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Un viaje al punto de partida

Las utopías nos empujan hacia un mundo supuestamente mejor, pero la tierra prometida suele desvanecerse una vez alcanzada

Adán y Eva en el jardín del Edén, de Jan Brueghel. 
Adán y Eva en el jardín del Edén, de Jan Brueghel. art images / getty

Más que un desafío constitucional y una provocación a la idiosincrasia integradora de la UE, la declaración unilateral de independencia, pongamos por caso en Cataluña, tanto representa la euforia de la promesa cumplida como la frustración implícita de haberla conseguido.

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Se antoja mucho más estimulante el viaje que la meta, sobre todo cuando la razón para emprenderlo proviene de una idealización o de un proceso de enamoramiento colectivo. En caso contrario, puede precipitarse la desdicha que malogró la travesía del capitán Black a bordo del cohete espacial que transportó a sus hombres al planeta Marte en abril de 2000.

La tiene recogida Ray Bradbury en sus Crónicas marcianas. Y describe la decepción que les supuso haber aterrizado en el mismo lugar desde el que habían salido. Estar, estaban en Marte, pero la emoción, la sugestión, del viaje interplanetario se resintió del desgarro que produjo al capitán Black la similitud del pueblo conquistado con su pueblo natal de Ohio.

El cuento está sujeto a varias interpretaciones y aloja un desenlace fatal a sus protagonistas, pero tiene sentido evocarlo en el contexto alegórico de las grandes utopías. Ninguna tan atractiva como el paraíso, cuya elaboración conceptual y hasta toponímica proviene del antagonismo al desierto donde brotaron las religiones monoteístas. El paraíso debía ser frondoso y tupido, exuberante, fértil. Un lugar acaso donde el agua rebosa y la comida pende de los árboles. Una contrafigura perfecta de la tierra baldía donde Dios se hizo necesario en la abstracción metafísica. “Lo imposible pero creíble es preferible a lo increíble pero posible”, escribe Galvano Della Volpe.

La declaración de independencia representa tanto la euforia de la promesa cumplida como la frustración de haberla conseguido

El hombre ha sido nómada por obligación y por la búsqueda del misterio que se aloja al otro lado de la montaña. Ha perseguido El Dorado, la Arcadia, Shangri-La como respuesta a la hostilidad y depresión de hábitat cotidiano. O como remedio a las persecuciones imaginarias o reales. Moisés tuvo que liderar el éxodo del pueblo judío para sacudirse el asedio de los egipcios. Necesitó cuatro décadas hasta alcanzar la Tierra Prometida, pero fue privado por Yahvé de ingresar en ella en represalia a su impureza.

Se ha arraigado en Cataluña la ensoñación de la patria nueva en el contexto victimista de la opresión. Y se han reunido las circunstancias que mejor conspiran a una ruptura. La crisis económica, los recortes, la propaganda, el trajín de los mitos fundacionales, la identidad, el hallazgo del enemigo exterior precipitaron la construcción de un relato que se repite en la historia de la humanidad como placebo hacia un mundo mejor.

Es cuanto experimentaron los vecinos del barrio londinense de Pimlico en la maravillosa comedia de Henry Cornelius. Está rodada en la posguerra y recrea la conmoción que produce el descubrimiento accidental de un documento de acuerdo con el cual Pimlico formaría parte del reino de Borgoña. Creen así los neoborgoñeses que eludirán la depresión económica, las cartillas de racionamiento, los deberes con la Corona, hasta el extremo de que el jefe de la policía del barrio, igual que si fuera un mosso d’esquadra, reflexiona sobre su nueva identidad: “Entonces… ¡soy extranjero!”.

“Lo imposible pero creíble es preferible a lo increíble pero posible”, escribe el intelectual italiano Galvano Della Volpe

Las exclamaciones acotan el entusiasmo que conlleva toda novedad existencial propicia. Tiene escrito Emil Cioran: “Hasta respirar sería un suplicio sin el recuerdo o el presentimiento del paraíso, objeto supremo —y sin embargo, inconsciente— de nuestros deseos, esencia informulada de nuestra memoria y de nuestra espera”. Se entiende así la naturalidad con que puede emprenderse una causa “paradisíaca” —la tierra prometida, la patria prohibida— que en principio nos resultaba remota, pero que latía o yacía hasta que llegó el momento de identificarse con ella, más todavía en grandes procesos de movilización y de euforia, destinados no solo a la promiscuidad de las emociones, sino al abandono de la responsabilidad individual. Toleramos sacrificarla como alivio de una gran empresa colectiva.

Así la retrata Bertolt Brecht en las páginas de Auge y caída de Mahagonny, una fundación costera donde los pioneros prometen rectificar todas las prohibiciones y restricciones de las urbes occidentales. Se instala una república de hedonismo y placer, pero la corrupción malogra el sueño porque la corrupción no es heterómana, anida en el hombre y amenaza o represalia la idea ingenua de escapar de nosotros mismos. Por eso la obra de Brecht incluye un himno universal, Alabama Song, con música de Kurt ­Weill —lo han cantado David Bowie, The Doors, Dalida…—, que alude a la embriaguez de los hombres mirando a la Luna, pues es la Luna la alegoría de la muerte y de la resurrección, o la metáfora del misterio que representa su lado oculto.

Brilla la Luna en el firmamento de Sicilia. Y entretiene o hipnotiza a los pasajeros de una modesta embarcación cuya proa mira hacia América. Nos los describe Leonardo Sciascia en las páginas de El largo viaje. Recrea la crueldad de patrón que los mantiene hacinados y asustados a bordo. Les ha prometido una vida al otro lado del Atlántico. Ha saqueado sus últimos recursos, como sucede ahora en las rutas de la inmigración.

Y creen los sicilianos que América los espera realmente. Al cabo, han transcurrido 11 noches de travesía. El mar los acuna como el líquido amniótico de un renacimiento. Y se aferran a la orilla cuando el barco finalmente se detiene. Y solo entonces, a los pobres sicilianos les sacude el hallazgo de que han salido de Sicilia para volver a Sicilia. Engañados por el señor Melfa ­­—así se llama el despiadado pirata— y engañados por ellos mismos en la elucubración del paraíso al que aspiraban.

Lo ha escrito Oscar Wilde: “Un mapa de la tierra en el que no esté señalada la utopía no merece la pena de ser mirado; le falta aquel país al que la humanidad siempre llega y, una vez ha llegado, mira en torno suyo, descubre otro país mejor, y navega de nuevo hacia él”.

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