Entre hijo y padre
Al filo del cierre de otra FIL entrañable, Madrid llenó de luz a todos los lectores que ya la conocen de leídas y se queda en el corazón de Jalisco
Empecé a venir a la FIL para ver de cerca de los autores que leía con admiración incandescente y luego, abiertamente como caza-autógrafos. Llegó el año en que vine para hablar de un libro ajeno y de pronto, la epifanía de presentar en Guadalajara mi primer libro. Según creía, son 32 años desde que la primera feria se celebró en piso de tierra y carpa de lona, con mesas de libros que poco a poco han ido multiplicándose en el encomiable edificio inmenso que representa ahora la feria del libro más grande y significativa del idioma español.
Por aquí he visto cada año la sombra intacta de los más grandes autores de la lengua castellana, poetas inconmensurables, novelistas ejemplares, cronistas indispensables, ensayistas luminosos, aforismos contagiosos, música de todo ritmo, dramaturgos con sus tablas, editores de altos vuelos, ediciones de tipo móvil, editoriales independientes, diseñadores y dibujantes… el universo entero de los libros que nos abren la ventana para intentar ser mejores, página a página, párrafo a párrafo y palabra por palabra.
Al filo del cierre de otra FIL entrañable, Madrid llenó de luz a todos los lectores que ya la conocen de leídas y que ahora quizá se proponen visitarla con su rejuvenecido maquillaje de urbe moderna que se arregló hasta el peinado para una Olimpiada que no llegó y Madrid se queda en el corazón de Jalisco con la dignísima presencia de tantos protagonistas del oso y del madroño que han confirmado que habitan una ciudad que hace suyo a todo visitante, polifacética y plural, políglota y global, zarzuelera y de teja antigua, de calles estrechas como un abrazo y cielos indescriptibles, de tascas ancestrales y luces den Gran Vía, de los árboles en El Retiro y las prisas por llegar a la Cava Baja.
Algo de todo ello lleva enredado en el pelo La Emperatriz de Lavapiés (Alfaguara, 2017) que se re-editó para esta FIL con un epílogo titulado “Una alfombra de claveles¨ para que conste la honra de haber sido Finalista del Primero Premio Internacional Alfaguara hace exactamente veinte años, nada menos que a la sombra de Eliseo Alberto y Sergio Ramírez, hoy hermanos mayores de su autor; para que ya no circulen por sus párrafos las erratas que distraían la atención de lectores de las otras ediciones y para que su autor viviera la epifanía inconmensurable de ser presentado por un joven que apenas cumplía cinco años cuando el autor la envió al Premio; un joven lúcido que improvisó un ensayo de pensamiento andante, de afecto silábico, de lucidez envidiable, de lector atento, de editor en ciernes, de escritor en vías de cuajar como para que su padre abreve de la clara sombra que él y su hermano destilan sobre este mundo desde sus primeros pasos, bajo una luna de ojos azules e imaginación constante, música compartida y sonrisas imbatibles. Un joven ya hombre llamado Santiago que presentó hoy la nueva edición de La Emperatriz de Lavapiés como el mejor de los milagros que se le pueden regalar al autor de esa aventura en tinta que pretende ser homenaje al Quijote y por lo menos doce autores fantasmas, credo inquebrantable del amor aunque a menudo se vuelva un imposible y convencido juramento de la amistad a primera vista… y puente entre México y España.
Ese Santiago es mi hijo y aquí estaría también su hermano Sebastián si no fuera porque hoy le nevó en Galicia mientras tocaba canciones en jazz. Parece que la ilusión que yo perseguía desde hace poco más de treinta años en párrafos cortos o versos largos, aún sin canas y todo por delante, ha vuelto a embelesar la madrugada de Guadalajara al filo de otra FIL que se evapora como página leída para que hoy mismo empecemos a soñar los libros que han de venir volando el año que viene, saudade de fado y Lisboa como río de lágrimas dulces… para que mis hijos sigan alentando la mejor adrenalina pura para seguir y seguir escribiendo.
Babelia
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