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Calles llenas de gente sola

Autoras como Olivia Laing y Jana Leo abordan en sendos libros el aislamiento del urbanita

‘Nighthawks’ (1942), obra de Edward Hopper, perteneciente a la colección del el Art Institute of Chicago. 
‘Nighthawks’ (1942), obra de Edward Hopper, perteneciente a la colección del el Art Institute of Chicago.  VCG Wilson (Corbis / Getty)

La historia de la literatura contiene la historia de las ciudades, de su construcción, de su crecimiento y de la fascinación que provocan, pero también del pánico y la soledad a los que pueden abocar a sus habitantes. En la ciudad se es libre y anónimo, pero los flâneurs que en sus paseos relajados se fijaban en detalles anodinos que escondían la historia de una vida son ahora almas perdidas buscando consuelo a su desesperación.

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En realidad, “la historia de la soledad es mucho más antigua que la historia de los libros”, como dice uno de los personajes de Tránsito, la última novela traducida de la escritora inglesa Rachel Cusk. Y es casi un tópico, una imagen frecuente (“Necesito alguien que comprenda / que estoy sola en medio de un montón de gente”, dice Amaral en El universo sobre mí, una canción de 2005) que parece ser la enfermedad del siglo XXI. Al menos eso es lo que puede pensarse después de leer La ciudad solitaria (Capitán Swing, 2017), de la escritora y crítica Olivia Laing (Brighton, Reino Unido, 1977). Si la ciudad de los paseantes tranquilos era París, la de los desesperados es Nueva York.

La ciudad solitaria reúne a un puñado de artistas conocidos y desconocidos (Andy Warhol, Edward Hopper, Basquiat; Henry Darger, David Wojnarowicz, Zoe Leonard) cuya soledad se analiza. Laing busca en la soledad de los otros un espejo para comprender la suya propia, motivada por una ruptura amorosa. “Uno puede sentirse solo en cualquier parte, pero la soledad que produce la vida en la ciudad, entre millones de personas, tiene un sabor especial. Cabe pensar que ese estado es la antítesis de la vida en las ciudades, donde la presencia humana es tan numerosa, pero la simple cercanía física no basta para conjurar la sensación de aislamiento interior. Es posible, incluso fácil, sentir abandono y desolación viviendo tan cerca los unos de los otros. Las ciudades pueden ser espacios muy solitarios y, cuando lo reconocemos, comprendemos que la soledad no es necesariamente lo mismo que el aislamiento físico, sino más bien la falta o deficiencia de conexión, relación estrecha o afinidad: la imposibilidad, por las razones que sean de encontrar la intimidad que deseamos. […] Aunque parezca extraño, ese estado puede alcanzar su apoteosis en medio de la multitud”, escribe al comienzo de su ensayo Laing, que también es autora de El viaje a Echo Spring (Ático de los libros, 2016), trabajo en el que indagaba en las relaciones entre literatura y alcohol a través de algunos escritores célebremente alcohólicos.

“Solo en la ciudad moderna puede ver quien no es visto, tomar posición en el espacio y ser sin embargo transparente. Incluso cuando se convierte en parte del paisaje en el que ha entrado, sigue siendo un extraño”, escribió Paul Auster a propósito del poeta Charles Reznikoff.

En The Village Effect (Random House, 2014), la psicóloga del desarrollo Susan Pinker —autora de un libro de referencia, La paradoja sexual (Paidós, 2009)— explica y analiza por qué el contacto social es “crucial para nuestra supervivencia”. “El contacto cercano con otra gente afecta a la manera en que pensamos, en quién confiamos y dónde invertimos nuestro dinero. Nuestros vínculos sociales influyen en nuestra satisfacción con la vida, nuestras habilidades cognitivas y nuestra resistencia a infecciones y enfermedades crónicas”.

Pinker reúne estudios y pruebas científicas. “Sentirse solo es tan doloroso como estar terriblemente hambriento o sediento”, escribe. Y sostiene que eso tiene sentido, según el neurocientífico John Cacioppo [que estudia la soledad en la Universidad de Chicago], si los cerebros humanos evolucionaron en un momento en que la cohesión social significaba supervivencia, mientras que el aislamiento social significaba inanición, depredación y muerte segura.

Además, habla de una investigación de la UCLA (Universidad de California en Los Ángeles) en la que se descubrió “que el contacto social enciende y apaga los genes que regulan nuestra respuesta inmunitaria al cáncer y a la tasa de crecimiento tumoral”. Los estudios de la psicóloga Martha McClintock y la oncóloga Suzanne Conzen con ratas albinas de ojos rojos, “que comparten casi todos los genes ligados a las enfermedades en humanos y como nosotros, también son animales altamente sociales”, mostraron que el aislamiento aumenta el número de masas tumorales un 135%. La paradoja que la psicóloga encuentra sobre este asunto es que a pesar de las pruebas, nuestros hábitos se están haciendo más solitarios. “Desde finales de los ochenta, cuando el aislamiento social fue señalado como riesgo para una muerte temprana en un artículo de referencia en Science”, escribe, “más y más gente dice sentirse aislada y sola”.

Pero esa no es la única amenaza que ocultan las ciudades, a veces sus dinámicas pueden ser tremendamente hostiles. Es lo que denuncia Jana Leo (Madrid, 1965) en Violación Nueva York (Libros del lince, 2017), una obra en parte deudora del estupendo reportaje de Joan Didion Viajes sentimentales, sobre la violación de una corredora en Central Park en 1989. Leo cuenta cómo fue asaltada y violada en su propia casa, un apartamento en Harlem.

Arquitecta de formación y artista visual, hizo fotos de la escena justo después de haber sido violada. El libro reconstruye la violación y lo que sucedió durante los seis años posteriores. Esa investigación le lleva a lanzar la hipótesis de que lo micro, la violación de una mujer en su casa, forma parte de algo más grande: la deliberada dejadez de los bloques de edificios forma parte, en realidad, de una estrategia especulativa.

“La delincuencia se utiliza como una de las herramientas de limpieza social de los edificios”, escribe. Si la inseguridad aumenta, los inquilinos se van y así el propietario del edificio puede reformar la casa y exigir un alquiler exento de restricciones. Por otro lado, se crean algo así como burbujas de seguridad dentro de la propia ciudad para que siga atrayendo a turistas. El que era su casero en el momento de su violación, el mismo que sabía que incumplía las normas de seguridad del edificio, fue condenado por evasión de impuestos y fraude inmobiliario. Jana Leo investiga ahora las conexiones entre la Dirección de Conservación y Desarrollo de la Vivienda y el Ayuntamiento de la ciudad con las inmobiliarias. Ahí, dice, “la corrupción inmobiliaria funciona de forma diferente”.

Aloma Rodríguez es escritora y periodista. Su último libro es ‘Los idiotas prefieren la montaña’ (Xordica).

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