Museos en el siglo XXI: el mito de la caverna
La réplica de las cuevas de Lascaux plantea el debate entre lo verdadero y lo falso así como sobre la definición de museo
Todo está en su lugar y no falta nada. El caballo barbudo y el hombre con cabeza de pájaro, el único homínido representado en esta gruta hace cerca de 20.000 años. Los ciervos y los caballos trazados con los mismos pigmentos rojos y negros que utilizaron los hombres de Cromañón. El llamado divertículo axial, que concentra más de un centenar de dibujos de vacas y bisontes. Y la espectacular sala de los toros, que recoge una estampida de uros que casi parecen cobrar movimiento. También la luz tenue y la sensación de humedad: la temperatura ambiente es de 13 ºC, la misma de la caverna original, situada en la misma colina, a solo medio kilómetro.
Todo está ahí, pero todo es falso. Nos encontramos en Lascaux 4, el nuevo complejo de 11.000 m2 proyectado por el estudio noruego Snøhetta, que alberga un facsímil íntegro de la gruta descubierta por cuatro adolescentes en 1940, además de un museo de arte parietal, un cine en 3D y un centro de conferencias, que aspiran a volver a situar Montignac, la localidad del suroeste francés donde se halla la cueva, en el mapa del turismo cultural. Desde la semana pasada, grupos de 30 personas recorren, acompañadas de un guía, sus recién estrenadas galerías, tan tortuosas como las del original. “Se trata de una copia perfecta. Solo se han aumentado algunos centímetros de anchura para permitir la circulación en silla de ruedas. La única diferencia es la emoción intelectual de saber que estás en la cueva verdadera”, explica el arqueólogo Jean-Pierre Chadelle, miembro del comité de expertos que ha supervisado el proyecto e investigador de la Universidad de Burdeos. ¿No es esa “emoción intelectual” un aspecto fundamental ante toda obra de arte? “Para mí, no. Podemos sentir una emoción fortísima ante la reproducción de un cuadro. Puede ser preferible analizar hasta el más mínimo detalle de una copia fotográfica de La Gioconda que visitar el original detrás de un tropel de turistas japoneses en el Louvre”, responde Chadelle.
¿El futuro pasa por la copia? “El uso del facsímil y la noción de la autenticidad serán una cuestión central en el museo del mañana”, afirma la canadiense France Desmarais, directora de programas del Consejo Internacional de Museos (ICOM). “El acceso y la compra de las colecciones arqueológicas es cada vez más difícil, por motivos legales y morales. La relación del visitante con el original es, en muchos casos, imposible. Las nuevas tecnologías permiten, en cambio, un estudio profundizado de esos originales. Mientras no se haga creer al visitante que está viendo un original, el código deontológico está siendo respetado”.
En el dilema entre la autenticidad y la accesibilidad, muchos centros escogen lo segundo
La cueva de Lascaux cerró su perímetro a los visitantes a principios de los sesenta, cuando se descubrió la presencia de algas en su interior. El ministro francés de Cultura, André Malraux, echó el cerrojo a la gruta, por la que llegaban a pasar dos millares de personas al día. En 1983 se inauguró su primera réplica, que reproducía parte de la caverna en un centro anexo. Desde entonces, estas neocuevas se convirtieron en un modelo a seguir, pese a enfrentarse a una incomprensión pública casi sistemática. En 1977, cuando se decretó el primer cierre de Altamira a causa de los daños provocados por el dióxido de carbono producido por los visitantes, la entonces alcaldesa de Santillana, Blanca Iturralde, lo consideró una injusticia para sus conciudadanos. Cuatro décadas más tarde, la neocueva de Chauvet, el espectacular facsímil inaugurado en 2015 en la región francesa de la Ardèche, también dividió. El crítico de arte Jonathan Jones lo llamó “un sinsentido condescendiente” respecto al visitante. “Ningún amante del arte quiere ver una réplica de Rembrandt, un Lucian Freud falso o un simulacro de Seurat. ¿Por qué se considera entonces perfectamente razonable ofrecer arte falso de la Edad de Hielo como una atracción cultural?”, escribió en The Guardian. En Lascaux, el Gobierno francés retiró parte de su financiación en 2012, al considerar que el proyecto, cuyo coste se ha elevado a 57 millones de euros, no era “prioritario”. En tiempos de liquidez menguante, ¿merece la pena vaciar las arcas públicas para construir una reproducción susceptible de disneylandizar el arte prehistórico?
“Lascaux se sometió a un estrés tremebundo, tanto por los visitantes como por los tratamientos que se aplicaron ante los males que la aquejaban. Si ese modelo no funciona, es normal que se acabe con él”, concede el arqueólogo Roberto Ontañón, director del Museo de Prehistoria y Arqueología de Santander y de las Cuevas Prehistóricas de Cantabria, que también forma parte de los consejos científicos de Lascaux y Chauvet. “Pese a todo, la solución no consiste en cerrar a cal y canto todos los sitios arqueológicos. En Cantabria, mantenemos seis cuevas abiertas al público con régimen restrictivo. Nuestra monitorización nos indica que no existe un deterioro evidente, aunque el riesgo nunca sea inexistente. En el momento en que haya algún indicio de desperfecto, no nos temblará la mano para volver a cerrarlas”.
Ante la fragilidad del patrimonio histórico, algunos museos también abogan más por la copia que por el original. En las salas del Museo Arqueológico Nacional de Saint-Germain-en-Laye, en las afueras de París, se expone un facsímil de la venus de Brassempouy, una de las obras maestras del arte paleolítico, cuyo marfil no se encuentra en buen estado y es sensible a los cambios de temperatura. Para visitar el original hay que inscribirse y hacer la visita con un guía. Solo entre 40 y 60 personas pueden descubrirlo cada semana. El pasado abril, una fundación científica llamada Instituto de Arqueología Digital erigió una reproducción del famoso arco de Palmira en plena Trafalgar Square de Londres, una réplica a escala 2:3. Mientras tanto, en el Pirineo leridano, las pinturas románicas de Sant Climent de Taüll, declaradas patrimonio de la Unesco, son presentadas desde 2014 a través de una proyección de frescos originales sobre las paredes del ábside y el presbiterio de la iglesia. La copia de los originales sobre yeso que exponía la iglesia se había degradado. Se apostó entonces por una manera innovadora de recrear este tesoro del románico catalán.
Mary Beard considera “abominable” la idea de una réplica de Pompeya para que acceda “la plebe”
En Washington, una institución de referencia como el Smithsonian utiliza, cada vez más, las copias en 3D. La exposición itinerante Exploring Human Origins (explorar los orígenes humanos) recoge un centenar de cráneos prehistóricos copiados con una impresora ZPrinter 850, que se exponen en distintas bibliotecas del territorio estadounidense hasta el próximo abril. En el dilema entre la autenticidad y la accesibilidad, han acabado escogiendo lo segundo. “La réplica tiene un valor añadido: permite que cualquier visitante la toque, facilita el acceso de las personas con discapacidad visual y, cuando se trata de originales microscópicos, nos habilita a agrandarlos para descubrir sus rasgos”, explica la directora de exposiciones del Smithsonian, Susan Ades. Sin embargo, no es partidaria de generalizar su uso. “Nunca querría ver una exposición formada solo por réplicas. El meollo de la experiencia de ir a un museo tiene que seguir siendo poder observar lo auténtico”.
La historiadora británica Mary Beard, premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales, también considera que esta generalización del simulacro acarrea peligros. En abril, durante el pasado festival literario de Oxford, rompió una lanza por un regreso a la autenticidad, por muchos riesgos que esta suponga. “El mundo no se detendrá porque Pompeya pierda una casa”, expresó. “La idea de que tendría que ser preservada hasta el punto de que solo un puñado de académicos, gente rica y cámaras de televisión sean aceptados a entrar en ella, mientras diez kilómetros más abajo construimos una réplica para la plebe, resulta abominable”, concluyó Beard.
En una época que sigue considerando la expresión artística como fruto del genio individual, la copia tiende a ser menospreciada. Incluso en la incipiente era de la posverdad. “Cuando una exposición presenta una reproducción, nuestros colegas se plantean: ¿el museo no fue considerado merecedor de confianza para que se le prestara el original? ¿Se confunde la exposición con la tienda? ¿Se cree que tendrán visitantes tan inmaduros que no se darán cuenta de la diferencia?”, expresa Rosmarie Beier-de Haan, conservadora del Museo Histórico de Alemania, en un informe de 2010. Su museo acababa de organizar una muestra sobre la relación entre Hitler y los alemanes en la que se negaron a utilizar carteles y otros elementos de propaganda en su versión original, pese a disponer de ella. “Optamos por mostrar reproducciones, porque no queríamos ceder ningún lugar al aura de los objetos originales”, afirma Beier-de Haan.
Apuntaba a una palabra clave en este debate, surgida de La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, ensayo firmado en 1936 por Walter Benjamin, que reflexionaba sobre los cambios que introdujeron la fotografía y el cine en el canon artístico. “Lo que se marchita en la época de la reproductibilidad [de una obra] es su aura”, dejó escrito. Además, en el epígrafe de su tercera edición, Benjamin decidió introducir una cita de Paul Valéry. “El sorprendente crecimiento de nuestros medios y la adaptabilidad y precisión que han alcanzado nos aseguran para un futuro próximo profundas transformaciones en la antigua industria de lo bello”, expresó. “Debemos esperar innovaciones tan grandes que transformen el conjunto de las técnicas de las artes y alcancen tal vez a transformar de manera asombrosa la noción misma del arte”. Los museos parecen asomarse hoy al mismo tipo de abismo.
Babelia
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