Muere el gran poeta francés Yves Bonnefoy
El crítico de arte, ensayista, traductor y eterno candidato al Nobel ha fallecido a los 93 años
Yves Bonnefoy se terminó dando de bruces con esa “muerte que le dice que no a toda metáfora”, como escribió en uno de sus versos más crepusculares. El gran poeta francés, además de ensayista y crítico de arte, profesor universitario, traductor de Shakespeare y eterno candidato al Nobel de Literatura, falleció el viernes en París a los 93 años. Dejaba atrás una vida dedicada al lenguaje poético, que consideraba un instrumento con el que encontrar algo de luz en la penumbra. Para Bonnefoy, la poesía era una forma de “liberar las relaciones entre los hombres de los prejuicios, ideologías y quimeras que los empobrecen”, como explicó en una entrevista con este diario en 2004.
Autor de un centenar de volúmenes traducidos a 30 lenguas, Bonnefoy propuso una poesía pegada a la realidad, que desconfiaba de abstracciones, conceptualismos y dogmas que había visto fracasar. Temía por la desaparición de un arte que consideraba inherente a la experiencia de existir y creía que, si llegaba a suceder, la propia sociedad sucumbiría. Temblaba ante el fin de la poesía, porque para él era sinónimo del fin del mundo. “La poesía hace que pasemos del espíritu de posesión, impulsor de equívocos y guerra, al deseo de participación simple y directa en el mundo”, explicaba. Bonnefoy se debatía entre el materialismo más prosaico y “la preocupación innata por la trascendencia”. No le hizo ascos al lirismo, aunque nunca por mero exhibicionismo, y persiguió un alumbramiento metafísico a partir del medio natural, omnipresente en sus versos. “Amo la tierra, lo que veo me colma”, dijo una vez.
Bonnefoy nació en Tours en 1923, en el seno de una familia modesta formada por un padre obrero en el sector ferroviario y una profesora de colegio. Tras iniciar sus estudios en Poitiers, se mudó a París en 1943 para inscribirse en la Sorbonne. Se instaló en un pequeño apartamento de la rive gauche y pasó noches enteras leyendo a Paul Éluard, Tristan Tzara o Antonin Artaud. No tardó en acercarse al círculo de André Breton y los surrealistas tardíos, donde se encontraba el belga Christian Dotremont, célebre por sus logogramas y que más tarde fundó el grupo Cobra. Bonnefoy compartía con los surrealistas su apego “por intensificar la conciencia y la palabra” a partir del lenguaje poético. Pero su poesía se inspiraba en el mundo sensible y difería de la inclinación surrealista por el sueño, puerta de acceso a dimensiones paralelas. Por ese motivo, rompió con el movimiento en 1947, aunque nunca negó la profunda influencia que tuvo en su obra.
Media década más tarde, Bonnefoy tenía a punto su primera antología, Del movimiento y la inmovilidad de Douve (1953), a la que siguieron Piedra escrita (1965) y El territorio interior (1971), mezcla de escrito autobiográfico y ensayo sobre el Quattrocento italiano. “A menudo, un sentimiento de inquietud me invade ante las encrucijadas. Me parece que en esos momentos, que en ese lugar o casi: ahí, a dos pasos sobre el camino que no tomé […] se abre un país de una esencia más elevada, donde habría podido vivir y que ahora ya he perdido”, escribió en ese volumen. No por casualidad, Bonnefoy encontraba en la duda de Hamlet el fundamento de la modernidad. Y solía resonar en su cabeza la máxima de su admirado Rimbaud sobre la insatisfacción crónica de tantos mortales: “La vida está en otra parte”.
Otras de sus obras traducidas al castellano son Relatos en sueños (1977), Principio y fin de la nieve (1991), La lluvia de verano (1999) o Las tablas curvas (2001). En su trayectoria poética, sobresalen dos certezas existenciales: la muerte y la imperfección. “Amar la perfección porque ese es el umbral, / Y negarla tan pronto se conoce, olvidarla a su muerte, / La imperfección es la cima”, dejó escrito en uno de los poemas de Hier régnant désert (1958).
Desde su pequeño estudio situado en el Montmartre menos pintoresco, Bonnefoy también trabajó en sus ensayos sobre la historia del arte. Escribió sobre el arte gótico y barroco, además de firmar volúmenes sobre Goya, Picasso, Mondrian, Giacometti, Balthus o Miró. Otra de sus actividades principales fue la traducción, que equiparaba a la poesía por basarse en una transformación del lenguaje. Tradujo al francés una quincena de obras de Shakespeare y se adentró en aspectos ignorados en su teatro, como la representación de la mujer que desprendían los personajes femeninos. Lo hizo también con Keats, Yeats, Petrarca y Leopardi.
Si el Nobel se le resistió, Bonnefoy ganó galardones tan prestigiosos como el Gran Premio de Poesía de la Academia Francesa en 1981, el Goncourt de Poesía en 1987 o el Cino del Duca, que se concede a una figura destacada en el campo del humanismo, en 1995. También obtuvo el premio de la Feria de Guadalajara en 2013. “Los poemas no tienen significado. Cuando se lee uno hay que preguntar a la propia experiencia, a la memoria. Y a partir de ahí buscarle la interpretación”, explicó entonces. Desde 1981, Bonnefoy era profesor del Collège de France e impartió clases en numerosas universidades de Europa y Estados Unidos. Su pareja desde hace décadas era la actriz y escultora estadounidense Lucy Vines, con quien tuvo una hija, Mathilde, montadora habitual de cineastas como Tom Tykwer y Laura Poitras.
Babelia
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