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El tiempo de los monstruos

La función social de estos seres inventados deformes y transgresores sigue vigente: cuestionar el sistema de valores de la comunidad

Boris Karloff, como Frankenstein. 
Boris Karloff, como Frankenstein.  Archivo Betmanns Foto

Al final de ‘La novia del tigre’, relato de Angela Carter incluido en su extraordinaria antología La cámara sangrienta —cuyo leitmotiv es la transgresión moral de los cuentos de hadas—, la protagonista de esta heterodoxa versión de La bella y la bestia se une a su amante convirtiéndose en un ser monstruoso: “Mis pendientes se volvieron de agua y corrieron por mis hombros. Yo me sacudí para quitarme las gotas del precioso pelaje”. Una solución más acorde a las sensibilidades contemporáneas en torno a lo monstruoso que ese desenlace tradicional donde la bestia vencía a su maldición y se humanizaba para poder consumar su amor. Esta es tan solo una de las múltiples referencias culturales que maneja el crítico Charlie Fox en la deslumbrante introducción de su libro This Young Monster, titulada ‘Autorretrato como hombre lobo’ y escrita en forma de carta de fan a la bestia que imaginó Gabrielle-Suzanne Barbot de Villeneuve, reformularon Jeanne-Marie Leprince de Beaumont y Andrew Lang y convirtieron en sueño cinematográfico tanto Jean Cocteau como, posteriormente, los animadores de la Disney.

This Young Monster, que se acaba de reeditar en inglés, es un libérrimo ensayo en torno a diversas manifestaciones de lo monstruoso que alterna lúcidas aproximaciones a artistas que han hecho de lo siniestro y lo mórbido su material de trabajo con inesperadas derivas de ficción, como la que propone una confesión de una Alicia adolescente y trufada de alucinógenos a su regreso del País de las Maravillas. Por las páginas del libro desfilan los nombres de Diane Arbus, Arthur Rimbaud, John Carpenter, Rainer Werner Fassbinder, David Lynch, Leigh Bowery, Cindy Sherman y Larry Clark, entre muchos otros, mientras el autor se interroga por la omnipresencia de lo monstruoso en nuestro presente, marcado por fenómenos televisivos como los de Stranger Things y Twin Peaks, los desfiles zombi o modas virales como las de los ghost drones —vídeos que registran el paseo aéreo de drones ataviados de fantasmas sembrando sustos entre viandantes y conductores en las noches de Halloween—. Fox define brillantemente al monstruo como “un miedo asumiendo una forma” y escribe que “la abundancia de monstruos en circulación ahora mismo demuestra que la imaginación colectiva está en un estado extraño y desorientador; al mismo tiempo, temeroso de lo que se puede hacer con el cuerpo a través de la tecnología o del trauma y fascinado por las posibilidades que esos cambios representan”. La relación entre el cuerpo adolescente y el monstruo —aspecto que no pasó inadvertido al productor de cine de serie B de los cincuenta Herman Cohen, responsable de títulos como I Was A ­Teenage Werewolf y I Was A ­Teenage Frankenstein, ambas de 1957, en plena década dorada para la entronización de las criaturas de la noche como iconos pop— también centra buena parte del discurso de Fox. Pero quizá la propuesta más brillante de su ensayo sea la de asociar el papel del artista, entendido necesariamente como agente provocador, con la función social del monstruo, pues de una y otra figura quizá se espere lo mismo: el impulso de cuestionar los cimientos del cuerpo social, de tergiversar el sistema de valores de una determinada comunidad.

En su fundamental Monster Show. Una historia cultural del horror (Valdemar), el historiador cinematográfico David J. Skal trazaba una línea cronológica a través de la historia del siglo XX que le permitía emparentar algunas de las grandes crisis colectivas con su reflejo ominoso en el ámbito de la cultura popular: a estas alturas pocos pueden dudar de la condición premonitoria del cine expresionista mientras en Alemania se estaba incubando el huevo de la serpiente del nazismo; o de la lógica que une el clima moral de la Gran Depresión con el levantamiento del panteón clásico de monstruos de la Universal (Drácula, Frankenstein, el Hombre Lobo, la Criatura de la Laguna Negra); o de la funcionalidad de la ciencia-ficción de los cincuenta a la hora de canalizar la paranoia colectiva de la Guerra Fría; o de la inevitabilidad de la reemergencia del arquetipo vampírico en tiempos de expansión del sida.

Resulta sencillo identificar las fuentes de nuestros miedos contemporáneos —el terrorismo islámico, la pederastia, la deriva medioambiental— y asociarlos a sus correspondientes correlatos en el imaginario de lo fantástico: el zombi —que, en realidad, funciona como metáfora multiusos, entre la inercia consumista del tardocapitalismo y la súbita irrupción de irracionalidad a través de la conversión integrista—, el psicópata o toda soledad disfuncional y acechante en el cine de terror, y las sutiles transformaciones del imaginario posapocalíptico después de que el miedo nuclear cediera el testigo a la percepción de un inminente colapso ecológico.

No obstante, quizá el libro de Charlie Fox aporte otra clave esencial en la percepción de lo monstruoso en nuestra era, más allá de ese transparente juego de equivalencias entre los miedos tangibles y sus metáforas: la identificación con lo monstruoso que propone el autor en su introducción resulta sintomática en un momento en el que conjugar la monstruosidad en primera persona puede ser un acto político, como podrían ilustrar, entre otros ejemplos, algunas manifestaciones del activismo queer. Que el clímax de la reciente La momia —primera entrega de una franquicia, Dark Universe, concebida para resucitar a las criaturas clásicas de la Universal— pase por la síntesis de héroe y monstruo en el cuerpo de Tom Cruise significa algo, sin duda, aunque en sus responsables no parece palpitar el mismo espíritu reflexivo y provocador que en otras propuestas cinematográficas recientes capaces de sincronizar su discurso con este espíritu de la época: si en Colossal, Nacho Vigalondo recurre a ecos del kaiju-eiga —­las películas japonesas de monstruos gigantes— para hablar del alcoholismo y la inmadurez como lacras sociales y de la inquietante invisibilidad de ciertas relaciones tóxicas, en Pieles, Eduardo Casanova reformula la monstruosidad como otra forma de belleza (y pureza) sin limitarse a esa deformidad física que sedujo a Diane Arbus y Joel-Peter Witkin. Casanova osa cruzar el último límite y, subiendo la apuesta del Todd Solondz de Happiness (1998) y La vida en tiempos de guerra (2009), propone contemplar de otra manera a la monstruosidad moral del pederasta, reformulado como figura trágica, sujeto de la maldición de poseer un deseo monstruoso encerrado en un alma que no está hecha íntegramente de tiniebla. El mismo año en que los aldeanos de El doctor Frankenstein (1931) asediaban, armados con horcas y antorchas, a la criatura concebida por Mary Shelley, Fritz Lang daba voz a M, el vampiro de Düsseldorf (1931) frente a un ominoso tribunal lumpen.

La pregunta sobre dónde está el lugar del monstruo —si en la diferencia inasumible o en la comunidad que la designa y condena— sigue vigente.

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