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Díaz Yanes, un cineasta plata de ley

El director y guionista regresa con la película ‘Oro’, una feroz aproximación a la conquista de América

Costhanzo

Puede que los tiempos de Agustín Díaz Yanes (Madrid, 1957) no sean los de la conquista de América —el apellido compuesto sugiere un aire nobiliario y una proeza amazónica—, pero tampoco se le observa demasiado cómodo en la sociedad aséptica que le rodea y acecha. Fumador. De izquierdas. Fetichista en el hábito cotidiano de comprar el periódico, mayormente EL PAÍS. Carnívoro. Bohemio genuino rodeado de hipsters impostados. Y podría decirse que aficionado a los toros, aunque definirlo así, aficionado a los toros, restringe a una expresión anecdótica la gran pasión del cineasta y el hábitat donde acaso se siente más dichoso.

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Porque Tano, así lo conocen sus amigos, lo que quiso realmente fue ser torero. Tiene clase con los avíos cuando los maneja de salón. Y siente en sus muñecas el temple de su padre. Michelín se apodaba. Un banderillero de clase. Un torero de plata. De plata de ley.

Oro se titula la última película de Díaz Yanes, no por adhesión a un metal que se le antoja extraño o perverso, sino como metáfora totémica de El Dorado que persiguen unos aguerridos conquistadores en la hostilidad y la claustrofobia de la selva tropical. Y que introduce en ellos el veneno de la codicia, hasta el extremo de terminar extinguiéndolos.

No iba a hacer Díaz Yanes una película correcta. Ni por el guion descarnado de Pérez-Reverte ni por sus propias convicciones. Valen más mil imágenes que una palabra, Oro, y Tano las enjaeza en un fresco expresionista, asfixiante, que trasciende el debate amanerado del genocidio indígena y que sitúa al hombre como amenaza de sí mismo, en la pulsión creativa y destructiva.

Le sorprendió el éxito a una edad, 45 años, en la que se asimila con escepticismo y prudencia

Eros y Tánatos. Erotismo y muerte. La dialéctica fundacional de la tauromaquia se abre camino a espadazos y disparos de arcabuz en el viaje a la tierra prometida que emprenden unos aventureros primitivos en el siglo XVI. Blasfema y brutal es la película de Díaz Yanes, pero también estética y poética. Habrá influido que algunos pasajes se hayan rodado en la finca de Morante de la Puebla. Habrá influido la devoción a John Ford. Porque todas las películas son un wéstern encubierto, aunque el wéstern de Tano evoque la jungla vietnamita de Apocalypse Now y exude la violencia y la épica de los pobres que alientan el Grupo salvaje de Sam Peckinpah.

Difícil el asunto de las influencias que se reciben y se ejercen, sobre todo en la naturaleza polifacética de un cineasta accidental. No ya por la frustración del torero, sino porque Díaz Yanes no había pensado en saltar del escalafón de los guionistas —Baton Rouge (1988), A solas contigo (1990), Demasiado corazón (1990), Belmonte (1994)— hasta que Victoria Abril le obligó a hacerlo con el material incandescente de Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto.

“O la diriges tú, o la dirijo yo”, amenazó la actriz poniéndose en peligro ella misma. Díaz Yanes asumió el desafío con la caballerosidad de un quijote de adarga antigua y fue reconocido en la ceremonia de los Goya de 1995 con los máximos galardones a los que aspiraba: mejor director, mejor guion. Le sorprendía el éxito a una edad, 45 años, en la que los éxitos se asimilan con escepticismo y prudencia, pero es cierto que sobrevino una carrera de cineasta original, descarnado, a la que sucedieron los estrenos de Sin noticias de Dios (2001), Alatriste (2006) y Sólo quiero caminar (2008).

Ocho años ha tardado en volverse a vestir de luces, pero el periodo de reflexión o de barbecho le permitió concretar sus cualidades de novelista. Lo hizo en 2012 con un thriller oscuro que retrataba la España nauseabunda de las corruptelas. Y cuyo título, Simpatía por el diablo, alojaba un homenaje más conceptual que musical a la canción homónima de los Rolling Stones (Sympathy for the Devil).

Sabe de lo que habla porque fue afiliado del PCE en los tiempos de Franco. Corrió delante de los grises 

No habita Dios en el mundo de Díaz Yanes ni lo hace en el cielo de los conquistadores. O brilla por su ausencia, como el oro de El Dorado. Y como los alamares de los matadores a los que tanto ha admirado (Ordóñez, Antoñete, Curro Vázquez) y tanto admira ahora.

Tano es partidario de la plasticidad de Ponce y del misterio de Talavante, aunque se abandona todavía más con el trance dionisiaco de Morante, maestro exuberante, hondo y hasta doloroso en el arte extremo. Una especie protegida es el matador de La Puebla. Y puede que lo sea la tauromaquia misma, expuesta a las presiones de una sociedad inodora, incolora e insípida a la que Díaz Yanes opone su incredulidad y su resistencia.

Sabe de lo que habla porque fue afiliado del PCE en los tiempos de Franco. Porque corrió de verdad delante de los grises. Porque conoció el calabozo y hasta la disidencia. Y porque perteneció a la agitación cultural de la movida en su acepción más sofisticada. No porque Tano aspirara a convertirse en la versión ibérica de la gauche caviar —imposible—, sino porque fue hombre de buena formación —licenciado en Historia—, de buenas lecturas cuando Salinger sí era dios y de inquietudes cosmopolitas.

Estudió en Connecticut. Habla inglés. Y tiene entre manos un guion, una película, que ya ha rodado hacia dentro desde hace 20 años —Madrid Sur es uno de sus títulos provisionales— y que conjetura una distopía futurista donde las corridas de toros están proscritas y sólo pueden celebrarse en la clandestinidad.

No le han faltado aptitudes visionarias a Agustín Díaz Yanes. Buen conversador. Buena gente. Y plata de ley, por herencia y por decencia. Asoman los destellos en su melena de intelectual sesentayochista. Se reflejan en su armadura quijotesca. Y ennoblecen un rostro de gitano solanesco que se confunde a compás con sus andares de torero frustrado. Tan frustrado que Agustín Díaz Yanes reduciría a cenizas su pacto con el diablo con tal de hacer el paseíllo en la plaza de Las Ventas.

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