El apocalipsis de entonces
Frente a sus evidentes virtudes, que no son pocas, también hay algo en 'Oro' que la hace descabalgar: su irregularidad
Oro, la nueva película de Agustín Díaz Yanes, se abre con una imagen paradigmática. Un plano fijo de una jungla, tomado desde la distancia, árboles por los que se cruza la niebla, física y metafórica, bajo unas notas musicales de cuerdas desgarradas que inspiran a la desolación. Es un plano casi exacto al del inicio de Apocalypse now, de Francis Ford Coppola. No suenan ni se entrevén los helicópteros, porque no los había, estamos en 1538, ni tampoco los compases del This is the end de los Doors. Pero también es el fin. El principio del fin de un imperio llamado España.
ORO
Dirección: Agustín Díaz Yanes.
Intérpretes: Raúl Arévalo, José Coronado, Bárbara Lennie, Óscar Jaenada.
Género: histórica. España, 2017.
Duración: 103 minutos.
Es un bello plano homenaje que, eso sí, como siempre ocurre con los guiños referenciales, y aunque la defina desde el primer segundo, resta autenticidad a la obra contemporánea. Oro, película aguerrida y desequilibrada, parece aludir en su historia, basada en un relato de Arturo Pérez-Reverte, que también ejerce de coguionista, a Lope de Aguirre y su cólera de Dios, a Werner Herzog. De hecho, además de la búsqueda de El Dorado, comparte con aquella un personaje femenino de estruendosa ambigüedad, que debe defenderse con sus propias armas de la crueldad de los hombres que la acompañan. Sin embargo, más que a la demencia de Herzog y Kinski, la película de Díaz Yanes apunta al western crepuscular, al Grupo salvaje de Sam Peckinpah, a su violencia extrema, a esa hombría desvergonzada de amistades veteranas, de los que llevan toda su vida luchando por fama y fortuna, aunque en realidad solo estén unidos por la desesperación y por la huida del hambre y de la miseria.
Tras el éxito de Alatriste (2006), Reverte y Díaz Yanes, en medio de un clima nacional que no hace sino confirmar que España parece estar condenada a no entenderse, trascienden la época en la que se ambienta su película para converger en un sempiterno odio entre tierras, reinos y caracteres. Pero frente a sus evidentes virtudes, que no son pocas, también hay algo en Oro que la hace descabalgar: su irregularidad. En las interpretaciones —actuaciones excelentes frente a otras discretísimas, incluso momentos brillantes y funestos en un mismo actor—; en la narración, a veces reiterativa, otras cojitranca; en la verdad del ensañamiento de sus personajes, con instantes brutales y fogonazos cerca de lo mediocre. El balance, finalmente, es positivo, en la línea desmitificadora iniciada el pasado año con 1898: Los últimos de Filipinas, pero el barro moral y material en el que se mueven sus personajes no acaba de ser lo suficientemente constante.
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