Salvador Pániker, entre Montaigne y Tagore
Había en su pensamiento una voluntad casi omniabarcadora
Suele decirse que hay pintores de un solo cuadro (esto es, que en el fondo siempre terminan pintando el mismo con diferentes variaciones: Frida Kahlo sería un caso exasperado de dicha actitud), novelistas de una sola novela y así sucesivamente. Pero no es menos cierto que quien de verdad merece ser apreciado, sea cual sea el campo en el que haya desarrollado su actividad, es quien a lo largo de su obra intentó ir más allá de la confortable reiteración, de la insistencia banal y boba en el “a mayor abundamiento”.
Salvador Pániker, que falleció el sábado, debe ser incluido en este último grupo. Su trabajo, aunque mantenga elementos de continuidad que se dejan pensar bajo determinadas claves, obsesiones e intereses, como podría ser, por señalar una, la relación entre Oriente y Occidente, corrió el riesgo de la aventura y el experimento, actitud que, por sí sola, ya denota su genuina condición de filósofo. Porque si algo define de veras al filósofo es, por encima de cualquier otro rasgo, la curiosidad y la capacidad de poner en cuestión cuanto le rodea. El adjetivo que le añadamos al término (“académico”, “profesional”, “mundano”, “sistemático” o cualquier otro) en cierto modo es lo de menos, ya que de lo que informa es del tratamiento al que somete aquello que finalmente le ha dado que pensar.
Había en el pensamiento de Pániker una voluntad casi omniabarcadora que, precisamente porque resultaba de imposible cumplimiento, constituía el auténtico motor de su pensamiento. No siempre la nombró de la misma manera, pero no resulta difícil de reconocer en los diversos ropajes con los que la fue vistiendo. En concreto lo retroprogresivo —tal vez el vestido que más veces lució dicha voluntad— intentaba dar cuenta de lo que probablemente constituya uno de los problemas mayores que atraviesa por entero el pensamiento occidental.
Me refiero al de la dificultad para proyectar sentido sobre nuestro propio devenir, asunto que preocupó a Pániker en todos los sentidos, del más general de la historia al más particular de la propia vida. En el caso de la primera, siempre tuvo claro que una de las maneras heredadas de interpretarla, como una flecha que apuntara hacia alguna parte pero cuya trayectoria, en todo caso, nos alejaba crecientemente de las miserias del punto de partida, lejos de arrojar alguna luz sobre nuestro pasado, terminaba por convertirlo en una ficción tan grandiosa como ficticia. Lo pensó incluso en momentos en los que hacerlo constituía una rareza porque el entorno parecía conspirar en su contra (los eufóricos, felices y progresistas años sesenta) y, elegante como siempre, renunció a ponerse la medalla cuando el escepticismo al respecto mutó en lugar común.
Probablemente obró así porque de manera previa, y fiel a una de las tradiciones de pensamiento que le conformaban, había renunciado a proyectar sobre la propia existencia narrativas teleológicas o simplemente orientadas en alguna dirección. Su último libro, Diario del anciano averiado, certifica esto con una lucidez tan deslumbrante como cruel. Pero al lector no le podía venir de nuevas tal deriva: sus Diarios eran la desembocadura inevitable de su Autobiografía. Los libros de Salvador Pániker habían ido adquiriendo una creciente ligereza, como si la clara conciencia de que la vida se le iba (como, por lo demás, se nos va a todos) le permitiera ir soltando lastre, y el compromiso que siempre mantuvo con el pensamiento pudiera resolverse con la idea desnuda, con la intuición en crudo, con el gesto inteligente de quien, sabio, se limita a señalar a sus contemporáneos hacia donde deben mirar.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona.
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