Muere el argentino Abelardo Castillo, maestro de escritores
Con él se va otro de los grandes de la literatura argentina del siglo XX
“Arreció la muerte sobre la literatura argentina”, dijo Abelardo Castillo en una entrevista en enero pasado. Con dolor, enumeró a La Nación la lista de “amigos” que se habían ido sólo en 2016 y 2017: Alberto Laiseca, Ricardo Piglia, Josefina Ludmer. “Antes”, dijo, “Dalmiro Sáenz, David Viñas y Ernesto Sábato”. Ahora la muerte también lo ha alcanzado a él, apenas cumplidos los 82 años. Castillo fue uno de los protagonistas de la vida cultural argentina del último medio siglo, testigo y protagonista de una de las etapas más prolíficas de la literatura del país sudamericano, y su partida deja huérfanos de referente a decenas de escritores que año tras año se han formado en sus talleres literarios. Autores como Liliana Heker, Guillermo Martínez, Juan Forn o Gonzalo Garcés nacieron a las letras bajo la mirada de Castillo, pese a la insistencia del maestro de que estudiar para escritor “no sirve para nada”. La cultura argentina también debe a su nombre revistas literarias ahora legendarias: El escarabajo de oro, El grillo de papel y El Ornitorrinco.
Castillo nació en Buenos Aires en 1935, pero se crio en San Pedro, una ciudad con costa al río Paraná. Allí comenzó escribir, cuando era un adolescente, sus diarios, publicados a modo de autobiografía no sistemática en 2014. Esos textos son un recorrido por su vida como escritor en ciernes, sus problemas con el alcohol y sobre cómo adquirió el hábito de la lectura en el colegio Wilfrid Barón, el mismo en el que estudió el papa Francisco. También son relatos de su compromiso político. Fue justamente su revista El Ornitorrinco, que dirigió junto con la escritora Silvia Iparraguirre, su pareja durante más de 40 años, uno de los pocos medios gráficos que en 1981, en plena dictadura, publicó la carta de las Madres de Plaza de Mayo pidiendo a los militares por sus hijos desaparecidos.
Castillo escribió teatro, novela, ensayos y cuentos, pero fue también un gran orador. En 2014, recibió junto a Piglia el premio Konex de Brillante a las letras argentinas de la última década, un galardón que en 1984 mereció Jorge Luis Borges y diez años después Adolfo Bioy Casares. Castillo se excusó de ir a recibir el premio por una “contractura”, pero luego admitió que estaba “muy contento”. El jurado tuvo en cuenta una larga lista de obras singulares: Israfel, Cuentos crueles, Las panteras y el templo, El que tiene sed, Las maquinarias de la noche, Ser escritor, El oficio de mentir, El espejo que tiembla y Las palabras y los días. Castillo siempre dijo que esas obras eran su verdadero diario, mucho más que la prosa escrita adrede como recuerdo ordenado: “Las memorias suelen ser bastante novelescas y mentirosas. En cambio todo texto literario de alguna manera es un hito en un mapa autobiográfico”.
Castillo se ha ido en silencio, pero no como esos artistas que con el paso de los años sienten curiosidad por la muerte y, poco a poco, parecen acostumbrarse a su inminencia. Hace sólo cuatro meses declaraba su rebeldía. “Odio a la muerte, la detesto”, dijo, “la vida es algo que sucede en un sentido. Todo lo que nace debería ser inmortal si aplicamos una lógica abrumadora. Sé que me voy a morir, pero también sé que mientras esté vivo soy inmortal”. Allí están sus libros, para no contradecirlo.
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