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Más de 120 kilos de exilio

El escritor bosnio Velibor Colic relata en 'Manual de exilio' su llegada a Francia sin dinero

Juan Diego Quesada

La exquisita París no estaba hecha para un gigantón que no hablaba una gota de francés. Acostumbrado a las espaciosas tabernas de Sarajevo llenas de humo y botellas de rakia, no terminaba de acostumbrase a las mesitas tan juntas de los cafetines parisinos. El hombretón incomodaba al resto de clientes cuando trataba de alcanzar el baño. Sorry, desolee madame. Maldecía entonces a los arquitectos franceses empeñados en diseñar la vida para los de talla media. Al entrar al aseo se agachaba pero al salir se había olvidado y se estampaba la cabeza con el marco de la puerta. Desde que había llegado en tren a este país extraño del que solo conocía tres palabras –Jean, Paul, Sartre- no paraba de darle vueltas a la idea de comprarse un casco.

Velibor Colic, a principios de marzo en Madrid
Velibor Colic, a principios de marzo en MadridBERNARDO PÉREZ

Para la literatura, el exilio suele ser un asunto metafísico pero en el caso de Velibor Colic es algo más carnal. Desertor del ejército bosnio durante la guerra de los Balcanes, el escritor llegó a Francia para instalar en su nueva patria una presencia de más de 120 kilos. “El exilio en los libros es etéreo. Se habla del idioma, de los recuerdos del refugiado pero poco de que son personas que tiran cosas –en su caso los cafés de otras mesas -, que se enamoran, que les duele la rodilla y que gritan”, cuenta Colic (Odzak, Bosnia, 1964) en Madrid.

El escritor ha venido hasta aquí para presentar Manual de exilio (editorial Periférica), una novela autobiográfica sobre su alunizaje en un mundo extraño. Un psiquiatra le diagnosticó al llegar estrés postraumático y le dio un bote de pastillas que acabó tirando a la basura. En la máquina de escribir encontró la sanación y eso lo llevó a una contradicción: “Me acordaba para poder olvidar”.

Colic entonces no tenía dónde publicar. En el país en vías de extinción del que provenía había estudiado literatura eslava, era popular en la radio estatal y había escrito dos novelas, la primera acogida con entusiasmo y la segunda con indiferencia. En cambio, en Francia, adonde llegó en 1996, sí que no era nadie y pronto comprendió lo que era ser transparente. No entendía el idioma, las ancianas de Cáritas intentaban comunicarse con él a través de señas y los funcionarios le hablaban a voces, como si estuviera sordo. Para un hombre de casi dos metros era humillante recibir un trato infantil.

Podía haber leído a Cortázar, podía haberse dejado barba para parecerse a Hemingway, insistir en que escribieran escritor en el espacio relativo a su empleo, pero en el centro de acogida convivía con campesinos, pastores “y desgraciados” del Tercer Mundo. Los cosacos rusos con los que se emborrachaba amenazaban con romperle la cara si insistía con que era poeta.

En las noches se encerraba en su habitación a escribir a mano y a escuchar jazz y, durante el día, sin un franco en el bolsillo, tenía que aguzar el ingenio para no pasar hambre. Lo hizo de la mano de un gitano gordo, Mehmet, que le enseñó a hacer la compra (“Sigue a la mamá africana, va al sitio más barato”), colarse en el metro (“Te pegas a un cliente”), asustar a una abuela blanca (“Caminas detrás de ella hablando tu lengua materna”) o actuar en una pelea (“Tienes que dar primero”). Sin embargo, todo eso no era para él, ni si quiera se le daba bien. La única vez que intentó mangar se puso tan nervioso que acabó huyendo.

El autor de Los bosnios, un librito brutal con el que puso rostro a las víctimas de la guerra, acabó dedicándose por entero a la literatura. Por "ambición" y para sobrevivir. Los intelectuales franceses lo acogieron con agrado, Colic entiende que porque su país en guerra estaba de moda. Pasó de codearse con vagabundos y esquizoides a cenar con Salman Rushdie y Toni Morrison.

Es cierto que en este último libro Colic ha maltratado al personaje, o sea a sí mismo. Gana kilos con facilidad y comienza unas dieta que prolonga hasta el absurdo. Se burla del chico engreído que se cree “la gran esperanza de la literatura yugoslava”, del hombre que se cree atractivo al que las mujeres rechazan porque va vestido como un paria o del borracho al que echan de los bares por armar jaleo. Eso produce equívocos. Invitado a hablar de su libro en una biblioteca de Normandia, en la cena de recepción bebió un vaso de vino. La anfitriona le confesó que había comprado botellas para un regimiento pensando que estaba ante “un Bukowski yugoslavo”.

Colic escribió sus primeros cinco libros en serbocroata. Los siguientes en francés. Paradójicamente, en ese idioma ajeno ha escrito sus historias más íntimas. “Si no hubiera abandonado mi idioma esos libros no habrían existido, por pudor. No puedes escribir de un mundo asesinado en tu propia lengua”, dice.

Su salud también lo agradece: “He dejado de beber porque con la resaca no logro escribir. El francés exige un espíritu claro y una mano segura, como la de Clint Eastwood”. Colic publica sobrio en Gallimard, la editorial más prestigiosa de Francia. Habría que ver la cara de los cosacos rusos topándose con su nombre en el escaparate de una librería: “Ese chalado decía la verdad ¡Es poeta!”.

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Sobre la firma

Juan Diego Quesada
Es el corresponsal de Colombia, Venezuela y la región andina. Fue miembro fundador de EL PAÍS América en 2013, en la sede de México. Después pasó por la sección de Internacional, donde fue enviado especial a Irak, Filipinas y los Balcanes. Más tarde escribió reportajes en Madrid, ciudad desde la que cubrió la pandemia de covid-19.

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