La gran arena del cine africano
Las voces femeninas y el deseo de independencia cultural se imponen en Fespaco, la cita más importante del séptimo arte en el continente
El púrpura envuelve de gala a Rahmatou Keita, como si fuera una de las aristócratas peul bellamente retratadas en su película. La directora nigerina de Zin´naariya (La alianza de oro) sube a la tarima y, ante las 500 butacas ocupadas del Cine Burkina, enmarcada por la gran pantalla, presenta su pequeño milagro. “Esta película representa la unión africana, porque toda su financiación ha venido del continente”. Su proeza arranca uno de los aplausos más intensos de la 25ª edición del Festival Panafricano de Cine y Televisión (Fespaco), antes que la dulzura de las imágenes haga viajar a una aldea con camellos y una noble joven enamorada.
Entre logos de patrocinadores extranjeros (Radio Francia Internacional, Canal +, Alianza Francesa, Instituto Goethe, … ), la necesidad de emanciparse de los fondos europeos para la producción de películas africanas se debate con fuerza entre la jet set del sector, que, cada dos años, se mezcla y mide con el público en la capital de Burkina Faso, Uagadugú, en la cita más importante del cine africano. Más de 1.000 películas recibidas, 150 filmes proyectados, 20 largometrajes en competición y una fuerte presencia femenina a ambos lados de la pantalla, como protagonistas y realizadoras.
“Fespaco es un festival único, el mejor lugar en el que puede estar mi película”. Daouda Coulibaly, el director de Wùlu, charla en una mesa del cine Neerwaya, mientras su película sobre el narcotráfico en Malí se proyecta dentro de la sala. Wùlu ha circulado por más de 40 festivales y es una de las que el público repite como favorita. Inspirado por el escándalo del “Air cocaïne” —el Boeing 727 encontrado calcinado en el desierto maliense que transportó entre 5 y 10 toneladas de cocaína, en el que estuvo implicado un expolicía español— Coulibaly, con su ficción, dibuja al tráfico de cocaína como el germen que “ha engendrado la crisis actual en Malí”. Un tema que ha provocado reacciones y debates muy distintos. “Aquí la gente es muy sensible, porque lo conoce, mientras que en Europa y Estados Unidos la película descubre la realidad de este tráfico. El nivel de compresión y de análisis no es el mismo”. Ante una Europa que cubre la situación en el Sahel bajo un mal explicado yihadismo, Wùlu destapa otras raíces de la crisis actual, revelando sus vínculos con un mercado muy universal.
El gran lujo de Fespaco, según muchos directores, es poder mostrar sus películas a un público cercano. Entre el humo de las brochetas, los cinéfilos se aconsejan, se preguntan, discuten y van forjando sus predilecciones: los “es preciosa” de El bosque de Niolo (de Adam Roamba); las aclamaciones a Fronteras (de Apolline Traore), un viaje coral de cuatro mujeres, o los elogios a La tormenta africana (de Sylvestre Amossou), una crítica al expolio de recursos, chocan con la tímida recepción popular de Félicité (de Alain Gomis), el drama profundo, musical, de una madre con voz y coraje que batalla en Kinshasa para salvar a su hijo.
Sin embargo, aterrizada en Uagadugú con el Premio Especial del Jurado en la última Berlinale, Félicité acaba imponiéndose con el máximo galardón en Fespaco: el Corcel de Oro de Yennenga, convirtiendo a su director en el segundo de la historia en repetir este premio. Jurado y público no tienen por qué medir con el mismo termómetro. Como Keita, Gomis reivindica al recoger el premio “la independencia cultural”.
Es precisamente una conexión habitual con los espectadores africanos lo que más se echa de menos en el sector. “Si tuviéramos un mercado local seríamos mucho más fuertes, podríamos tomar más riesgos, examinar nuestras películas, saber qué quiere ver el público y, además, generar beneficios”, defiende el joven Coulibaly. Y ve la “cruel ausencia de salas” como el verdadero obstáculo para el desarrollo de la industria. Las industrias cinematográficas potentes se apoyan, dice Coulibaly, sobre un mercado local. “Pero nosotros no contamos con eso. Principalmente, exportamos nuestras películas. Nos encontramos al exterior compitiendo con películas americanas, japonesas, alemanas, … lo que para nosotros es muy violento.”
Las largas colas que han vuelto a sazonar las salas del festival confirman que hay sed de cine. Y los empujones, comedidos, previos a las sesiones, que la espera de dos años se hace larga (Fespaco es una bienal).
A la espera de que se abran más cines, quedan las veladas en el Taxi-brousse, el bar local al aire libre donde productores, realizadores y actores se reencuentran y comparten, mezclando críticas, abrazos, anécdotas de rodajes o de la cotidianidad festivalera en Uagadugú. Su arena ha quedado, de nuevo, sellada de cine.
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