Visor a modificar facturas —"poníamos los títulos de obras aprobadas y quitábamos las de las prohibidas"—, también le acarreó muchas multas. La mayor llegó en septiembre de 1967: el régimen sancionó a la librería Visor con 25.000 pesetas por tener a la venta "los tomos XII, XVI y XXII de las Obras Completas de Sigmund Freud", cuando el salario mínimo en España para los trabajadores mayores de 18 años era de 2.880 pesetas al mes, según el BOE. "No nos compensaba económicamente, pero no se trataba de eso. Éramos un poco masoquistas, y logramos meter de una u otra forma todos los libros que la dictadura no quería", rememora Visor.
Las multas acumuladas en sus carpetas suman decenas y decenas de miles de pesetas. En una ocasión, los censores también le cerraron la librería: "Fue por importar libros cubanos y las Crónicas marcianas de Ray Bradbury. Fui a ver a Carlos Robles Piquer [entonces jefe de la censura] y le llevé de regalo Paradiso, de José Lezama Lima, que yo había traído a España por primera vez. Le dije: 'Mira, si lo que nosotros traemos es esto'. Entonces me anuló el cierre de la librería, pero me prohibió Paradiso, que ya estaba autorizado. Era todo muy así, de andar por casa", explica Visor.
Entre las multas más ridículas que afrontó estuvo la "intervención de 100 carteles con la esfinge del Che Guevara por carecer de imprenta y depósito legal" en marzo de 1968 o la incautación en 1969 de "50 invitaciones para una cena-homenaje al poeta Gabriel Celaya", un autor posterior a la Generación del 27 que estuvo unido a la lucha antifranquista. "Si es que había cosas de locos, como algún censor al que le vendíamos libros desaprobados", cuenta Visor, que también recuerda la facilidad de atracción de la sección pirata: "Conocí a algún librero que cuando no vendía una obra la colocaba entre las prohibidas; entonces la vendía más rápido que un rayo".
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